Santiago: a la conquista de su cocina

Hace cinco años, la cocina chilena permanecía tímida. Ahora se encanta a sí misma, se consiente y reparte graciosa en diferentes version

16 Aug 2019
Restaurantes Santiago

Por un momento sean ustedes los conquistadores siguiendo a todos esos seres que en modo deporte van a la cumbre del cerro San Cristóbal, el gran pulmón verde de Santiago, con la imagen de la Virgen María en la cima, un símbolo reconocible desde distintos puntos urbanos a 880 metros de altura. ¿Recompensas en la meta? Dos: la bellísima panorámica de la ciudad con la cordillera de los Andes de fondo y el grandioso mote con huesillos. Un vaso con duraznos deshidratados cocinados en jugo dulce y especiado que una vez frío —no existe otra posibilidad— se mezcla con mote (grano de trigo pelado y hervido). Un sabor que habla de Chile y tradición, parte de la memoria presente, una posible base para entender todo ese Santiago a sus pies, mesas que han puesto al día estos mismos baluartes comestibles. Una comparación del ayer y hoy que hace poco empezó a despertar.

No tendrá que poner a prueba su estado físico para llegar al postre. Ahí mismo, con los deportistas mojados, está el teleférico, un recorrido de dos kilómetros que sobrevuela el parque en modernas cabinas reinauguradas a finales de 2016. Un paseo bonito, adorado por oriundos y extranjeros. Anote además que un poco al costado, por donde subió, está el Divertimento Chileno, una cocina que nació italiana —creada en otro lugar por la familia Sacco en 1991— y fue mutando a típica chilena, algo que enriquecerá su marco teórico gustativo nacional, con una terraza increíble, rodeada de árboles y pájaros, propios del comienzo del San Cristóbal. Hay clásicos como la cazuela: sopa con carne, zapallo (calabaza), papas y cholo (maíz) básicamente, querendona e intocable, vista por los chilenos casi como regazo materno. Tienen un buen congrio (uno de los peces más consumidos en el país) con porotos granados (frijoles frescos del verano) más jitomates asados. Hay una versión del mote con huesillos hecho suspiro, un poco de mousse del famoso durazno, merengue y mote caramelizado. 

Saliendo de ese verde oasis y a pocas cuadras, ya está en pleno Providencia, la alborotada comuna —a.k.a colonia— que conecta el centro y el comienzo del barrio alto u oriente, el este de la ciudad. Es un mix de casas antiguas con edificios residenciales y de oficinas de los cincuenta. Para caminarla, comprar, cuidar que no los atropellen. Tranquilos, que en Chile las señales de tránsito son respetadas. Uno de sus íconos que resisten el paso de los años arrasado por los incontables malls y gigantes de 20 pisos que hacen cerrar los ojos, es el Drugstore, galería que en los años 70 y 80 reunía a jóvenes vanguardistas y algo under, una salvación bajo la dictadura militar que llegó hasta el 88. Hay tiendas, librerías y el recién estrenado Mercado de Oficios, buen espacio de lo hecho a mano, artesanías típicas de Chile, pero no masivas, bien escogidas, algunos tejidos, objetos de piedra, barro, más producciones de la tienda.   

A pasos, y en una apacible calle, aparece el 99 Restaurante, un pequeño lugar de gran propuesta que muestra el remasterizado actual de la cocina en Santiago, comandado por una dupla cada vez más consolidada: Kurt Schmidt y Gustavo Sáez, cocinero y pastelero, respectivamente, jóvenes que en poco más de tres años ya tienen un relato auténtico, “enfocado en hacer una cocina nueva, honesta y que muestre producto”, comenta Schmidt.

