La vida en Oaxaca es eso que pasa entre dos platos de mole: el que se sirve el día que alguien nace, para celebrar su bautizo, y el que años después prepararán para recordarlo, durante el duelo. Es un ciclo fundado en las más profundas tradiciones oaxaqueñas, que distinguen el mole de cualquier otra receta, reservándolo para lo que consideran los sucesos más trascendentales de la vida: quince años, graduaciones, bodas y, desde luego, nacimientos y muertes.
Hay una receta para cada ocasión. Diferentes sabores que se van asociando, mezclando y confundiendo con sentimientos específicos que, de cierta manera, también van forjando los matices del carácter oaxaqueño.
“El mole de cuando alguien fallece sabe diferente, especial. Es otra cosa”, dice el chef Jorge León, del restaurante Alfonsina. Nacido y criado en Oaxaca, sus recuerdos también son los de cada plato de mole, que a él no le parece amargo o picante, sino que “en una boda puede saber a la algarabía de la ocasión y en el luto a algo más nostálgico”.
Para los oaxaqueños, el mole no es un platillo cualquiera. Es un asunto que incluso va más allá del mero sabor. “Es una vivencia –me explica Alejandro Ruiz, chef del restaurante Casa Oaxaca–. Donde se combinan tradición, familia y naturaleza”.
Tanto Alejandro como Jorge, oaxaqueños de toda la vida, recuerdan las pequeñas tropas de cocineras que, tan pronto como sucedía algo en sus pueblos, se encerraban en una celosa cofradía para preparar un mole que estuviera a la altura de la ocasión. La tarea no sólo consistía en alimentar a decenas o en ocasiones a cientos de personas, a veces con recursos limitados y en poco tiempo, sino en la labor aún más importante de mantener viva una tradición. Porque, a pesar de su importancia y la dificultad de su preparación, estas recetas no suelen quedar escritas.
“Para hacer un buen mole –me dice Alejandro–, lo más importante es tener una buena referencia, conocer bien el proceso”. Quien sabe prepararlo probablemente es porque antes aprendió de las cocineras en sus casas, las abuelas y madres que legaron el conocimiento con la práctica. Un poco también por necesidad. Después de todo, hablamos de un platillo que requiere varias (muchas) manos para prepararse.
Para Jorge León “es un trabajo necesariamente comunitario. En las celebraciones, la gente aporta con lo que puede, que muchas veces es ayuda humana”.
“A final de cuentas es un guiso que a veces lleva más de una semana hacer –me explica Luis Arellano, chef del restaurante Criollo–. No es una receta express, es más bien un ritual que toma su tiempo y eso es lo que lo hace especial.”
Es, sin duda, algo especial para los oaxaqueños. De ahí que también lo hayan perfeccionado en sus mejores y más memorables versiones. Esto lo escribo sin ánimo de herir susceptibilidades en otras partes. Específicamente en la vecina Puebla, donde lo reclaman como propio (puede que con razón histórica) y, sin duda, también lo cocinan con sazón de sobra. Pero, como me explica la chef Olga Cabrera, del restaurante Tierra del Sol, “a diferencia de otros estados, el mole en Oaxaca va más allá de ser sólo comida. Es un símbolo cultural, incluso histórico”.
Breve historia del mole
Tal vez una de las cosas más sorprendentes sobre el mole y su arraigo en Oaxaca es que, en efecto, ni siquiera se trata de un platillo oaxaqueño. Al menos no en su origen. De hecho, los historiadores han tenido complicaciones precisando la raíz de esta receta. Hay desacuerdos temporales y descubrimientos recientes que nos sitúan ante un auténtico acertijo.
Algunas fuentes lo rastrean hasta la ciudad de Puebla y les atribuyen el invento a las monjas del convento de Santa Rosa, quienes supuestamente idearon la compleja receta apenas en el siglo XVII, para complacencia del entonces virrey Tomás Antonio de Serna en una de sus visitas a la ciudad.
