Aquí vivimos corriendo, en una de las ciudades más grandes del mundo, donde el tráfico no conoce la piedad ni los comercios el descanso. Vivir en la Ciudad de México implica correr todo el tiempo, siempre ir con prisa de un lado a otro para acabar pendientes y resolver mandados.
Pero, también hay momentos mágicos en esta ciudad. Fines de semana, días inhábiles, vacaciones, madrugadas… cuando el ritmo parece desacelerarse y a uno le da tiempo de observar, de hacer realmente lo que te encanta y apreciar que vivimos en la mejor ciudad del mundo.
Bajo esa premisa, buscamos a periodistas que admiramos para que nos platicaran ¿qué hacen en un día libre?, ¿dónde pueden verdaderamente disfrutar la ciudad?, ¿quién los acompaña en estos recorridos?, ¿dónde comen, dónde compran?, ¿qué observan? Varios recurrieron los ratos que pasan acompañados de su familia o los lugares que han descubierto en pareja. Estos son sus hallazgos.
Silencio, maestro
Por Mariana Camacho
Si fuera futbolista, tendría una camiseta con la leyenda “Hecha en CU” para enseñarla con el pecho henchido de orgullo debajo del uniforme de los Pumas, como lo hizo hace 20 años Jimmy Lozano. Pero no soy futbolista –y, aquí entre nos, tampoco soy futbolera–. Yo no me hice en CU. No soy egresada de la UNAM y, para no hacerles el cuento muy largo, ni siquiera soy vecina del barrio.
Como al resto de los citadinos que nacieron, vivieron y estudiaron en otro lugar, me ha tocado acercarme a Ciudad Universitaria y sus enormes masas de lava con el gafete de visitante. Cuando era estudiante, me colé un par de veces a sus salones, a la Biblioteca Central y hasta a una quema de batas de la Facultad de Química. Durante un semestre fui a las salas de teatro del Centro Cultural Universitario prácticamente una vez a la semana a reseñar las obras para una clase de teatro. Me tocó un poco de todo, de lo más experimental, como La soledad en los campos de algodón, dirigida por mi profesor Ricardo Díaz y con actores caminando por las paredes sostenidos por arneses, al Hamlet de Gurrola, con la voz ronca de Daniel Giménez Cacho como protagonista.
A últimas fechas, ya casi cuarentona, mi relación con Ciudad Universitaria tiene menos pretensiones, así que voy cada vez que puedo, nada más porque me siento afortunada de que un espacio así exista en la Ciudad de México, donde la cultura y las áreas verdes son accesibles –la entrada al MUAC cuesta menos que una cerveza, por ejemplo– y se sienten parte de la cotidianidad.
A veces sólo voy a pasear, sin otro ánimo que caminar con mi pareja y mi perro Milton Fajer. A veces nos tomamos un café a la sombra de un árbol. Nunca hemos podido resistirnos a tomarnos fotos de espaldas al Tláloc de Sebastián en el espacio escultórico. En los mejores días, cuando nos levantamos “temprano”, compramos boletos para escuchar a la OFUNAM en la Sala Nezahualcóyotl, que ya de por sí es un lugar arrobador.
Imagínense esto: en noviembre del año pasado, cuando la OFUNAM tenía su foco en Viena, el director invitado, Silvain Gascon, había dejado una instrucción precisa para su audiencia: habríamos de guardar silencio y contener los aplausos cuando la orquesta terminara de tocar la Novena Sinfonía de Mahler. “El silencio es parte de la pieza”, nos explicó una voz amable, mientras terminamos de acomodarnos en nuestros asientos justo después de la tercera llamada. Y lo es. Yo no lo sabía, hasta que empecé a escribir esto. Un director italiano –Claudio Abbado– añadió una coda de silencio a la obra de Mahler y varias orquestas sinfónicas la han acatado en sus interpretaciones porque, como explicaba el programa de mano, esta sinfonía es como una preparación para la muerte.
Así que, cuando el silencio llegó, fue algo absoluto. Todos, el director, la orquesta y el público, enmudecimos en una sala diseñada para enfatizar “la energía del sonido”. No fue un silencio particularmente largo, tal vez de un minuto, pero fue definitivo. Imagínense eso: un minuto de silencio sepulcral en la Ciudad de México, capital del ruido.
Yo no me hice en CU, pero por minutos como ese creo que vale la pena vivir aquí, aplaudiendo la genialidad de sus espacios —culturales, de recreo, tal vez hasta los deportivos—, con una camiseta imaginaria desde mi butaca.
