Una mañana, una mujer de vestido entallado y tacones muy altos camina mientras bosteza hacia la entrada de su edificio, manchado por la humedad, pero antes de llegar a la puerta se encuentra con una viejita que barre la banqueta.
—¿Qué me ve? —le pregunta la mujer entaconada.
—Yo no hablo con *****, responde la anciana, enojada, y empieza a caminar en la dirección contraria.
La intuición dicta que la palabra silenciada comienza con P.
—Ya no camine. ¡Mejor móntese en la escoba! —le grita de vuelta, entre carcajadas, Maritere, interpretada por Yolanda Rigel.
Al entrar a su departamento, en el edificio Q, el buen humor se le apaga de golpe cuando descubre que Violeta, su amiga y colega en el trabajo sexual, yace muerta en su cama. En realidad, la protagonista de esta historia es ella, Violeta, interpretada por Sasha Montenegro, y a partir de esa primera escena, filmada en los edificios Condesa, La vida difícil de una mujer fácil (película de 1977) viaja hacia atrás en el tiempo para contar su historia.
Cuarenta y seis años después hay gente dispuesta a pagar mucho por vivir en esos mismos edificios, que en la película aparecen descuidados, con la pintura desgastada y basura en el estacionamiento. Hoy están entre los más cotizados de Ciudad de México y son un emblema de una de sus colonias más bellas, la Condesa. Es imposible pasarlos de largo porque ocupan una manzana completa, rodeada por las calles de Pachuca, Juan de la Barrera, Agustín Melgar y la arbolada avenida Mazatlán. Gran parte de su atractivo está en su arquitectura de inspiración inglesa, que contrasta con todo a su alrededor, con esas ventanas de marcos verdes que son la envidia de muchos. Además, quienes han vivido o aún viven ahí les han añadido a estos codiciados 216 departamentos un aura especial, un estatus no necesariamente vinculado a lo económico, sino a la cultura.
Son edificios que durante décadas han tenido como inquilinos a escritores, periodistas, pintores, fotógrafos, académicos, músicos, cineastas y promotores del arte, que se han ocupado de su defensa y preservación, pero también de volverlos leyenda. Ya en los años sesenta se había bautizado al complejo como Peyton Place, en honor a una película estadounidense de 1957 que derivó en serie de televisión y trataba sobre las vidas privadas de los habitantes de un pequeño pueblo, en apariencia apacible, en la Nueva Inglaterra de aquellos años. Actualmente viven ahí el músico Alberto Cruzprieto, el cineasta venezolano Lorenzo Vigas, el músico Adanovsky y los miembros del reconocido Cuarteto Latinoamericano, además del fotógrafo Pedro Valtierra, la periodista Denise Maerker y el pintor Brian Nissen, entre otros personajes de los que se hablará después.
Ahí vivió también Francisco Gabilondo Soler (Cri-Cri), el tenor Plácido Domingo, el compositor Mario Lavista, el poeta Arturo Guzmán Romano, el artista plástico Carlos Jurado y las hermanas Montserrat, Ana María y Teresa Pecanins, que abrieron ahí mismo una galería en 1964, además del pintor Óscar Rodríguez y la coleccionista Ruth D. Lechuga. Estas últimas dos personas tienen un papel central en esta historia, del que también se hablará más adelante, pero, más allá de eso, hay historias confusas y rumores difíciles de comprobar. Se ha afirmado que también vivieron ahí Luis Buñuel, Octavio Paz, Pedro Coronel, Doctor Atl, Tina Modotti y hasta Federico García Lorca, que en realidad nunca vino a México. Lo cierto es que los miembros de la Generación del Medio Siglo en la literatura mexicana se reunían mucho en el departamento de Juan Vicente Melo y que la Generación de la Ruptura, en la pintura, pasó mucho tiempo en los departamentos de la familia Pecanins.