Sin embargo, el primer registro histórico conocido del mole en realidad podemos rastrearlo hasta el siglo XVI, en la Historia general de las cosas de la Nueva España. Ahí, fray Bernardino de Sahagún se refiere a los mullis, unas salsas caldosa que las culturas prehispánicas preparaban mezclando una gran variedad de chiles y semillas con carne de guajolote, para ofrecerlas a dioses o gobernantes en ceremonias importantes.
Aunque hay conflictos para definir un consenso sobre el origen temporal y espacial del mole, claramente no los hay cuando se trata de establecer su propósito histórico. Durante la Colonia, e incluso en tiempos prehispánicos, se trató de un guiso ceremonial, de importancia y prestigio considerables, la mayoría de las veces también ligado a cuestiones religiosas.
“Yo lo entiendo como una de las muchas formas de la conquista: las monjas lo hacían para celebrar los domingos de misa y así lograban atraer a la población local –me explica el chef Alejandro Ruiz, de Casa Oaxaca–. De hecho, es una tradición que perdura en los pueblos de Oaxaca. Se sirve en domingos de misa, en mayordomías, en fiestas patronales.”
Finalmente, Oaxaca fue una de las intendencias con más presencia de población indígena durante la conquista –la tercera mayor en este rubro, sólo por detrás de Ciudad de México y Puebla–, por lo que también era una de las regiones donde mayor trabajo de conversión católica había que hacer.
Si una forma prematura del mole ya se preparaba desde tiempos prehispánicos, la cocina conventual fue fundamental para su desarrollo. No sólo para una popularización masiva, sino para su perfeccionamiento. Conscientes de las facultades evangelizadoras del antojo, conforme las monjas iban mejorando las recetas, también atraían a más fieles.
Esta misión culinaria además pudo disponer de una renovada alacena en la Nueva España. Tomó algunos de los novedosos ingredientes que llegaban a los puertos desde Europa, como la pimienta negra, el anís, la canela o la carne de pollo, res y cerdo, y así el mole pasó de ser la salsa que fray Bernardino de Sahagún había descrito con cierta simpleza a algo más parecido al complejo platillo con el que estamos familiarizados.
“El mole, como lo conocemos hoy, ha sido el resultado de un proceso multicultural muy extenso, que sí empezó con los mullis prehispánicos, pero ha ido tomado un poco de varios encuentros –precisa Alejandro–, la proteína de los españoles o incluso semillas, especias y otros ingredientes que llegaban desde Asia con los primeros viajes de la Nao.”
No es ninguna coincidencia que, cuando probó por primera vez un curry, después de años de haber comido mole en fiestas en Oaxaca, el sabor le haya resultado tan familiar. “Yo, cuando lo probé, dije: ‘Esto es un amarillo, un almendrado’”.
“A México sólo nos llega una variedad de ajonjolí, de pasas, de almendra. De chiles ni se diga, los ingredientes elementales para hacer un mole, que en otros lados podrían servir para, por ejemplo, hacer curry –coincide Jorge, de Alfonsina–. El mole tiene ingredientes de todas partes del mundo, pero se mexicanizó.”
Éstas son todas las contradicciones de un platillo que bien pudo haberse inventado en el México prehispánico, perfeccionarse por unas monjas españolas y tener su propia versión en Jaipur o Bangkok. Pero que, casualmente, en ningún otro lugar ha encontrado tanto arraigo como en Oaxaca. “Aquí sí tenemos bien arraigado el mole –dice Jorge León–. No puede faltar. Está presente en todos los actos de la vida de un oaxaqueño”.
Radiografía del mole oaxaqueño
En Oaxaca, todo lo que se arrastra, camina o vuela tiene el riesgo de caer en una cazuela. También todo lo que cuelgue de los árboles o lo que crezca a escasos centímetros por encima del suelo. Cualquier semilla, hierba, flor aromática o especia tiene una utilidad culinaria. Todo lo necesario para hacer mole se encuentra aquí y, si no, se intercambia con una ingeniosa modificación a la receta.
