Mientras mi avión comienza a descender en el aeropuerto de Beirut, la ciudad parece estar lo suficientemente cerca como para tocarla. Una mezcla de modernos rascacielos, casitas destartaladas, altos minaretes y estilizadas torres de iglesias, flanqueada, por un lado, por las aguas azules del Mediterráneo y, por el otro, el verde de las montañas. De pronto estamos justo arriba de la Corniche, el famoso malecón de Beirut, y mi vecino de asiento, uno de los muchos inmigrantes libaneses del mundo, que vive en Venezuela, se inclina sobre mí para robarse un vistazo lleno de emoción del país que no ha visto en diez años. Ésta es una gran ciudad de contradicciones, pero ahora mismo Beirut está más viva que nunca y de regreso en el mapa internacional.
En el centro de la zona más conflictiva del Medio Oriente, llena de refugiados y sin presidente del 2014 al 2016, Líbano podría ser un desastre. Pero durante todo mi viaje me sentí más seguro que en mi casa en París. El aeropuerto está casi en el centro de la ciudad, y después de un frenético trayecto en el tráfico de diez minutos, me sumergí por completo en esta vibrante metrópoli de museos de arte moderno, diseñadores propositivos y galerías avant-garde, bares hipsters, modernos restaurantes, hoteles de superlujo y elegantes lodges boutique.
La primera noche tenía una cita para cenar en Liza, el restaurante de moda de Liza Soughayar, que básicamente es la reina de la cocina libanesa en París. En uno de los salones privados, rodeado de dramáticas piezas de un joven artista libanés que mostraban los edificios bombardeados de Beirut, Liza me explica cómo a pesar de su éxito en París no ha podido resistir ser parte del renacimiento de su ciudad natal. “No ha sido fácil abrir Liza en Beirut —recuerda—, pero hay una intensidad increíble al crear y tener éxito aquí, porque la vida es tan dura que la gente simplemente tiene que hacer que las cosas sucedan todo el tiempo”. Como todos los beirutíes que uno conoce aquí, Liza tiene un optimismo y un entusiasmo increíble por su ciudad, y no tarda en ponerse a hacer planes para enseñarme todo lo que hay que ver en la ciudad. Durante el día me promete un tour cultural, porque si Beirut está de nuevo en las noticias se debe a la apertura de una serie de museos y fundaciones de arte espectaculares. Pero hoy vamos a salir de noche, para vivir la famosa vida nocturna que empieza con cocteles al atardecer y suele terminar al amanecer.
Después de probar las especialidades libanesas de Liza —el mejor hummus que he probado jamás, un tradicional keppe crudo y un robalo con tahine— seguimos a Badaro, el que alguna vez fue un tranquilo barrio residencial y hoy es el espacio de moda. El arbolado boulevar principal está lleno de delis, bares de sushi y tiendas de diseño, y hay una multitud sentada en Kissproof, cuya terraza se extiende en la banqueta. Por un momento pareciera más Berlín o Barcelona que Beirut, incluidos los personajes de barba que preparan mojitos detrás de la barra. Después hay que seguir al bohemio Mar Mikhael, la meca de la vida nocturna. Hace algunos años, en Mar Mikhael, sobre la calle Armenia, no había más que viejas refaccionarias en edificios que se caían de viejos. Hoy, cada local se ha convertido en un bar, un bistró o un club, extendiéndose por todo un laberinto de callecitas aledañas. Durante la noche, las calles se transforman en un interminable atasco de coches que tocan el claxon desesperados, intentando que alguno de los valet parking los atienda. Es el trabajo que hacen los refugiados sirios recién llegados.
Retro Internazionale parece un café milanés de los años sesenta, pero la lista de vinos incluye buenísimos merlot y cabernet sauvignon provenientes de los prósperos viñedos libaneses, y no importados de Chianti. En Central, el mixólogo, con el pelo recogido en una coleta, nos explica que aprendió el arte de la coctelería en un bar de moda de Londres, mientras una banda de blues empieza a tocar su set en Under Construction, cuya fachada, mitad remodelada, mitad en ruinas, podría ser una metáfora de toda la ciudad. En el amigable Locale descubrí que Beirut tiene incluso su propia fábrica de cerveza artesanal, Colonel Beer, cuyas ales artesanales incluyen una Black Irish Stout y una maltosa IPA. Pero mi lugar favorito es Anise, que podría haber salido de una película de James Bond, pero aquí un elegante mesero ataviado de blanco me ofrece un vodka helado infusionado con zaatar y sumac, en lugar de un clásico martini. Resulta que el dueño, Hisham Al Housien, creó el concepto del bar en torno a 30 letales absentas que ha traído de distintos rincones del planeta y a la selección artesanal única de araks que algunos productores locales elaboran únicamente para él. Eso sí, hay que tener cuidado si a uno le ofrecen probar algunos, porque no hay manera de garantizar cómo acabará la noche.
Al día siguiente, la primera parada es Sursock, un exclusivo gueto de millonarios cuyas villas del 1900 y exóticos jardines parecen como atrapados en el tiempo. El Sursock Museum fue remodelado hace poco —algo que costó 15 millones de dólares y siete años— bajo la supervisión del arquitecto francés Jean-Michel Wilmotte. Construido en 1912, con una extravagante mezcla de estilos venecianos y otomanos, el pastel de bodas del exterior, con todo y sus balaustradas, ha quedado intacto, mientras que en el interior, Wilmotte ha creado una serie de espaciosos salones para desplegar la impresionante colección de arte contemporáneo libanés del museo, además de las provocadoras exposiciones temporales. A un costado del museo se encuentra la Mansión Sursock, que es aun más grandiosa, cuyos opulentos interiores levantinos de ornamentados azulejos, mosaicos de oro y brillantes candelabros han sido perfectamente preservados. Además de que puede visitarse, éste es el venue más popular en la ciudad para celebrar bodas de la alta sociedad libanesa.
