Catorce años después de su apertura, la legendaria escuela de la Bauhaus cerró sus puertas en 1933. Su modernismo había despertado el recelo de los miembros del partido nazi, que catalogaban las obras de arte y diseño producidas bajo sus enseñanzas como degeneradas y anti-alemanas. Sin embargo y si el objetivo había sido cortar de tajo con la filosofía bauhasiana, el cierre de la institución tuvo exactamente el efecto contrario.
Expulsados de Alemania, sus profesores y alumnos emigraron: Mies van der Rohe y László Moholy-Nagy se restablecieron en Chicago, numerosos arquitectos germano-judíos se fueron a Tel Aviv (donde erigirían un distrito entero de edificios bauhasianos que fue reconocido como Patrimonio Mundial en 2003), y Walter Gropius y Marcel Breuer terminaron como profesores de la Graduate School of Design de Harvard.
Del mismo modo, el matrimonio compuesto por Josef y Anni Albers, recibió una invitación por parte de Theodore Drier para trasladarse a Carolina del Norte y convertirse en profesores de un centro educativo que había recientemente fundado junto con John Andrew Rice: Black Mountain College.
Anni y Josef se habían conocido en la Bauhaus en 1922, cuando ella era una alumna y él, profesor del taller de vidrio. Con el tiempo, Anni llegó a convertirse en directora del taller de tejido y, junto con Josef, formó una de las parejas más icónicas de la escuela (al lado de Wassily y Nina Kandinsky, o de Paul y Lily Klee). Ambos llegaron a los Estados Unidos en 1933 y, aparte de continuar con su labor docente, estar en ese país les ofrecía algo más: una cercanía sin precedentes a México.
De vitrinas de museos en Berlín a pirámides en México
Aunque no cruzarían la frontera sino hasta el invierno de 1935, el interés de Anni (principal impulsora de ese primer viaje) por América Latina venía de tiempo atrás. Las vitrinas del museo etnológico de su natal Berlín, con sus estatuillas incas, esculturas mexicas y piezas de orfebrería quimbaya, habían despertado la curiosidad de la artista por las culturas prehispánicas de América desde su juventud, y su nueva residencia les ofrecía la posibilidad de explorarlas.
La pareja no era muy entusiasta de los vuelos y se dice incluso que Josef nunca había manejado en su vida, pero decidió aprender exclusivamente para poder realizar esta travesía, y en junio de 1936, recorrió los aproximadamente tres mil kilómetros que separaban a Carolina del Norte de la Ciudad de México.
“Josef se ha convertido en un estupendo conductor, conduce como un mexicano, y hace tanto ruido con el claxon como uno” apuntaba Anni. El matrimonio solía aprovechar la flexibilidad que su trabajo como educadores ofrecía para pasar largas temporadas fuera, y aunque también visitarían Cuba, Chile y el Perú, México se convirtió en su destino predilecto.
Tras su primera visita, en la que visitaron la Ciudad de México, Oaxaca y Acapulco, los Albers regresarían una y otra vez al país: catorce veces para ser exactos.
Lejos de sus obligaciones académicas y pedagógicas, el matrimonio utilizaba su tiempo en México para enfocarse en sus experimentaciones estéticas y en gozar la vibrante escena artística cultural y artística que la Ciudad de México tenía en las décadas de los 30 y 40.
Su extenso círculo de amistades locales incluía a Clara Porset, a Carlos Mérida y a Diego Rivera (quien llegó a mostrarles su colección personal de piezas prehispánicas y los acompañó a Chapingo para enseñarles los murales que había pintado ahí). Josef llegó incluso a impartir clases en la UNAM en el año de 1949, y también produjo algunas litografías con el Taller de Gráfica Popular -donde mayoritariamente publicaban los artistas que también militaban en el Partido Comunista Mexicano.
Sus días comenzaban temprano y terminaban tarde, Josef podía pasar horas y días enteros pintando, y ambos dedicaban bastante tiempo a explorar aquello que los había cautivado desde el principio: las culturas prehispánicas.
