En 1965 Gabriel García Márquez tomó la carretera que llevaba de la Ciudad de México a Acapulco y en el camino se le ocurrió la historia de la que quizá sea su novela más famosa, Cien años de soledad. En ese entonces la carretera no era la moderna autopista que conocemos ahora (llegar hasta la playa tomaba al menos siete horas desde la capital del país) y García Márquez tampoco era el escritor ganador del premio Nobel en el que se convertiría años más tarde (apenas había publicado sus primeras novelas y un puñado de cuentos, además de su trabajo periodístico).
Viajaba a costas guerrerenses para pasar el fin de semana con su familia y distraerse de una idea que lo estaba atormentando. Llevaba tiempo inquieto por crear algo diferente “no sólo de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído” y no podía sacárselo de la cabeza. Fue mientras estaba al volante que la historia que después se convertiría en Cien años de soledad lo tomó por sorpresa, cautivándolo con tal intensidad que casi pierde de vista a una vaca que cruzaba por el camino y apenas pudo esquivar a tiempo.
De regreso al Distrito Federal
A pesar del incidente y el largo camino, García Márquez llegó sano y salvo a Acapulco. Sin embargo, tiempo después contó en La novela detrás de la novela, un texto que escribió en 2002 recordando el proceso de creación de su obra maestra, que no pudo descansar ni disfrutar de la playa en ese fin de semana del 65. El escritor estaba impaciente por regresar a su casa en la colonia San Ángel, del entonces Distrito Federal, y vaciar sobre el papel esa idea que le había llegado, providencial, a media carretera.
“No tuve un minuto de sosiego en la playa. El martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una frase inicial que no podía soportar dentro de mí: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, escribió “el Gabo” en sus memorias sobre aquel viaje.
Carencias de familia
En realidad, Macondo no era algo nuevo en la obra de Gabriel García Márquez. Inspirado en su pueblo natal Aracataca, en Colombia, está presente desde su primera novela, La hojarasca, y es el escenario de varios de los cuentos que se reúnen en Los funerales de la Mamá Grande. Si bien el universo de Cien años de soledad empezó a gestarse desde mucho antes, lo que se le reveló a García Márquez de camino a Acapulco fue un argumento contado de forma lineal, de la misma manera en que su abuela le contaba las historias, con toda la inocencia de lo extraordinario.
La obsesión con esa idea fue tal que durante los siguientes dieciocho meses no se despegó de la máquina de escribir ni un sólo día, hasta ver la novela terminada en 1966. En todo ese tiempo fue su esposa Mercedes quien se las arregló para mantener el hogar a flote, a pesar de no tener ningún ingreso. Las carencias de la familia se resumen en la famosa anécdota sobre el envío del manuscrito terminado a la Editorial Sudamericana, en Buenos Aires.
El resto es historia
El matrimonio no tenía suficiente dinero para mandar el texto completo y lo único que pudieron hacer fue dividir el paquete en dos y enviar una parte, como una previa hasta reunir la suma necesaria para completarlo. Sin embargo, al regresar a casa se dieron cuenta que habían usado su dinero para enviar el último fragmento de la novela. A pesar del error, el editor Francisco Porrúa quedó cautivado por el adelanto incompleto de la novela y no dudó en publicarla.
La primera edición llegó a los anaqueles en mayo de 1967, pasando a convertirse en una de las obras más importantes del realismo mágico y el boom latinoamericano. La concepción de Cien años de soledad, rumbo a Acapulco, fue igual de fantástica que la historia de los Buendía, pero un día común y corriente en la vida de Gabriel García Márquez.