Inquilinos aparte, la importancia arquitectónica de estos edificios es tal que inspiró posteriores proyectos de vivienda plurifamiliar, como el conjunto Ermita o las unidades Presidente Alemán y Tlatelolco, así como otros desarrollos mucho más actuales y costosos. En su Historia de la arquitectura mexicana, Enrique X. de Anda se refiere a los Condesa como el proyecto que dio inicio en México a la transición hacia el formato vertical de vivienda, “sin abandonar los valores de uso colectivo de los espacios, tanto en la calle interna como en los amplios vestíbulos”. Dice que fueron construidos en 1908 por el arquitecto inglés Thomas S. Gore y la Guía arquitectónica de la Ciudad de México también le atribuye la obra al mismo arquitecto, aunque mexicaniza su nombre como Tomás Gore y la vincula al año de 1925. Por otro lado, la arquitecta María Bustamante Harfush, cronista de la delegación Miguel Hidalgo, asegura que el autor de la obra no es él, sino George W. Cook, y data la construcción de 1911.
Sin embargo, es el escritor y arquitecto Jorge Vázquez Ángeles quien parece tener la última palabra, al contrastar estas versiones e investigar más allá en busca de la verdad. En el texto Un lugar llamado Peyton Place, publicado en junio de 2014 por la Universidad Autónoma Metropolitana, afirma que Cook fue comerciante de muebles, tapetes y obras de arte, que hizo una gran fortuna y en algún momento demandó al gobierno de Victoriano Huerta por incumplir sus pagos, pero que definitivamente no fue arquitecto. La investigación de Vázquez confirma el nombre completo del autor, Thomas Sinclair Gore, pero afirma que no era inglés ni canadiense, como aseguran muchos textos, sino que nació en 1860 en Osceola, Clarke County, Iowa, de acuerdo con una página de genealogía. Cuenta que le gustaba la ópera, que la practicó con cierto éxito como barítono y que supo aprovechar la buena recepción que les dio el gobierno de Porfirio Díaz a los extranjeros desde 1888, cuando construyó y administró los Gore Courts, viviendas lujosas para estancias cortas en la entonces colonia Americana, que luego él mismo reinauguró como el Hotel Géneve, abierto hasta el día de hoy en la Zona Rosa de la colonia Juárez, donde, se rumora, se sirvió un sándwich por primera vez en México. Para explicar el distintivo carácter inglés de los edificios Condesa, Jorge Vázquez argumenta que la inspiración pudo venir del tiempo que el arquitecto pasó en Victoria, Columbia Británica, Canadá, territorio marcado por la influencia de esas bay windows (ventanas que sobresalen de una fachada). A fin de cuentas, estos edificios tienen un carácter ecléctico, con detalles art nouveau, art déco y californianos.
Hay departamentos desde dos hasta cinco recámaras, con cubos interiores para ventilar e iluminar los espacios y largos pasillos de servicio conectados por puertas traseras, para sacar la basura y darle mantenimiento al conjunto. Sus primeros inquilinos fueron familias acomodadas que trabajaban para la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila. El complejo está formado por los cuatro bloques originales, que tienen tres pisos y están divididos en torres nombradas con letras del abecedario. La fecha más citada sobre su construcción es 1911, pero hay una torre más, de 10 pisos, que se añadió muchos años después sobre lo que solía ser un parque para el conjunto y que hasta el día de hoy forma parte de la misma administración. En su planta baja, en la esquina de Mazatlán y Agustín Melgar, suele haber siempre un grupo de gente esperando por una mesa en el restaurante Lardo.
En el tercer piso de la torre T, sobre la avenida Mazatlán, vive Isabel Castillo. Hace dos años y medio vio el departamento anunciado para renta y llamó de inmediato porque sabía perfectamente que son muy peleados y es muy difícil que se desocupe alguno. A pesar de que muchas personas habían llamado antes, ella tuvo la suerte de ser la primera en visitarlo. “Es el más bonito que he visto. Como es el piso de hasta arriba, le entra luz por todos lados; en la mañana, por la estancia principal, luego por la cocina y la sala de tele, y en la tarde por el comedor, que queda completamente iluminado”, comparte. En esa primera visita hizo buen clic con la broker; le dijo que estaba muy interesada y mostró un especial entusiasmo por el baño, con todo y su mosaico antiguo de color verde y su palito improvisado para detener la ventana. Ese comentario marcó la diferencia, porque otras personas en busca de rentarlo tenían la intención de remodelar ese baño, que la dueña, una pintora que vive en Tijuana, quería conservar como está.