La era de los descubrimientos
Para refugiarse del sol, del ruido, del caos de la ciudad, o de todas las anteriores, el matrimonio pasaba largas horas en el Museo Nacional de Antropología (en ese momento alojado dentro del Palacio Nacional), y Josef incluso consiguió un permiso especial para fotografiar piezas de la colección fuera de sus vitrinas, sobre telas y desde varios ángulos.
Más aún, y a bordo de su automóvil, no tardaron mucho en seguir los consejos de sus amigos y seguir las rutas que las incipientes guías de turistas recomendaban, para salir de la capital y dirigirse a Oaxaca, Yucatán y a sus respectivas zonas arqueológicas.
En las décadas de los treinta y los cuarenta, Teotihuacán, Uxmal o Chichen Itzá comenzaban a ganar popularidad como destinos turísticos e incluso aparecían ya en mapas y guías en inglés hechas exclusivamente para el público estadounidense.
Josef y Anni se convirtieron en visitantes asiduos de estas zonas arqueológicas, pero también de Mitla, de Teotihuacán y Monte Albán. La antigua ciudad zapoteca apenas había comenzado a ser excavada en 1931, cuatro años antes de su primera visita, y visita tras visita, el matrimonio se asombraba ante los nuevos hallazgos que Alfonso Caso realizaba en esa época.
Josef y Anni regresaron constantemente a Oaxaca (de hecho la mitad de todos sus viajes a México tuvieron como destino este estado), y cada uno de ellos era tan similar al anterior, como novedoso. “No podrás creer todo lo que ha cambiado en Monte Albán desde la última vez que la viste, yo misma no puedo creer. Han descubierto un nuevo edificio, que llaman el observatorio, y una nueva pirámide, y un tipo de obelisco con escritura en él, y muchas piedras con relieves, y una sección entera con templos y columnas, es verdaderamente maravilloso estar de vuelta aquí”, relataba Anni por correspondencia.
En busca de una tradición estética
En México, los Albers habían descubierto “la herencia de una antigua tradición estética, evidente en todo, en textiles y en cerámica, en las construcciones vernáculas y hasta en las ruinas monumentales”.
En las propiedades estéticas de las expresiones culturales precolombinas, de la arquitectura a la alfarería y la orfebrería, el matrimonio había visto cualidades que sin duda alguna catalogaron como “modernas”. En la simpleza de las líneas de las pirámides, en los acabados de las vasijas y en la anchura de las plazas, ambos veían lo que a su parecer era una combinación entre economía de medios y belleza que mucho resonaba con la filosofía de la Bauhaus.
En una carta escrita tras su primera visita al país, Anni le había comunicado a su amigo (y antiguo colega bauhausiano) Wassily Kandinsky, que México era “un país para el arte como ningún otro”. Josef por su lado había exclamado que México era “la tierra prometida del arte abstracto. Aquí tiene ya 1,000 años de antigüedad”.
Sin embargo, los Albers —y particularmente Josef— no mostraron un activo interés en investigar e informarse sobre la historia de las culturas que habían producido los objetos que tanto les interesaban. Pasando por alto su proveniencia e intención de manufactura original, los Albers se enfocaban únicamente en las propiedades estéticas y las cualidades formales, seleccionando activamente sólo las piezas que correspondían con sus ideales estéticos.
Anni y Josef encontraron en México una tierra cargada de grandes monumentos y tesoros artísticos que, la mayoría de las veces, eran pasados por alto por sus propios habitantes. Educados en la tradición artística occidental, vieron, en las expresiones artísticas mesoamericanas, una especie de “clasicismo abstracto”. Si Europa tenía su época clásica en Grecia y en Roma, la abstracción geométrica del siglo XX podía encontrar la suya en el México prehispánico.
La cabra, la figurilla y el inicio de una colección
Eventualmente, la pareja comenzó a adquirir piezas de cerámica prehispánica e iniciaron lo que eventualmente se convertiría en una extensa colección.