Amanecer en Xochimilco
Por Paulina Westall
La cita era a las 5:50 de la mañana, pero, como en esta ciudad uno nunca sabe, más vale llegar con tiempo. Así que, desde las 5:30 de la mañana, nos instalamos en el estacionamiento del embarcadero de Xochimilco. No se ve casi nada, a excepción de los primeros rayos del amanecer. Ya saben lo que dice el dicho: “Cuando más oscuro está, es porque está a punto de amanecer”. Y como el sol no espera, en punto de las 6:00 nos embarcamos en la trajinera.
Acá siempre está más frío que en el resto de la ciudad. Mientras avanzamos por el canal, agradezco infinitamente el rompevientos que traigo. Somos alrededor de 12 personas sentadas. Desde que vimos las tazas de barro formadas sobre la mesa, sabíamos que lo que seguía era un buen cafecito de olla.
El recorrido dura alrededor de dos horas, pero con apenas 20 minutos remando se percibe la calma y el silencio. El único ruido que escuchamos es el del remo cada vez que entra al agua, el canto de los pájaros despertando y los breves murmullos de las personas que son testigos de un Xochimilco que pocos conocen.
Mientras avanzamos, nos cuentan que 70% de las chinampas han sido abandonadas y todo el ecosistema es considerado Patrimonio de la Humanidad, datos que se me quedan grabados.
Parece que estamos en un lugar completamente distinto a ese cuerpo de agua por donde navegan trajineras que llevan a bordo bocinas, tequila y mariachis. En este Xochimilco, lo que roba las miradas es el contraste entre la niebla y la frescura de la mañana. Conforme pasan los minutos, el cielo se empieza a aclarar y se van sumando tonos como rosado y naranja pastel a la escena.
Después de 40 minutos llegamos a una zona abierta donde los volcanes se ven al fondo y se convierten en el factor que necesitábamos para crear un panorama de lo que fue Tenochtitlán. El hambre empieza a hacer sus primeras apariciones, pero preferimos calmarla con una taza más de café y así guardar espacio para unas quesadillas del comal.
Cuando menos te das cuenta, ya empezó el día. Todo cambia. En especial el ritmo con el que van las cosas. Parece que todo va más rápido, hasta el señor que rema de regreso al embarcadero. El camino de vuelta, diría, es más inquieto; creo que es por el hambre y los rayos del sol que llegan a calarnos la espalda. Nota para la próxima: llevar gorra o sombrero.
Al llegar al embarcadero, el destino es claro: las quesadillas. Una de papa, una de rajas con queso y un sope con chicharrón prensado o chorizo; siento un poco de indecisión. Chorizo será, junto con una cerveza bien fría. Clara, de preferencia. Tras terminar dos rondas de antojos (y cervezas), el recorrido continúa.
La siguiente parada es el vivero de Xochimilco. Una parada obligada para todos los amantes de las plantas que buscan pagar lo justo. Navegamos por los pasillos entre árboles exóticos, bugambilias, palmas, aralias y uno que otro puesto de macetas. “¿Qué va a llevar, damita?”, por un lado, y “Le hacemos buen precio”, por otro. Es increíble darse cuenta de la enorme cantidad de vegetación que nos rodea cuando nos acostumbramos al concreto. Obvio, salí con una maceta, semillas y medio kilo de tierra. ¿La intención? Probar, una vez más, si ya soy una mujer de las plantas.
Domingo de barrio en la Santa María
Por María Pellicer
Vivimos en una ciudad de millones de habitantes, pero cuando uno tiene la fortuna de ser vecino de la Santa María, esa ciudad se convierte en un barrio donde todo el mundo se conoce y, mejor todavía, todo queda cerca. Las mañanas de domingo son especialmente silenciosas; por las calles donde suele haber tráfico desde bien temprano hay vecinos que pasean a sus mascotas –algunos todavía en pijama–. Y es que, para ser vecino de la Santa María, tener un perro es requisito indispensable.
Un domingo redondo puede comenzar en Fundación Casa Wabi, donde hace poco abrió Sabino 336, de la familia de María Ciento38, uno de los primeros restaurantes con pretensiones sofisticadas que inauguraron hace unos años en la colonia. Para los que disfrutamos la arquitectura, ésta es una oportunidad única para acercarse a una obra poco conocida de Alberto Kalach. Ahora bien, si hablamos de arquitectura, la estrella del barrio tiene que ser la Biblioteca Vasconcelos, obra también de Kalach, pero con dimensiones más bien monumentales. ¿Quién no se sorprende con el Mátrix móvil? Se trata del esqueleto de una ballena que el artista Gabriel Orozco convirtió en una pieza de arte, la cual flota en la nave central del edificio sin dejar indiferente a nadie.
Ya metidos en el tema de los seres colosales, mi día ideal contemplaría una parada en el Museo de Geología, un magnífico edificio que ocupa una de las esquinas de la famosa plaza del Quiosco Morisco. Desde el esqueleto de un dinosaurio hasta los más pequeños insectos, todo cabe en esta joya que abrió sus puertas en 1906 y que al día de hoy mantiene la misma museografía de hace más de un siglo. Por eso, caminar entre sus pasillos y vitrinas es como transportarse a otro tiempo.