“El mole es un platillo nacional, pero en Oaxaca tiene muchísimas variedades que explican su arraigo –según el chef Rodolfo Castellanos, del restaurante Origen–. Varía dependiendo de la región, donde se ha diferenciado por la disponibilidad de ingredientes, y al final tenemos más moles que en ningún otro lugar.”
Rodolfo no exagera. En Oaxaca puede que haya tantos tipos de moles como cocineras y cocineros. “Todos los moles son diferentes. Cada región, cada familia va a hacer una preparación diferente –coincide Luis Arellano, de Criollo–. Es una misma base, pero cambian los ingredientes o a veces la técnica”.
La diversidad del mole oaxaqueño es tan abrumadora que puede variar dentro de una misma región, entre dos pueblos separados por pocos kilómetros o incluso de pared a pared. “Una vecina puede ponerle laurel o tomillo, hay otra que le va a agregar galletas de animalitos o tortilla quemada para espesarlo, entonces ya son dos moles diferentes”, señala Jorge León.
Por ejemplo, para hacer mole amarillo en los Valles Centrales usan los chiles regionales, hoja santa, cilantro y cerdo. Y aunque en la costa no hay acceso a los mismos ingredientes, también tienen su propia versión del amarillo, con chile costeño o, en lugar de cilantro, pitiona. Para la proteína agregan iguana, cangrejo o pescado ahumado. En la sierra usan poleo para el aromático y así una misma técnica prevalece en todo el estado, pero con la variedad de productos disponibles se va creando un universo de moles muy diferentes entre ellos.
“La diversidad está marcada muy claramente por la disponibilidad de ingredientes –apunta el chef Alejandro–. Mientras que algunas recetas usan cinco o seis ingredientes y sólo un tipo de chile, en los Valles Centrales podemos encontrarnos con moles de más de 25 ingredientes.”
No hablaríamos de diversidad si no fuera por la abundancia de ingredientes que hay en estas tierras. Entre variedades regionales, especies endémicas y su influencia multicultural, la cocina oaxaqueña es un laboratorio natural de sabores.
“La gran biodiversidad que hay en el estado es lo que nos permite no nada más tener un mole, sino muchos –asegura Olga Cabrera, chef del restaurante Tierra del Sol–. Somos, por ejemplo, el centro de origen de muchos chiles, que es el principal ingrediente del mole.”
De hecho, la Secretaría de Agricultura estima que México cuenta con un inventario de 64 tipos de chiles criollos, de los cuales 25 se dan exclusivamente en Oaxaca. Y sólo es una muestra de la abundancia que recorre sus diferentes regiones. Según la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, es el estado más biodiverso de México, con cerca de 12,500 especies de flora y fauna, varias de las cuales son endémicas y, desde luego, se han aprovechado para crear un universo gastronómico heterogéneo, con el mole como gran protagonista.
Criollo
Sin embargo, a pesar de la abrumadora diversidad –o quizá por eso mismo–, los folletos y libros de texto oficiales en el estado se han obstinado en reducir los moles oaxaqueños a una selección mínima. En contra de la evidencia incuestionable, se ideó el concepto de “los siete moles oaxaqueños”. Negro, amarillo, coloradito, verde, rojo, chichilo y manchamanteles, variedades ciertamente representativas, pero que no alcanzan a suplir, ni de cerca, la pluralidad que en realidad existe.
“Lo de los siete moles se hizo más como una iniciativa del gremio restaurantero y para la promoción turística de las regiones en las que se dividía Oaxaca en ese entonces”, me explica Olga. “Se supone que te daban un tipo de mole de cada una de las regiones, pero a la mera hora eran todos de los Valles Centrales”, agrega el chef Alejando Ruiz.