Restaurantes Santiago

Ofrecen almuerzo y cena. Lo del día cambia cada jornada con platos sencillos, cuidados, estéticos y ricos. Una cara casual y más económica que lo de la noche, su narración gastronómica con menú degustación de seis o nueve tiempos, en un ambiente lindo, con verde natural, luz tenue, música y sabores finales siempre felices hechos por Gustavo, reconocido el año pasado como mejor pastelero en los 50 Best latinos (ranking donde el 99 ocupa el lugar 22), y piedra angular del equipo chileno de pastelería que ahora participa en mundiales. Un experto en la reinterpretación de sabores comunes chilenos, otros pop o inspiraciones varias. Todos los postres que diseña —para el día y la noche— son especiales y deliciosos, aunque los de la degustación son más sorprendentes y técnicos pero muy cercanos. Su mote con huesillos es una versión preciosa de distintas texturas fieles al sabor original, en realidad, mejor que cualquier otro, que le aclaro no son pocos. Hace otros homenajes a clásicos chilenos, como, por ejemplo, del pan con palta (esencial en toda boca local). Es un celebrar productos y preparaciones, con ingredientes no usuales y la presencia del chocolate, que lo maneja muy bien.

La comida de Schimdt tiene al insumo como protagonista, en bruto (mariscos mantenidos vivos en un acuario) o elaborados, tipo fermentos, buen yogurt, encurtidos, vinagres, bebidas y punto aparte merece el pan de masa madre con que reciben, francamente glorioso. Hay más técnicas a favor de texturas y presencias, como el fuego, entre otras. Es estacional y geográfico, comprometido con la búsqueda de productos nacionales muchas veces desconocidos en Santiago. En otoño pasado hizo un plato de hongos (versionando otros previos de ellos mismos) precioso, delicado y rico. Es otro Chile, moderno, limpio, cuidado y original, imperdible en cualquiera de sus horarios.

En la cuadra paralela está el local bebé de Carolina Bazán, reconocida y premiada por su trabajo en el Ambrosía, restaurante de su familia desde 2011 en la actual ubicación, en uno de los bordes de la comuna Vitacura. Es una casa grande preciosa, romántica, rica gracias a su visión y experiencia en distintos países, muy sabrosa y cuidada. Lo de bebé es porque de él nace el de Providencia hace apenas cinco meses. El Ambrosía Bistro es su proyecto paralelo junto a su esposa, la sommelier Rosario Onetto, que también vela por la sala. Es un reducido espacio muy bien utilizado, actual, dominado casi por completo por una barra para comer. Tras ella está Bazán preparando todo a la vista, directo con el cliente compartiendo pareceres. Una salida al público que está divirtiéndola, activándola con una cámara para madurar carnes —recién empezó con estos procesos de envejecimiento y con buena partida— al lado la cava, unas mesas, barra más baja que da a la terracita y ya está. Aquí sigue siendo la misma pero más suelta, una informalidad ausente en sus platos, siempre dedicados y bien ejecutados. No es de precios bistró, pero sí con posibilidad de medias porciones. Son pocos platos, todos ricos. Un bun con panceta y encurtidos; pasta casera que maneja perfecto, con yema de huevo templada, gorgonzola y berros; su conocido y celebrado plato de foie rallado sobre gelatina de late harvest y ahora último, un tártaro de camarón con crema cítrica irresistible. Es local con global. Es lo suyo y lo que marca una buena actualidad de la cocina, diferente pero unida al producto.

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Si quiere conocer los famosos tradicionales del barrio, vaya al Baco, pegado al Ambrosía Bistro. A pesar de no tener muchos años, es un favorito de todo el que guste del vino y la buena calidad de comida conocida. Es un templo de etiquetas a buenos precios, rarezas y exclusividades que venden para llevar en su tienda al lado. Su columna es la cocina francesa que no varía mucho en platos ni en calidad, lo que hace que siempre esté lleno, además de estar central y tener gran terraza. Hay asomos de otros pasaportes como los ravioles de espinaca —enviciantes—, pulpo a la gallega, jamón ibérico, ostras, quesos y más. La gracia son los vinos y comer al aire libre sin ruidos. La no gracia es su estricto y caprichoso dueño —de ahí el buen nivel— que no permite ir con hawaianas, ni shorts a los hombres, ni dejar propina. Usted decida.