La Santa María tiene dos espacios que me gustan especialmente. El primero, y para todos los días, es el Mercado La Dalia. El segundo, para el fin de semana, es el quiosco. Y es que, aunque todos los días suceden cosas, es el fin de semana cuando uno puede ver desde una clase de aerobics hasta un concurso de canto, todo en el mismo espacio. El que fuera el pabellón de México en la Exposición Mundial de San Luis, Misuri, en 1884, llegó primero a la capital ocupando el espacio que hoy tiene el Hemiciclo a Juárez, para luego ser reubicado a su actual hogar. Desde entonces, éste es el punto de reunión del barrio, donde uno se encuentra con los amigos y vecinos, o donde uno sale a pasear, justamente un domingo.
¿Para comer? La Santa María es una colonia cantinera de corazón, pero los fines de semana hay dos planes ineludibles. El primero es La Oveja Negra, la mejor barbacoa de la colonia y, sin duda, también la más animada. Como abren desde las 7:00 de la mañana, incluso se podría utilizar como una alternativa para el desayuno. Eso sí, al mediodía las filas para entrar son extensas. En el quiosco están los famosísimos machetes, Las Jirafas y La Mula, con tal cantidad de rellenos y combinaciones que todo el mundo sale complacido. Al otro lado de la plaza, y para los que quieran aventurarse con algo distinto, Kolobok es una de las únicas fondas rusas de la ciudad donde la especialidad son unas deliciosas empanadas (también se pueden comprar para llevar).
Mi domingo redondo acabaría en Tlatelolco, uno de los sitios arquitectónicos más importantes de la ciudad, donde además es posible hacer alguna visita cultural al Centro Cultural Tlatelolco, lo que antiguamente fue la Secretaría de Relaciones Exteriores. Las amplísimas plazas del complejo multifamiliar son ideales para disfrutar un atardecer tranquilo, rodeado de cientos de personas, pero con la particular sensación de estar en un barrio.
El contraste de La Mexicana
Por Gaby Gómez
Siempre que vienen mis primos de fuera a visitarme me preguntan, ¿qué tiene de especial la Ciudad de México? He enlistado un sinfín de opciones: la comida, la gente, la arquitectura, las calles, las jacarandas, los bares, los parques…, pero, por encima de todo, está el contraste.
En esta ciudad cohabitan cosas diametralmente opuestas en un solo espacio. Mis primos, que son siempre incisivos y preguntones, no tardaron en cuestionar: “A ver, ¿como qué lugar, por ejemplo?”. Quería encontrar un espacio que fuera el ejemplo perfecto, pero que fuera también un paseo agradable para todos.
Y entonces vino a mi mente el parque La Mexicana. A ver, yo no soy muy fan de Santa Fe, aunque creo que, si algo tiene de maravilloso esta zona, es ese parque. Un sitio donde por un momento te sientes en completa paz, rodeado de naturaleza, donde se puede caminar por horas olvidando el ajetreo de la ciudad, pero que, en cuanto alzas un poco la vista, te ves rodeado de rascacielos que te recuerdan que hay cientos de cosas pasando a tu alrededor. Un espacio donde el contraste hace su magia.
Fuimos temprano, para aprovechar el día, y después de caminar entre los altos edificios de la zona llegamos a aquel paisaje improbable en la urbe: un lago, rodeado de espacios verdes, donde el clima se siente un poco más fresco y la paz del agua te permite olvidar por un momento la prisa que caracteriza la vida citadina.
Después de caminar otro rato, fuimos por unos merecidos chilaquiles divorciados, con bastante crema y queso, en la zona de restaurantes. Para ese entonces, el resto de la zona comenzaba a despertar y las familias llegaban a los restaurantes con la misma hambre que nosotros, para llenar las mesas al aire libre. Las tortillas bien crujientes bañadas en salsa desaparecieron del plato, anunciando que era momento de algo dulce, así que aprovechamos para caminar y dividir al grupo entre los del helado y los del pan con café.
Nos reencontramos para terminar el día de compras. Un recorrido por el Centro Comercial Santa Fe y un par de bolsas de ropa después, nos encaminamos hacia
el cine. Palomitas mitad caramelo, mitad saladas. Porque, como ya les había dicho, el contraste siempre tiene su magia.
Este material tiene fines exclusivamente informativos y ha sido modificado temporalmente con motivo del inicio del periodo de campañas del proceso electoral 2023-2024, en cumplimiento a lo ordenado en los artículos 41, párrafo Tercero, fracción III, apartado C, último párrafo y 134, párrafo Octavo y Noveno de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.