Isabel estudió primero hotelería y después cocina en el Cordon Bleu. Trabajó un tiempo en un hotel de Nueva York, donde conoció a su socio, Thierry Chouquet, con quien abrió hace seis años Café Milou, un diminuto restaurante de menú parisino en la calle de Veracruz, a una cuadra de los Condesa, y unos años después, en el local de junto, Hugo, un bar especializado en vinos naturales. Su departamento es espectacular, impecable. Mesas de mármol, sillas Wassily de piel color camello, sillones y tapetes color hueso, y flores distintas en cada habitación cuidadosamente colocadas entre libros de arte y cocina. Todo es precioso y ella es una anfitriona nata de quien es difícil despedirse. Es verdad que la luz que entra por esas ventanas de ensueño, abriéndose paso entre las hojas de un árbol inmenso, no se repite en los departamentos de pisos inferiores y dota cada espacio de un aura muy especial.
Del otro lado, en el segundo piso del edificio B, sobre la calle de Pachuca, donde todos los martes se monta un célebre tianguis, vive la arquitecta Rosalía Yuste, junto con su esposo, también arquitecto, y sus hijos Mariano y Julián. Llegaron aquí apenas hace unos meses y, en medio de lo que sería un sueño para cualquier persona de su profesión, porque los dueños del espacio, que además de sus amigos son clientes de su despacho, no sólo los invitaron a mudarse, sino a remodelar el departamento a cuenta de rentas. No obstante, este conjunto de edificios está protegido por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y cualquier modificación debe reportarse. Muchas no están permitidas y las que sí deben pasar por una serie de verificaciones y permisos. Ellos recurrieron al artículo 62 del Reglamento de Construcciones para Ciudad de México, que permite hacer ciertos cambios mientras no sean estructurales. Lijaron y barnizaron la madera original de las ventanas. Arreglaron el piso, remodelaron el baño y la cocina por completo, y cambiaron los clósets. Los que no tocaron, y les encantan, son los rosetones floreados del techo que, sobra decir, son una joya.
“¿Qué significa para nosotros vivir aquí? ¡Un lujo! ¡Mucha suerte! Es un ícono en el que siempre quisimos vivir, pero jamás pensamos que fuera a suceder. Lo veíamos como un sueño –dice Rosalía, sonriendo–. Hemos diseñado y pensado mucho cada detalle, cada mueble, cada planta, cada tapete. Le hemos puesto mucho esfuerzo mental y económico, y también mucho, mucho amor.”
Sobre sus libreros, hechos a la medida para la estancia principal, que es su espacio favorito, hay réplicas de Lego de la Ville Savoye, la sede de la ONU y el Guggenheim de Nueva York, así como libros sobre Frank Lloyd Wright, Mies van der Rohe, Le Corbusier y una antología de arquitectura mexicana, entre muchos otros.
Isabel y Rosalía son parte de la más reciente generación de inquilinos de los Condesa, donde viven con mucho orgullo, pero sin tener tan clara la larga e ilustre lista de nombres que les preceden. Parte de esa historia parece estar encapsulada en la planta baja del edificio C, donde casi no entra la luz. Ahí vive Chac, rodeado de libros, dibujos y muebles antiguos, entre ellos un ropero que perteneció a sus abuelos y al que le quitó las puertas para usarlo como librero. Es diseñador editorial, escenógrafo, ilustrador y arquitecto de profesión. “Voy a cumplir 78 años en octubre, soy libra –comparte, pero no acepta revelar su nombre completo–. Sólo te puedo decir que es mi acrónimo y todo mi trabajo está firmado así”.
