En este caso ni siquiera voy a pretender ser objetivo. Desde hace muchos años tengo una historia de amor con Cartagena. Como todos los grandes romances, empezó con un deseo intenso: cada vez que la visitaba me quería quedar a vivir ahí para siempre. Con los años, lo nuestro se hizo más sosegado. Nos encontramos cada tanto, ya con menos euforia, pero con mucho cariño. De hecho, una de las razones por las que siempre regreso a Cartagena es su asombrosa capacidad de transformación. Es como si cada vez se convirtiera en un lugar diferente. Ahí siguen sus murallas, sus casonas coloniales y sus plazas, intactas desde hace varios siglos. He pasado ahí algunos de los mejores momentos de mi vida y, a pesar de eso, es un lugar que nunca se agota.
Por alguna razón, siempre he preferido llegar de noche. Quizá por su innegable encanto nocturno, pero creo que en realidad es porque apela a un recuerdo que conservo desde mi niñez. La primera vez que visité Cartagena fue con mis padres, en el primer vuelo del que tengo memoria. Todavía puedo sentir el momento en que aterrizamos en el aeropuerto Rafael Núñez y la sensación al salir del avión. Eran las seis o siete de la tarde, justo después del atardecer, y una brisa furiosa me golpeó en la cara. Hay algo único en la brisa cartagenera, a la vez intensa y refrescante, que no he sentido en otras ciudades costeras.
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Cartagena de Indias está ubicada en el departamento de Bolívar, a orillas del mar Caribe. Es una de las ciudades más antiguas de Colombia y desde la Colonia fue un gran puerto comercial. Por eso su casco histórico —Patrimonio de la Humanidad— está rodeado por una muralla que funcionaba como defensa contra los ataques de los piratas. Gran parte del Centro Histórico se ha mantenido en pie, lo que lo hace uno de los más bellos de la región caribeña, junto con los de La Habana y Mérida.
El Centro Histórico está a pocos minutos del aeropuerto; lo más aconsejable es tomar la carretera costera, para encontrarse desde el primer momento con la espectacular bahía. Una vez en el centro, las opciones de hospedaje son variadísimas. En Cartagena están algunos de los mejores hoteles de Latinoamérica. Entre mis favoritos se encuentran Anandá, La Casona del Colegio, Casa Don Sancho, Casa San Agustín, Bastión, La Passion, Santa Teresa y Santa Clara. Este último fue un convento de clausura en el que ocurre parte de la novela El amor y otros demonios, de Gabriel García Márquez. Algunos de estos hoteles pueden haber cerrado sus puertas temporalmente por la pandemia, pero vale la pena conocerlos una vez que regresen. Las tarifas son altas, claro. Las opciones para comer también son excelentes.
En los últimos 10 años, la escena gastronómica cartagenera se ha refinado con restaurantes de primer nivel. Lobo de Mar, Carmen, La Vitrola, Club de Pesca, Harry Sasson —en el Santa Teresa—, Mistura, Don Juan y Marea, por nombrar sólo algunos, son imperdibles.
Sin duda una de las mejores actividades es caminar por las calles laberínticas de la ciudad. Es ahí donde empiezan a aparecer los detalles desconocidos. Me encanta dejarme llevar y caminar sin un rumbo definido, cuando el calor lo permite. A pesar de haber estado ahí cientos de veces, en cada una de las caminatas me encuentro con una casa, un balcón o una plaza que no había visto nunca. Me pasa algo similar que al escritor Manuel Vilas. El español escribe esto en su novela Alegría: “Me hice adicto a Cartagena de Indias, donde el sol, la brisa del mar Caribe, la humedad ferviente, los árboles, la vegetación en estado de gracia… llegan a tu cuerpo como un huracán de voluptuosidad y de afirmación a la vida”.
Disfruto regresar, una y otra vez, a los lugares emblemáticos de la ciudad amurallada: el Teatro Heredia, la casa del marqués de Valdehoyos, el baluarte de Santo Domingo, la Plaza de La Proclamación, la catedral Santa Catalina de Alejandría, el Parque Bolívar, el Palacio de la Inquisición (donde está el Museo Histórico), la iglesia de Santo Domingo, el patio del Centro de Cooperación Española, la Plaza Fernández de Madrid, la iglesia de San Pedro Claver, el Museo Naval del Caribe, la plaza de la Torre del Reloj, el Parque Centenario y el antiguo edificio de La Gobernación, entre muchos otros.
La experiencia de Cartagena no estaría completa sin salir del Centro Histórico. Desde hace unos años, la ciudad se ha expandido y tiene otros barrios que vale la pena visitar. Getsemaní, apenas a unos cinco minutos a pie, es el mejor ejemplo. Ahí se han instalado algunos nuevos restaurantes, hoteles y bares con precios menos altos. Getsemaní, además, es el centro de la vida nocturna: en sus calles terminan todas las fiestas y el baile se puede prolongar hasta bien entrada la madrugada. También vale la pena visitar Bocagrande y El Laguito, a un par de kilómetros del centro, donde se encuentra lo mejor del comercio y están los edificios más nuevos de la ciudad, más al estilo de La Florida. Y, finalmente, hay que reservar un día para tomar una lancha y visitar las islas del Rosario y Barú.
Cartagena también se ha transformado, en la última década, en uno de los destinos culturales más relevantes de Colombia. Entre enero y marzo se llevan a cabo tres eventos magnícos: el Festival Internacional de Música Clásica (enero), el Hay Festival (febrero) y el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (marzo). Estos tres festivales reúnen todos los años a los mejores representantes de la cultura mundial. No es extraño ver en las calles de Cartagena, durante el primer trimestre, a premios Nobel de literatura y economía, como positores o directores ganadores de premios Oscar. Para mí ha sido un placer escuchar las conversaciones de Salman Rushdie, Chimamanda Ngozi Adichie, Margaret Atwood, Jonathan Franzen, Julian Barnes o Doris Salcedo, entre algunos de los más grandes creadores de nuestro tiempo, en el majestuoso escenario del Teatro Heredia.
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Si sólo me pudiera quedar con una imagen, se ría ésta: atardece después de un día de calor intenso, el sol se acuesta en el mar Caribe, los reflejos naranjas contrastan con los tonos de azul del agua. Estoy en la terraza de una casa colonial, hay una alberca, a lo lejos veo la cúpula de la catedral y las murallas de piedra. Estoy tomando un ron oscuro con hielo. Escucho un estruendo: es la brisa de la tarde que empieza a resoplar, salada y un poco arenosa. La misma que sentí golpear mi cara de niño, la primera vez que llegué a Cartagena.
Felipe Restrepo Pombo @frestrepop
Escritor, editor y periodista
Felipe Restrepo Pombo es periodista, editor y autor de varios libros, entre ellos Formas de evasión (2016) y Perfiles anfibios (2020). Fue incluido en la lista Bogotá39 como uno de los mejores narradores jóvenes de Latinoamérica de la última década. Fue director editorial de la revista Gatopardo y es columnista en El País y The Washington Post.
Maureen M. Evans @maureenme
Fotógrafa
Maureen es una fotógrafa mexicana especializada en estilo de vida, interiores, retratos y gastronomía. Vive entre la Ciudad de México y Londres, pero constantemente está viajando por el mundo. Ha colaborado en revistas como Condé Nast Traveler, AD, Vogue, Milk Magazine, Gatopardo y Ambrosia. También ha trabajado con importantes restaurantes y diseñadores.