Anni relataba que en una de sus visitas a una zona arqueológica, un niño se le acercó y le ofreció un intercambio: a cambio de algunos pesos, la artista podía escoger entre una cabra… o una figurilla prehispánica auténtica que cabía en la palma de una mano. Anni escogió la segunda. Su colección creció con los años hasta abarcar 1,400 piezas, y en 1964, publicó el libro Pre-Columbian Mexican Miniatures.
Irónicamente, sus piezas favoritas eran unas que provenían de una región que raramente visitaron: Guanajuato y el Occidente. La cerámica producida por las culturas de Occidente, pero particularmente las figurillas de cultura Chupícuaro, los cautivaron.
Con su tamaño diminuto, sus ricos detalles, y su similaridad las unas con las otras, las estatuillas parecían reflejar muchos de los valores que la pareja de artistas apreciaba, como la economía de medios, la duplicación, y la manufactura artesanal.
El legado: de Tenayuca al Camino Real
Sus catorce viajes a México, los incontables kilómetros recorridos en el país, y las relaciones con colegas locales que mantendrían a lo largo de toda su vida, marcaron fuertemente la obra tanto de Josef como de Anni. En la obra del pintor, los colores de su serie Adobe hacen eco de las tonalidades que adornan las fachadas de las casas construidas con este material en Oaxaca, mientras que otras obras llevan como título To Monte Albán o Tenayuca I.
Sin embargo, y de una manera que no deja de ser algo contradictoria, Josef solía negar que sus obras fuesen reinterpretaciones de sitios físicos, enfatizando que únicamente eran exploraciones de color y formas, y que los títulos usualmenteb los ponía una vez que la obra había sido terminada.
Anni, por el otro lado, no dudó en reconocer la profunda influencia que sus experiencias en México tuvieron en su trabajo. Si bien la artista llegó al continente americano con una fuerte inclinación e interés por los textiles, sus viajes mexicanos avivaron su interés por la joyería y la gráfica.
En 1932 Caso había descubierto el legendario tesoro de la Tumba 7 de Monte Albán, y aunque el reflector suele caer sobre las exquisitas piezas zapotecas de oro, lo que realmente cautivó a la alemana fueron los collares hechos con corales, hueso y turquesa.
Como ella misma diría en su libro On Jewerly, “El primer estímulo a hacer joyas a partir de accesorios metálicos nos lo dio el tesoro de Monte Albán […] de una belleza tan sorprendente en combinaciones insólitas de materiales que nos dimos cuenta de las extrañas limitaciones de los materiales que suele emplear la joyería […] descubrimos la belleza de las arandelas y las horquillas […] nos extasiamos ante los tapones de fregadero […]. El arte de Monte Albán nos había dado la libertad de ver las cosas disociadas de su utilidad, como materiales puros que valía la pena convertir en objetos preciosos”. Anni comenzaría entonces a elaborar piezas de joyería en los años cuarenta, usando materiales cotidianos.
Años después, en 1967, Luis Barragán, Mathias Goeritz y Ricardo Legorreta viajaron en coche hasta New Haven, Connecticut (residencia de los Albers desde 1950 cuando Josef comenzó a trabajar en la Universidad de Yale) para proponerle a Anni realizar un tapiz para el nuevo hotel que estaban construyendo en Polanco, y el cual estaba programado para abrir justo a tiempo para las Olimpiadas de la Ciudad de México. La obra estuvo perdida por varias décadas y apenas fue encontrada en 2019.
Del mismo modo, la larga (y muy fructífera) relación de los Albers con México ha comenzado ha ser descubierta y estudiada en los últimos años. Las pinturas, los grabados, los textiles y la joyería que produjeron, y los cuales han sido aclamados como obras maestras del arte moderno y de la abstracción, han comenzado a ser vistas, no sólo como obras maestras del arte moderno y de la abstracción, sino también como ejemplos de una modernidad cuyas raíces se esconden tanto en Berlín, como en las antiguas ciudades prehispánicas de México.