A finales del año pasado, el historiador Froylán Enciso y el fotógrafo Diego Berruecos volaron a Egipto para ver qué había pasado luego de la intrigante revolución. Desde aquel viaje, la situación del país se ha tornado más complicada: el segundo aniversario de la dimisión de Mubarak volvió a sacar a la calle a los inconformes que exigen que el nuevo presidente, Mohamed Morsi, cumpla sus demandas. Pero Egipto sigue, y ésta es la historia de lo que hace unos meses encontramos justo ahí, en las calles de El Cairo y entre los jóvenes de la Plaza Tahrir.
Primera impresión
Llegué a El Cairo una tarde soleada, aunque no tan calurosa, en compañía del gran fotógrafo y artista Diego Berruecos. La primera persona con quien tuve contacto fue mi guía para los siguientes días: Asmee, una chica musulmana reservada, profesional y simpática. Nació en El Cairo y trabajaba en el Ministerio de Turismo. Estudió español durante dos años en el Instituto Cervantes. Su manejo del idioma era impecable. Recitaba fichas informativas en español de cada monumento del Egipto antiguo tal como las había aprendido en su licenciatura en guía turística. Antes que nada, aclaró que no hay problema en la convivencia con gente cristiana. La mayor parte de la gente en el edificio donde vive no es musulmana. Ella se lleva muy bien con todos. Le molestan los estereotipos del musulmán fundamentalista de la prensa occidental.
“Quiero que esto se sepa.”
Luego repasamos información básica sobre Egipto: tiene alrededor de 20 millones de habitantes, de los cuales más de 20% vive en El Cairo y el resto en la ribera del Nilo que cubre 5% del territorio. Lo demás es desierto. Por esa concentración poblacional, la capital es ruidosa, sobre todo el viernes, que es el día de descanso para hacer rezos colectivos en las mezquitas. No era viernes, pero había un tránsito infernal en calles donde nadie, absolutamente nadie respetaba los semáforos y los coches avanzaban en una especie de danza colectiva.
El tráfico es lo que lleva a todos los turistas a hablar siempre con los egipcios de los mismos temas: coches, petróleo, religión y futbol. En ese orden.
No sé cuantas veces tuve que aclararle a los lugareños que yo no era egipcio ni musulmán, sino mexicano con ascendencia española y, por consiguiente, posiblemente árabe. Cuando lograba convencerlos de que era extranjero, siempre terminaban platicándome de coches o, peor aún, de futbol, temas en los que soy un neófito, por decir lo menos.
Mientras avanzábamos rumbo al hotel, Asmee me señaló dos puntos de interés, uno político y otro religioso. El primero fue la tumba del ex presidente Anwar el-Sadat, quien recuperó la península del Sinaí (donde hay petróleo) luego de la ocupación israelí en 1973. El segundo fue el magnífico edificio de la Universidad de al-Azhar, fundada alrededor del año 970 de nuestra era y epicentro del estudio de la literatura árabe y el conocimiento islámico en el mundo.
No dormimos en el hotel Marriott, cuya estructura original fue construida para hospedar a la emperatriz Eugenia de Francia e intenta ser una replica del Palacio de Versalles. Sin embargo, el hotel Conrad al que llegamos tenía una vista espectacular del Nilo. “Egipto es un regalo del Nilo”, dijo alguien recordando a Heródoto. “‘Si tomas agua del Nilo, seguro regresas’, decimos aquí…, pero luego de purificarla, porque antes vas al hospital”, contestó Asmee en tono de broma para recordarnos de la contaminación.
Antes de irse, Asmee nos instruyó sobre qué hacer y qué no: beber agua embotellada, abordar taxis blancos con taxímetro, no preocuparnos si tomábamos alcohol, pues era tolerado para los turistas. También nos pidió siempre dar propina para no ofender a nadie. La propina es importante en su cultura (uno o dos dólares estadounidenses a maleteros y taxistas, 10% en restaurantes). Nos veríamos al día siguiente a las ocho de la mañana para visitar las pirámides y la Esfinge en Giza e ir al Museo Egipcio.