Cuando se mudó a la Condesa, en 1980, sobre Juan de la Barrera había una dulcería, un local donde reparaban radios y televisores, además del Café Guardatiempos y la papelería Ortega, que siguen ahí. Enfrente, un lugar que vendía carnitas, un expendio de cigarros, una tintorería y nada más. “En la zona había muchas casas que luego demolieron para hacer edificios carísimos que hoy llaman Town House, y ahora está ese restaurante, el fifí –refiriéndose a Lardo–. Yo alcancé a llegar a los edificios Condesa cuando todavía existía una comunidad. En los espacios abiertos, como el estacionamiento, se hacían eventos culturales y la farmacia que ocupaba uno de los locales de afuera donaba medicamentos para las personas de la tercera edad que vivían en la unidad. Los vecinos tenían dinámicas muy bonitas, pero con el internet y el WhatsApp la comunicación ha perdido su sentido humano. Ahora, cada quien vive para su santo y eso me entristece, aunque no hay nada que hacer. El tiempo pasa y nunca cesa”, comenta, resignado, antes de cambiar de tema. Todo indica que los cambios no son lo suyo. Aún tiene en su estudio el mismo restirador de madera que usaba cuando era estudiante, el cual, por cierto, es muy lindo. Su perro, Galo, tiene también ahí su cama y, pegados a la pared, hay otros dos escritorios repletos de herramientas para medir, cortar, trazar, dibujar, y dos computadoras de diferentes épocas que no parecen usarse muy seguido. Lo suyo es trabajar a mano. En los muros hay carteles diseñados por él en décadas distintas. Sus dibujos son muy detallados, juguetones y con buen sentido del humor. Guardan mucho de quien debió ser de niño. Chac tiene hijos y nietos, pero “son virtuales”, señala con algo tristeza en la voz y sin dar más explicaciones.
Pero no está solo, comparte su departamento y su pasión por los libros y el arte con Mariliana, una editora que dejó Chile 30 años atrás para vivir en México. Cuando habla de su trabajo, a Chac se le iluminan los ojos y la voz, saca un libro, luego otro y pide ayuda para abrir un cajón y sacar un portafolio negro donde guarda, con extremo cuidado, el trabajo que hizo durante un año entero, cuando lo contrataron para diseñar la imagen de la edición número XX del Festival Cervantino, en 1992. Bajo el concepto de “barroco pagano”, dibujó a mano coloridas criaturas, entre mitológicas y religiosas, que representan cada una de las bellas artes y que tendrían que haber sido impresas en pósters, volantes y programas de mano, pero, a pocas semanas de la inauguración del festival, su directora, Mercedes Iturbe, tuvo que renunciar “por no aceptar ciertas líneas del gobierno panista en detrimento de un proyecto cultural”, declararía después para el diario La Jornada. Así que su plan para aquella edición, junto con el hermoso trabajo que hizo el artista durante todo 1991, nunca vio la luz. En su estudio hay un cartel que anuncia: “La pasión del Barroco. Imagen de un Cervantino que no fue. Un curso impartido por Chac”. La historia entera y sus dibujos originales darían para una exposición espléndida. “Este edificio, en el que vivo, es magnífico porque representa una arquitectura humanista, muy distinta a los que construyen hoy, con mall incluido y toda esa parafernalia del supuesto lujo”, dice. Su recuerdo favorito en este departamento es el día en que terminó de pagarlo y se convirtió en propietario. Hizo una gran fiesta para celebrarlo.
Además de aparecer en numerosas películas, entre ellas Familiaridades, de Felipe Cazals, y La hora de los niños, de Arturo Ripstein, los edificios Condesa también pueden verse en la serie La telaraña, una especie de Casos de la vida real, transmitida por Televisa entre los años 1989 y 1993. Un episodio de 1991, que puede encontrarse en YouTube, cuenta la historia de una pareja que recupera a su pequeña hija seis años después de su desaparición, tras el terremoto de 1985. La niña es interpretada por Anahí, que terminaría como protagonista de la telenovela RBD y esposa del gobernador del estado de Chiapas, Manuel Velasco. Quien sacó el tema sobre La telaraña fue Arturo Cortés, propietario de un departamento y, desde hace 22 años, de una tienda de antigüedades que ocupa uno de los locales externos, que en su momento fueron cocheras, sobre la calle de Agustín Melgar. Asegura que en estos edificios vivieron también las cantantes Thalía y María del Sol, y los actores Jaime Garza y Leticia Perdigón. Arturo, que vive en la Condesa desde hace 50 años, destaca también que, a pesar de lo mucho que ha cambiado la colonia en esas cinco décadas, sigue sintiendo y apreciando el carácter provincial que le dan estos edificios a la cuadra, donde, como ya decía Chac, está el Café Guardatiempos, de Mario Cedeño, un personaje central de los edificios Condesa.