El desorden clásico que todo extranjero recibirá como recomendación es el Liguria. Tres locales de bar y cocina tradicional a la chilena en Providencia. Pruebe su cazuela, milanesa (aquí escalopa) y pescados. En temporada (enero a octubre) un gran plato de erizos, con limón, cebolla en cubitos y cilantro, una de las alucinantes maravillas nacionales y un tremendo brillo que se acaba rápido porque todos los piden. Si los quiere, llegue temprano. En el Liguria de Manuel Montt (la calle que lo cruza), muchas veces hay música en vivo y todos los martes cueca, baile y canción nacional interpretadas por leyendas vivas. Es ruidoso y celebrón. Su decoración kitsch coqueta es otra atracción.

Si de clásicos hablamos, no puede dejar de probar el lado pan de Chile: los sánguches (tortas). La Fuente Alemana es una bandera con formato XXXL, casi una hazaña bocal comerlos pero muy sabrosos. Lo que sea es rico, un poco grotesco si se piensa en las calorías, pero muy simbólico. Churrascos de res, lomitos de cerdo, rumanos de ambas carnes, completos (versión de hot dogs). Tiene harto donde elegir y créame, no lo olvidará.   

¿Y lo cultural?
En el centro, casco histórico tipo plano urbano español que se repite en el continente, se muestra el Santiago sin disfraces. Movido, lleno, divertido, comercial, laboral. Ahí La Moneda, la Catedral, edificios bellos y curiosos como el Fernández Concha con corrida de locales que venden completos (los hot dogs). Siga de largo, pero sienta el pulso de la plaza de Armas, cruce a la tienda Mundo Rural con productos artesanales de pequeños productores provenientes de todo el país.

En una callecita está Salvador Cocina y Café, de Rolando Ortega, otra patita de la cocina actual. Aquí se trabajan y valoran las carnes menospreciadas, con preparaciones contundentes y pesadas y siempre deliciosas. Es la comida que acurruca, no necesariamente tradicional, pero con mucha identidad chilena. El chancho (cerdo) es el rey, en costillar, colita frita, queso de cabeza excelente hecho por Ortega. Un sabor rústico bien hecho, goloso, generoso. Es un menú de almuerzo que cambia de lunes a viernes, con una carta especial llamada 5to Cuarto, la puesta en valor de las menudencias. Es caótico, enjundioso, honesto, real, muy chileno. Acaba de lanzar tardes con comidas, más calmada e igual de sabrosa.

En la frontera con Providencia está el barrio Lastarria, también Bellas Artes, porque ahí está el Museo Nacional y el Contemporáneo. Frente a él: Castillo Forestal, un lindo restaurante con interesantes cocteles, perfectos para estar en la terraza alta viendo atardeceres o una previa a la caminata por el parque Forestal que, como todo parque, es mejor recorrerlo de día. Hacia la plaza Mulato Gil, está el Museo de Artes Visuales (mavi) con el restaurante Mulato dando la bienvenida. Es cocina de mercado con un plato exquisito de yuca frita, jitomates, huevo pochado y erizos. ¡La bomba! A cuadras el Bocanariz, santuario del vino en su máxima expresión nacional. Hay botellas (muchas exclusivas o difíciles de encontrar), copas y vuelos, degustaciones temáticas de tres vinos. Es la mejor fotografía del vino chileno actual, tiene de todo y es bien recomendado o explicado por el servicio. También una disfrutable comida separada por sabores descriptores del vino.

Si se sigue buscando museos y no en el mismo microbarrio pero cerca, está el de Violeta Parra, la folclorista chilena más importante, que este 2017 celebra su natalicio. Multiartista, arraigada a retratar con sensibilidad la cruda realidad del campo, los mineros, la sociedad, con lindas melodías y rimas, como también coloridas lanas en sus famosas arpilleras. 

Esta zona de la comuna Santiago bordea el río Mapocho que atraviesa la ciudad. Cruzándolo está Bellavista, reconocido como el barrio bohemio en sus tiempos mozos, hoy lleno de mesas turísticas medias, salvo excepciones. Pase por el Sarita Colonia, peruano travesti con singulares platos fusión de distintos países, además de su comida, la coctelería es buena y el lugar prendido, además de ser un espectáculo único en sí mismo.