Desempaqué rápido y salí a la calle con cierta ansiedad por encontrarme con El Cairo. Necesitaba comprar bloqueador solar y cigarros para nuestras aventuras. Conseguí un mapa con el concierge, quien me mandó a una zona comercial al lado del centro comercial de la Torre de la Ciudad del Nilo. Me desconcertó que hicieran revisión de seguridad a la entrada. Como siempre, me vieron cara de egipcio, y me hablaban en árabe y no entendí. Di una vuelta a las tiendas. Me compré un café de Starbucks y fumé un cigarro dentro de una tienda de camisas de algodón.
Salí convencido de que quería enfrentarme a El Cairo profundo. El recorrido tomó ritmo cuando me perdí por las calles. Hombres y mujeres caminaban gallardos sin ninguna regla que yo conociera: se aventaban para cruzar la calle en cualquier punto. Empecé a ensayar la danza del atropellamiento inminente. No había semáforo que sirviera; me emocionaba ponerme al lado de algún lugareño para seguirlo entre coches a alta velocidad que luego se arremolinaban en línea por el tráfico y nos dejaban pasar triunfantes a la acera de enfrente.
De Giza al Museo Egipcio rematando en la Plaza Tahrir
Las pirámides de Giza están a 15 kilómetros del centro de El Cairo. Asmee llegó puntual. Nos montamos en una camioneta y tomamos camino. En el periférico de El Cairo desfilaron 1 000 casas a medio construir, sin decoración. Eran casas de los campesinos que aún quedan en la ribera del Nilo y pagan así menos impuestos. Dejan los cimientos de cuartos nuevos y segundos pisos a medio terminar para que sus niños los terminen cuando crezcan.
Asmee se la pasó hablando de política todo el camino. A los pocos minutos llegamos a la “calle de las pirámides”. Es famosa, dice Asmee, no sólo porque se ven las pirámides que rematan los múltiples edificios y viviendas, sino por sus cabarets. “Es que aquí vienen los hombres a divertirse…, bueno, los que no tienen buena reputación”, sentenció nuestra guía.
Asmee nos dio instrucciones que, a pesar de hacernos sentir como infantes, resultaron muy ciertas: “Cuando llegas te ofrecen un turbante gratis. Luego intentan venderte cosas haciéndote sentir que es obligatorio, pero no lo es. Debes recordar que montarse a un camello cuesta alrededor de 20 dólares más uno de propina. El mejor lugar es donde está la vista panorámica con las tres pirámides juntas”.
Nuestra camioneta llegó al pie de las tres pirámides. La policía turística egipcia, que tiene fama por su eficiencia, vigilaba discretamente la escena. Los vendedores libraban con los turistas la batalla por las divisas que dejan los recuerditos. Chinos y japoneses pululaban en grupos por todos lados. Una francesa con un gran sombrero me sorprendió con el clic, clic, clic de su cámara. ¿Habrá pensado también que yo era egipcio? No terminaba de reírme para mis adentros cuando vi lo inusitado: un grupo de chinos compraban souvenirs egipcios que seguramente se habían producido en su país.
Asmee nos llamó para darnos una amplia explicación sobre las pirámides de Giza. Traté de tomar notas con la mayor velocidad, pero la explicación continuaba en bombardeo. Asmee notó mi cara de angustia. Me percaté de mi ridículo cuando me di cuenta de que su explicación, recitada de memoria, podría encontrarse en Wikipedia. Caminé hacia la Gran Pirámide. Antes de entrar al corazón del símbolo de la grandeza histórica de Egipto, los consejos de Asmee seguían retumbando en mi cabeza: “No debes entrar si tienes problemas de la columna, asma o algún problema del corazón”.
Cuando empecé a subir por los tres tramos angostos del túnel que lleva a la cámara funeraria, entendí por qué se debían hacer estas previsiones. El primer tramo de escaleras es húmedo y se parece a los arcos de las construcciones mayas. Las vibraciones del eco retumbaban en las piedras. El segundo tramo es un rampita que sólo se puede escalar agachado. Entre un tramo y otro hay cámaras de seguridad que alguna vez, quizás en los años noventa, funcionaron. El trayecto está iluminado con foquitos, cuya instalación tal vez precede esa época.