Mario, de memoria prodigiosa y extrema popularidad, comparte incontables historias, una mejor que la otra, sobre los muchos personajes que han pasado por estos edificios en más de un siglo. Por ejemplo, ahí vivió el fotógrafo Rodrigo Moya, quien le tomó a García Márquez, en febrero de 1976, esa famosa fotografía donde aparece con el ojo morado tras el puñetazo que le propinó Vargas Llosa. Hay dos versiones del retrato, una donde aparece serio y otra donde se le ve muy sonriente, agradecido quizá, por haber conseguido un gran registro de la agresión de su rival peruano. Y otra anécdota, aún mejor: hasta Fidel Castro pasó por los edificios Condesa en compañía de la escritora española Isabel Custodio, que en ese entonces era una adolescente y hasta el día de hoy es propietaria de un departamento. Se conocieron en 1956, cuando Castro acababa de llegar a México tras el fallido asalto al cuartel Moncada, y tuvieron un intenso romance con todo y propuesta de matrimonio, aunque nunca se concretó. Eso lo cuenta la propia escritora en el libro que publicó en 2005 con un título revelador y de resonancia histórica: El amor me absolverá.
En el Guardatiempos se sirve un café extraordinario y, como ya evidenció el párrafo anterior, sentarse a platicar con Mario Cedeño es toda una experiencia, que hace que las horas pasen al dos por uno. Él fue periodista durante más de 30 años, primero en el diario Ovaciones y después en El Universal, en el cual además fue dirigente del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa. Su liderazgo y poder de convocatoria también han tenido un papel importante en la historia de estos edificios, donde se ha hecho cargo de la administración en varias ocasiones. Mario llegó en 1970 a rentar el departamento justo detrás del café, en la torre R, y, aunque no siempre lo habitó, nunca lo rentó a nadie más.
En ese tiempo, el complejo entero era propiedad de un hombre llamado Moisés Cossío y, a finales de los setenta, los vecinos, liderados por la coleccionista Ruth Lechuga y el pintor Óscar Rodríguez, iniciaron un esfuerzo colectivo para convencerlo de venderles los departamentos que habitaban. Pensando en que no iban a lograr organizarse y desistirían de su propósito, la familia Cossío les anunció que no iba a vender cada departamento de forma individual, sino la construcción completa. Pero, lejos de desanimarlos, hizo que se unieran más y arrancaron una serie de asambleas en busca de una solución, que fue la creación de una cooperativa para financiar, de entrada, todos los trámites necesarios para lograr la hazaña. Además, ésa fue la condición que fijó un grupo de funcionarios públicos, entre ellos el entonces regente de la ciudad, Ramón Aguirre Velázquez, para que el gobierno apoyara como aval al movimiento en su búsqueda de financiamiento. Y aunque no habitaba el departamento en ese entonces, Mario Cedeño pudo contribuir en la lucha gracias a su influencia como periodista y la cercanía que tenía con ciertas figuras del gobierno. Luego de muchos años de batalla, en los que se consiguieron créditos, pero también se organizaron fiestas y eventos para reunir dinero, los vecinos vencieron, teniendo como héroes centrales a Ruth Lechuga y Óscar Rodríguez. Sin embargo, la ansiada victoria llegó en una fecha trágica: el 19 de septiembre de 1985. El terremoto que devastó la ciudad postergó la firma del contrato de compraventa hasta el año siguiente. Desde entonces, los propietarios eligen cada cierto tiempo a un administrador que se hace cargo de organizar las asambleas y reunir el dinero que paga cada inquilino a cuenta de mantenimiento, más lo que suman las rentas de todos los locales que rodean el predio y que pertenecen al condominio. Eso ha permitido que haya dinero suficiente para mantener los edificios en buen estado y resguardar su valor arquitectónico para las generaciones por venir.