La reducción autoimpuesta, que fuera de Oaxaca y entre turistas suele asumirse como cierta, en realidad deja sin representación a regiones como La Mixteca, que tiene su mole blanco, o la costa, donde se cocina mole de iguana, ni hablar del estofado del Istmo o el de chicatanas de la Sierra Sur.
“El mole es algo que cambia de casa en casa, por eso también hay tantas variedades –apunta el chef Rodolfo Castellanos–. Si vamos a hablar de los siete moles, más bien deberíamos hablar de los siete mil que en realidad tenemos en Oaxaca.”
¿Qué hace un buen mole?
Tan diverso como cada región oaxaqueña, tan versátil como el ingrediente lo permita. Parecería que los límites son escasos, incluso que hablamos de un platillo hasta cierto punto improvisado. Porque, si nadie procura dejar nada por escrito y cada quien le agrega lo que más le convenga, desde una semilla regional hasta galletas de animalitos, entonces, ¿qué hace que un mole sea un mole?
Sobre esto parece haber un consenso entre los que saben. Cuando les pregunto a los chefs, casi todos responden de manera similar. “Definitivamente no pueden faltar los chiles, son el ingrediente principal de cada mole”, me aseguró Alejandro Ruiz. “Todo se centra en el uso de los chiles, específicamente los chiles secos. Ésa es la base”, me dijo Rodolfo, de Origen. “Si algo tiene que llevar, es por lo menos alguna variedad de chile”, coincide Olga, de Tierra del Sol.
Entonces, qué diferencia habría con cualquier salsa de molcajete. La realidad es que dista mucho de algo tan simple. El chef Luis Arellano insiste en que “la constante del mole oaxaqueño es que siempre busca los mejores ingredientes posibles”. Lo que sea de temporada, lo más fresco. Después de todo, será el plato central de alguna celebración para la que no se escatima en sabor.
Todos esos ingredientes acabarán juntos, revueltos en el molino, pero antes habrá que darles un cuidadoso trato individual. Para Rodolfo, “hay un proceso por cada ingrediente y hay que respetarlo. Si lleva cacahuate, hay que pelarlos y tostarlos, lo mismo con las almendras. El chile se seca aparte. No se trata de poner todo al chilazo”.
“Puede verse fácil desde afuera, pero tiene su técnica –comenta Olga, no sin cierta modestia–. Hay que cuidar cómo limpiamos los chiles, cómo los tostamos sin quemarlos, hasta que se pongan crocantes, hasta que te truenen en las manos.”
En realidad, hablamos de uno de los platillos más complejos de la gastronomía mexicana, tanto por sus minuciosas técnicas de elaboración como por el tiempo que hay que dedicarle y, sobre todo, por la cantidad de ingredientes que puede incluir, a veces tantos como 35 y otras tan pocos como un solo chile, unas semillas aromáticas y masa para espesar. Todos los ingredientes, sean muchos o pocos, tienen un propósito y la dificultad está en saber mezclarlos.
Para Rodolfo, “lo que hace compleja la receta es la capacidad de armonizar todos los ingredientes. Ahí está la clave. Nada debe sobresalir por encima de otra cosa, no debe picar demasiado o saber mucho a canela. No se trata nada más de aventar los ingredientes disponibles”.
Es un platillo que a veces lleva plátano, chile, canela, pimienta y anís. Todo junto en el mismo bocado, pero en el que ninguno de los sabores predomina, sino que se conjuntan para crear algo nuevo. “Cuando te queda bueno el mole, es cuando no está muy picante o amargo. No es muy salado ni dulce. Tienes que lograr un equilibrio perfecto”, afirma el chef Alejandro.
