Carlos Amorales fue el artista seleccionado para representar a México en la edición 57 de la Bienal de Venecia en mayo de este año. Y aunque los nominados nunca fueron revelados oficialmente, el artista ganador fue el único que ya había tenido la experiencia de mostrar su trabajo en un pabellón nacional, el holandés. En 2003 fue uno de los artistas que formaron parte de la exposición “We Are The World”, curada por Rein Wolfs. La decisión de Holanda de invitar a un grupo de artistas extranjeros a ese espacio, hasta entonces considerado territorio exclusivo del sagrado nacionalismo, fue altamente controversial, por innovadora y por poner sobre la mesa el planteamiento de un mundo multicultural y sin fronteras.
Carlos Amorales vuelve a Venecia catorce años después, en un contexto completamente distinto, en el que el mundo está regresando al nacionalismo más intolerante. Además, esta vez lo hará solo y para el país en que nació. La circunstancia, por paradójica e irrepetible, difícilmente podría ser más interesante y afortunada para su carrera.
En medio del enorme reto y el tremendo ajetreo que esto significa para un artista, Amorales recibió en su estudio a dos grupos de Club Travesías para hablar de su proyecto. La curadora Tatiana Cuevas, fue la encargada de guiar esta valiosa experiencia, en la que los asistentes pudieron mirar de cerca los distintos elementos que formarán parte de su instalación y pedirle directamente al arista que les hablara un poco del camino que lo llevó hasta ahí. Amorales, con gran generosidad y sentido del humor, respondió todas sus preguntas.
La instalación La vida en los pliegues (título que hace referencia a la novela de Henri Michaux, publicada en 1949) sigue una línea investigación sobre el lenguaje, la escritura y las muchas maneras de codificarla o encriptarla, hasta volverla ininteligible. El año pasado en la Casa del Lago, Amorales reemplazó la tipografía oficial del centro cultural con una que creó a partir formas abstractas. Para Venecia, llevó esa idea un paso más adelante al saltar de códigos tipográficos a fonéticos. Esta vez, esas formas abstractas tomaron volumen y sonido al convertirse en ocarinas (instrumentos musicales de viento) hechas de cerámica con formas y sonidos distintos para cada letra del alfabeto. La partitura que las acompaña puede ser interpretada como poema visual o leerse a nivel musical y textual.
La instalación cobra vida de dos formas distintas: a través de un cortometraje de animación y un performance intermitente dentro del pabellón. En la película, que dura alrededor de trece minutos, una familia atraviesa un bosque de árboles sin hojas y ramas puntiagudas hasta llegar a un poblado donde sus habitantes los reciben con recelo. Todo se filmó sobre una maqueta de cartón, que también se exhibirá en el pabellón, y en la que los personajes transitan a manos de un titiritero que los controla desde arriba. La iluminación convierte el trayecto de esta familia migrante en un recorrido lúgubre de luces y sombras hacia un lugar donde sus miembros no serán bienvenidos.
Un grupo de músicos acompaña la escena haciendo sonar las ocarinas, mientras miran la maqueta desde lo alto. A este grupo Carlos Amorales le comisionó la difícil tarea de musicalizar un linchamiento, como los que ocurren en nuestro país y tantos otros con más frecuencia de la que imaginamos. Amorales mostró a los asistentes una versión preliminar de la película, aún a la espera de la pieza de la música final, y explicó que a pesar de estar inspirada por hechos recientes, puede tratarse de una historia que sucede en México, Guatemala o Estados Unidos, y en la actualidad o hace cien años, pues resume un problema que ha perseguido a la humanidad a largo de su existencia. La obra de Amorales pone el dedo en la llaga sobre un tema que tiene al mundo en vilo, y a través de Club Travesías, los asistentes tuvieron el privilegio de verla antes que cualquier veneciano.
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