La documentalista María José Cuevas, quien luego de dirigir Bellas de noche y La dama del silencio: el caso Mataviejitas está investigando para hacer un documental sobre Juan Gabriel para Netflix, y que tiene a mucha gente emocionada, ha vivido en este conjunto en dos periodos distintos. El primero arrancó en 1996, cuando, al graduarse de la universidad, dejó la casa de sus padres, el “niño terrible” de la Generación de la Ruptura, José Luis Cuevas, y la psicóloga Bertha Riestra, al sur de la ciudad. María José ya conocía estos edificios desde niña, cuando acompañaba a su madre al Palacio de Hierro sobre la calle Durango o venía a ver una película en el cine Bella Época, antes de comprar tamales de la Flor de Lis. No ha olvidado que un día, cuando tenía entre ocho y 10 años, le dijo a su madre que quería vivir en estos edificios, que le recordaban, quizá, a los que vio en algún cuento o en los años que vivió en París. Al crecer, su historia familiar se mantuvo siempre ligada a los Condesa, pues sus padres fueron muy amigos de las hermanas Pecanins, quienes vivieron siempre ahí, y asistían con mucha frecuencia a las reuniones que congregaban en sus departamentos a grandes nombres de la cultura. Así que a los 23 años, y recién egresada de la carrera de diseño gráfico, no tuvo que pensar a dónde quería irse a vivir.
En 1996, la Condesa estaba muy devaluada y los edificios también. La zona apenas comenzaba a dar señales de recuperación luego del enorme daño que le hizo el terremoto de 1985. “En la zona sólo había tres lugares a donde ir, La Gloria, La Garufa y las crepas. Aquí, en los edificios, Ruth Lechuga ya era propietaria de tres departamentos. Vivía en uno y los otros dos los convirtió en un museo donde exhibió durante años su colección de arte popular”, cuenta María José. Tras su muerte, en el año 2004, la muy querida y admirada Ruth Lechuga le heredó al Museo Franz Mayer toda su colección y los tres departamentos para que siguieran como un museo, misión que resultó complicado sostener en un edificio habitacional, así que con el tiempo se trasladó la colección a su sede actual y los departamentos permanecieron desocupados durante varios años, hasta que un día se decidió buscarles nuevos dueños. Era el año 2013, que coincidió con el momento en que María José, luego de un periodo en el que vivió en la calle Flora de la colonia Roma, con su pareja del momento, volvió a los Condesa, esperando encontrar un departamento disponible y asumiendo que no sería fácil, pues para ese momento ya habían subido mucho de precio y eran muy cotizados. Pero el destino le tenía reservada una oportunidad irrepetible, pues fue la primera en enterarse de que el Museo Franz Mayer, quizá por considerarlos una especie de patrimonio público, había decidido no vender los departamentos a precio de mercado, sino organizar una especie de subasta entre las personas interesadas y que, de nuevo, eran cercanas al mundo del arte. María José fue la primera en hacer una oferta por uno de ellos. Luego vinieron semanas de angustiosa espera, durante las cuales imprimió una foto de la señora Lechuga para rezarle todos los días, aun sin ser religiosa, en una especie de altar. Funcionó. Su oferta convenció y fue así que pudo comprar su departamento de ensueño por una suma que ni entonces ni ahora hubiera estado cerca de cubrir el valor real de la propiedad. A la entrada de su departamento, repleto de libros y obras de arte, hay un altarcito con fotos de sus muertos más queridos. Así como en un momento le rezó a Ruth Lechuga, hoy la reza a Juan Gabriel, con todo y veladora, para que le ayude a contar su historia.