De las cocineras tradicionales a los nuevos moles
En los pasillos de la gastronomía mexicana, a Jorge León lo conocen como “El Moles”. El apodo surgió durante sus primeros años de trabajo en Ciudad de México, mucho antes de abrir Alfonsina, cuando dejó Oaxaca para trabajar en Pujol. Ahí se encargaba de cocinar el mole, que pronto se volvió una de las insignias del lugar y el sobrenombre se le fue quedando de manera natural.
Alfonsina
La historia se repite constantemente de unos años para acá. Hay una nueva generación de cocineros y cocineras que ha popularizado la gastronomía oaxaqueña de puertas para fuera, no sólo en el resto de México, sino con un alcance global; comensales que viajan desde rincones en todo el mundo hasta Oaxaca para probar la cocina tradicional; restaurantes que exportan las recetas a otras latitudes.
Pero, con la renovada popularidad, también se han tenido que renovar las tradiciones. Lo que antes se molía en metate y tostaba en braseros, ahora se prepara en modernas cocinas industriales. De las celebraciones de pueblo ha pasado a servirse en restaurantes con estrellas Michelin. Y, desde luego, algunas recetas también han evolucionado.
“Nosotros en el restaurante, por más que queramos hacer un mole como el del pueblo, nunca lo vamos a hacer igual”, me confiesa el chef Luis Arellano. En su restaurante Criollo ha optado por hacer una receta sin manteca de cerdo ni proteína animal, usando en su lugar un fondo de verduras. “Yo he hecho un mole propio. Pero hay que conocer un contexto para poder romper con las reglas”.
La nueva cocina oaxaqueña no duda en experimentar, aunque tampoco abandona el legado de quienes siempre han preparado estas recetas: las cocineras tradicionales. “La cocina siempre fue un espacio específico de las mujeres –me cuenta la chef Olga Cabrera–, pero esta nueva generación, que ahora está trayendo más reconocimiento a la cocina oaxaqueña, aprendió de la manera tradicional, de la mano de sus abuelas y madres”.
La misma Olga me cuenta cómo aprendió a hacer mole en las fiestas de La Mixteca, con sus abuelas y los grupos de mujeres que cocinaban en el comal por largas horas. Luis también aprendió de su madre, Elvia, quien de hecho ahora hace el mole en Alfonsina. Lo mismo pasa en Origen, donde el mole está a cargo de la mamá del chef Rodolfo, o en Casa Oaxaca, donde se basan en la técnica de la cocinera zapoteca Abigail Mendoza, con quien el chef Alejandro aprendió.
Luis Arellano está convencido de que “como cocinero oaxaqueño, forzosamente tienes que saber hacer mole”. Es algo básico, una tarjeta de presentación, para después empezar a experimentar con esas raíces.
Casa Oaxaca
“Procuro divertirme en la cocina –acepta el chef Alejandro Ruiz–. La tradición hay que respetarla y hacerla tal cual, pero, si la gastronomía oaxaqueña ha tenido ese boom, es también porque algunos de nosotros nos hemos atrevido a hacer una transición hacia nuevas versiones.”
A la revolución de la cocina oaxaqueña moderna no le han faltado críticos que argumentan la apropiación de tradiciones o la deformación de recetas milenarias. Y es que la visión de esta nueva generación de cocineros está claramente puesta hacia adelante. “Como cocinera, me responsabilizo de hacer propuestas gastronómicas para el futuro de Oaxaca”, comenta Olga. Hay más interés en la calidad del producto y el ingrediente, en la innovación, que en cualquier otra cosa.
Rodolfo está convencido de que “antes que sentir una responsabilidad por la tradición, tengo un compromiso con un buen resultado. Al final, si queda bueno y le gusta a quien lo prueba, es la mejor representación de mi cocina y de Oaxaca”.
Después de todo, nada está escrito en lo que se refiere a los moles. Como me dice el chef Luis Arellano: “No hay una manera correcta de hacer mole. Cada uno lo hace de la forma que aprendió, pero sobre todo pensando en con quién lo va a compartir”.