El Siete Negronis, a pocas cuadras, es un destacado bar de coctelería actual, buenísimos negronis más otras creaciones de bartenders invitados que van rotando.

El Tinto Hotel es otra parada interesante con dos propuestas: 040 y Room 09, el único speakeasy de Santiago, al que se ingresa por una puerta camuflada, sólo con membresía o por haber comido en el restaurante, el 040, la cocina de Sergio Barroso, joven español concentrado en el buen insumo local servido en pequeños bocados contemporáneos de distintos orígenes. Una rica y distinta visión que da de qué hablar en gastronomía. Arriba, el Room 09, lo clandestino con ticket hasta la madrugada y coctelería original bien hecha. Es el bar que hay que conocer.

La rica Vitacura
Es una colonia residencial más que acomodada con calle de restaurantes caros y buenos. Ahí está Boragó, lo más vanguardista de Chile, una cocina culta hecha por Rodolfo Guzmán (el más reconocido internacionalmente) que hace diez años empezó con preparaciones modernas, inentendibles para ese tiempo y ahora valoradas, aplaudiendo la profunda búsqueda de productos y técnicas originarias de Chile. Indudablemente, una escuela para nuevas generaciones que ya hoy empiezan a salir. Su reserva anticipada es vital. Recibe a viajeros con una propuesta pensada, atrevida, diferente.

Lo causante de todo es la meticulosidad, talento y curiosidad de Guzmán que lo llevó a recorrer e investigar la biodiversidad chilena. Se enamoró de eso y recolectó tanto material que según declara, recién ahora puede empezar a hacer lo que realmente quiere. En el fondo es un comedor-mapa, que a través de platos va mostrando y sirviendo geografías (micro y macros), costumbres y técnica. Su experimentación es asombrosa, desde su i+d, lleno de frascos con fermentos varios de bayas nativas, como un miso de murta, kombucha insólitas y así. Preelaboraciones que pasan a ser ingredientes para resaltar productos nunca disfrazados pero manipulados. Su estética es bella, sobria, elegante. Está todo controlado, no hay desorden y funciona bien con algo de solemnidad.

Es la cocina chilena de vanguardia, nativa, desconocida no sólo por lo recóndito de los lugares que explora, sino porque mucho ni siquiera se pensaba comestible. Sólo menú degustación (dos), serie de platos a nivel futuro, osado, que requiere de comensales entrenados para que lo entiendan sin prejuicios, queriendo algo más que sabor.

Hablar de sus platos es casi inservible porque van cambiando según temporadas megaespecíficas. Si va en otoño habrá hongos sin duda. Siempre algas en varios formatos, como también vegetación de orilla de mar. Probará cochayuyo, ojalá el caldo concentrado del alga que recorre todo el país y es fantástico. Si tiene suerte el ice brûlée de plantas del desierto de Atacama (norte de Chile). Una fascinante mezcla de texturas, frío, arbustos, hierbas y la rosa del año que crece por algunas semanas. Habrá historias, tradiciones repensadas, productos sensacionales, como el caracol de la isla Juan Fernández, servido en su concha con delicados jugos cítricos sin una gota de limón.

Luego están dos debuts de la nueva cocina. La Calma y De Patio, propuestas que energizaron el cuadro restaurantero. Tienen pocos meses de vida, todavía errores —de servicio sobre todo—, pero derriten.

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La Calma es lo que todos los santiaguinos esperaban. Una mesa que celebre el mar chileno, insólitamente mal trabajado y poco consumido. Gabriel Layera es su motor, un alma marina conectada con caletas de pescadores artesanales, de ahí que la frescura y otras especies sea lo principal. La carta cambia según las aguas. Nada es muy complicado, de hecho, es casi purista en las preparaciones, cero salsas que tapen las delicadas carnes de los pescados (el parásito de la cocina marina popular), más bien, precisión en las cocciones, trabajados fondos, respeto al producto y su trato con mirada chilena. Todo es bueno. Desde lo frío, como las almejas con piures (animal marino que vive dentro de rocas), megachilenos, baratos, sabor yodo intenso, pero que bien manejados pasan a ser presencias que revelan las furiosas aguas nacionales. En caliente, caldos de picorocos (crustáceo también en roca), absolutamente imperdible cada vez que lo vea fresco, el sabor más elegante y singular de estas latitudes, que las hace de distintas maneras. También pescados de roca servidos con sus hígados; aletas y cabezas fritas para comer con la mano, descubriendo texturas y carnes por lo general desechadas. Gabriel es la nueva cara acuática. Un lujo que no se puede saltar. 