Una escalera empinada, en rue Saint Nicolas, conduce desde Sursock hasta la animada rue Gouraud, corazón de otro barrio artístico de la ciudad, Gemmayzeh. Hacemos una parada en Plan BEY, una galería de arte alternativo que ofrece impresiones a precios razonables, fotos y stickers de grafiti de artistas beirutíes, como Mazen Kerbaj y Cherine Yazbeck. Después, para un descanso con té de menta y deliciosos dulces pegajosos, está Ginette, una multi concept store tipo Colette que se extiende en tres pisos, con todo y cafetería, tiendas de moda y diseño y galería de arte. De vuelta en el coche para un frenético recorrido por el tráfico de la ciudad para llegar a la Aïshti Foundation. Ocurrencia del billonario libanés Tony Salamé, quien decidió crear un museo privado en su ciudad natal para mostrar su invaluable colección de arte contemporáneo, lo cual ha ayudado a meter de nuevo a Beirut en el mapa global del arte. Diseñado por el arquitecto británico de moda David Adjaye, el inmueble tiene cuatro pisos y exhibe apenas unas 170 piezas de artistas, como Lucio Fontana, Urs Fischer y Alice Channer, de las dos mil que se estima tiene la colección de Salamé. Pero Aïshti es un espacio diferente, pues Salamé hizo sus millones vendiendo marcas de moda de lujo, por lo que el edificio también es hogar de un mall bastante surreal de vidrio y metal, con boutiques de Gucci, Armani y Fendi junto a las muestras de la fundación de arte.
El día termina más relajado, en sofás de satín reclinados, bebiendo un lechoso arak en el mítico Al Falamanki Café, un espacio encantador que transporta a los hedonistas años cincuenta y sesenta. En la puerta de junto se encuentra la mansión pastel-amarillo-neo-otomano sede de Beit Beirut, un nuevo museo que abrirá próximamente. El edificio estaba justamente en la infame “línea verde” que dividía el Beirut cristiano del musulmán durante la guerra civil, por lo que los francotiradores lo utilizaban como bunker. El museo ha mantenido a propósito la fachada que parece caerse a pedazos con las huellas de las balas. El arquitecto, Youssef Haidar me cuenta que espera que esto ayude “a reemplazar la amnesia de las masas y enfrentar lo que pasó”. Pero Liza comparte la opinión de muchos jóvenes beirutíes: “Nosotros preferimos concentrarnos en ver al futuro”.
Pero hay otra cara muy diferente que Beirut le ofrece al viajero, por eso me aseguro de terminar mi viaje visitando el reconstruido centro de la ciudad, conocido simplemente como “downtown”, una zona muy querida por las revistas internacionales y las guías de viaje. Los aficionados a la moda y los viajeros ricos compran hasta cansarse en el moderno Souks de Beirut, que es en realidad un exclusivo mall con aire acondicionado repleto de marcas de alta costura, como Hermès y Chanel, y que han substituido a los típicos pasillos apretados en el tradicional bazar. En realidad, hay productos más originales en Saifi Village, también conocido como “Le Quartier des Arts”, donde se ubica mucho del talento de diseño local.
Reconstruida literalmente de los escombros, las casas de estilo colonial francés en las callecitas adoquinadas de Saifi son hogar de espacios como Bokja, la atelier/boutique donde el alegre Huda Baroudi crea mobiliario con piezas recicladas que se convirtieron en las estrellas de I Saloni en Milán. Ahí mismo está el showroom de moda de la diseñadora libanesa del momento, Milia Maroun, y el diseñador de accesorios en piel Johnny Farah. A la hora de la comida, todo mundo se encuentra en el ingeniosamente nombrado Meat the Fish, un restaurante-boutique con productos de mar y tierra, donde se puede elegir entre un salmón orgánico o un filete de res Angus que se encuentran expuestos en unos hermosos cajones de madera con hielo.
El Centro también es el sitio para poner en perspectiva la historia de cinco mil años de Beirut, una de las ciudades más antiguas del mundo, cuya herencia se extiende desde los fenicios, los romanos, los árabes, los otomanos y los franceses hasta tiempos más recientes y turbulentos, cuando el destino conocido como “el París del Medio Oriente” se convirtió en escombros después de décadas de invasiones y guerra civil. Quedan pocas señales de la destrucción cuando comienzo el tour de la gigantesca mezquita Azul, construida apenas en 2008. Alrededor de la mezquita hay una serie de monumentos mucho más antiguos que ilustran bien la particular armonía entre razas y religiones que de alguna manera Líbano logra balancear delicadamente. Junto está la solemne catedral maronita de San Jorge, mientras que detrás de un laberinto de ruinas de baños romanos hay otra iglesia, también dedicada a San Jorge, pero en este caso para cristianos ortodoxos. Hay incluso una antigua sinagoga en la calle de atrás, aunque por razones de seguridad no está abierta al público. Una caminata de diez minutos me saca al malecón de la Corniche, donde cada día al atardecer todas las caras de Beirut se encuentran. Con discretos velos, algunas jóvenes musulmanas corren junto al mar, los niños ricos en coches de lujo van a ver a quién se encuentran y las familias salen a tomar el fresco o a pasear al perro, mientras los patinetos van de un lado al otro del paseo. Todo el mundo compra habas secas, zanahorias y rebanadas de limones de los puestos callejeros; los más elegantes, por su parte, acuden a la playa del Sporting Club para disfrutar de un cierre de día perfecto desde el Bay Rock Café, que tiene vistas perfectas de la famosa Pigeon Rocks, mientras fuman narguile con la caída del sol.