Lo bautizaron De Patio por su terraza —en el patio trasero de la tienda de bebidas Premium Brands— y porque roza con “locuras”. Benjamín Nast, su joven y de patio creador, llegó después de trabajar cuatro años en Barcelona y Berlín en la cocina de Dos Palillos, para abrir lo propio junto a su esposa, la pastelera Josefa Hernández. La barra para diez personas es la protagonista, comer directo viendo cómo se preparan los platos, preguntando lo que se quiera. Lo otro simbólico es la konro, parrilla nipona de doble altura. Ambos, parrilla y barra, son parte de la influencia del Dos Palillos, el español-japonés liderado por Albert Raurich, segundo de Ferran Adrià en El Bulli por años y mentor de Nast. Tiene carta, pero la experiencia es la degustación ojalá en la barra. Son 11 tiempos con platillos pequeños de producto nacional, contemporáneas mezclas como también otros tratos y elaboraciones. Es delicioso y muy claro, en una simplicidad que disfraza las técnicas empleadas para dar con delirantes sabores limpios y graciosos. Hace poco hizo un udon de jibia. El popular fideo grueso japonés, aquí hecho de este calamar gigante en un dashi perfecto con sabor a mar algo dulce. También un tuétano al konro, capa dulce, cebollita y ostras. Unos espárragos con chimichurri y espuma de holandesa magnánimos, aleta de róbalo perfecta y más sorpresas que hacen viajar. Me gustaría no arruinar el asombro, pero su desayuno para terminar, vale la pena todo, una tostada francesa con huevo arriba, tocino y caramelo como postre. El punto alto para concluir su comida.

Cercano está Naoki de Marcos Baeza, un perfecto japonés de producto chileno haciendo una fusión tan rica como soberbia. Son los usuzukuris más ricos de la ciudad, el de ostiones (callos de hacha) es sublime, como también sus shots de erizos o de piure, un golpe marino impactante. Nigiris de panza de salmón con grasa de foie gras o el de erizo con foie también los dejará con su sello en la memoria. Tiene experiencia, es prolijo, adora el buen producto y lo trabaja excelente. Un “tiene que ir” para gozar de esa materia prima con respeto nipón. 

Restaurantes Santiago

Nueva Costanera, la calle de Boragó y La Calma, bulle en novedades. Hace poco abrió Tercer Piso, arriba de la tienda La Vinoteca con menús de seis tiempos maridados con dos vinos cada uno. En la planta baja, atravesando la venta de botellas, inauguraron un PanBar, que todavía se está definiendo en platos de guisos sobre rodaja de pan que ahí mismo preparan. Lo bueno es que puede coger su botella de la tienda respetando su precio de estante. También su muy buena charcutería y variedad de quesos.

Si quiere saber del vino chileno en horario diurno, Vinolia es lo suyo. Un nuevo lugar que ofrece cuatro aventuras para conocer el vino, disfrutándolo en una suerte de tour virtual con enólogos y bellas imágenes. Además  de un emporio y wine bar para seguir brindando.

Si tuviera que poner un emoticón a este momento gastronómico de Santiago, elegiría la carita que guiña el ojo, un coqueteo con el cliente y el producto, ahora trabajado con cariño, queriendo exaltarlo. Para los de afuera, también vendría la otra que sonríe con manos incluidas, contenta de recibir, amable, sacando del horno una cocina fresca, actual e identificada; que va en crecida y, sobre todo, que está muy rica.

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