Por fin llegué a la cámara funeraria de la Gran Pirámide. Cerré los ojos para tratar de imaginar cómo alguien podría sentirse más cerca del sol.
Bajé lo más rápido que pude. Al salir, me cegó una luz resplandeciente. Los turistas seguían en faena con los vendedores y los cazadores de propinas. Pasamos al lado de la segunda y tercera pirámides rumbo a una vista panorámica de las tres construcciones. Justo antes de llegar se veía a un grupo de turistas en una especie de coreografía comiquísima. Una chilena sostenía una charola imaginaria con la mano, mientras un inglés con cara de aventurero parecía empujar un aire pesadísimo y un hombre de rasgos árabes al lado acariciaba un pezón inexistente como a 20 centímetros de su oreja derecha. Cuando me acerqué al área coreográfica, escuché a la chilena en un grito: “Está buenísima”.
Acariciaba una cámara fotográfica. “¡Nos llevamos la pirámide en la mano!”
Ya rumbo a la Esfinge, Asmee me dijo que ahí también se lleva a cabo un espectáculo de luz y sonido por la noche.
Al pie de la Esfinge hay un pozo de los sueños. Gente de todo el mundo tira dinero para tener buena suerte. “Es buena suerte para la gente que trabaja aquí”, dijo Asmee con una sonrisa pícara.
En la Esfinge había más egipcios entre los turistas. La última moda entre los jóvenes son las playeras estampadas con famosos de occidente: Messi, Maradona, el Che Guevara. También abundan las copias de Nike, Adidas y Vans. Luego de que Asmee se quejó de que Napoleón osara tumbar la nariz de la Esfinge, se encontró y paró a platicar con una amiga de la escuela de guías que trabajaba con rusos. Me dijo que la conversación giró en torno al pronunciado escote de su amiga. La amiga justificó la osadía arguyendo que quería conseguir marido. Asmee le dijo que mostrarse así no era necesario.
“Si voy a conocer a alguien será un regalo de Dios”, concluyó enfática la anécdota mientras nos dirigíamos a la salida.
De repente se escuchó el llamado para el rezo. Los turistas seguían su recorrido sin inmutarse, mientras el viento levantaba la arena en giro místico. El llamado al rezo tampoco parecía tener efecto en los egipcios. Cuando llegamos a la camioneta que nos transportaría al Museo Egipcio de El Cairo, nos percatamos de que nuestro chofer no estaba, se había ido a la mezquita más cercana. Pregunté cada cuánto rezaban. Asmee me dijo que se hacían cinco rezos: el Fajr se realiza poco antes de amanecer; el Dhuhr, al que había ido el chofer, poco después del mediodía; el Asr, en la tarde; el Magrib, luego del atardecer, y el Isha’a, un par de horas luego de que anochece.
Me alivió saber que había alguien que seguía las reglas de la cultura local. El chofer fue el único egipcio que conocí que rezaba a sus horas. De hecho, tenía una enorme mancha oscura en la frente. Esa mancha caracteriza a los hombres que han tocado tanto el suelo con la frente al rezar que viven con una cicatriz permanente en medio de los ojos.
Entramos al Museo Egipcio de El Cairo. Se pagan 60 libras egipcias por la entrada general y 100 más si se quiere ver a las momias. Desde la entrada es claro que el imponente edificio no recibe mantenimiento desde hace décadas. Los techos se están descarapelando. Al piso de vinilo gris le faltan pedazos en algunas zonas. Todo se ve desgastado. No hay buena iluminación, sino lámparas de neón con algunos focos fundidos. Hay papiros antiguos en marcos descuadrados sobre paredes a medio pintar.
Desde el principio entendí que era absurdo intentar ver todo el museo. No hay aire acondicionado o mecanismos de control de humedad y tiene alrededor de 150 000 piezas sin una museografía clara. Algunas están amontonadas en vitrinas cerradas con alambritos trenzados. Muchas están exhibidas sobre el suelo y otras no tienen fichas explicativas. Algunas piezas, a manera de ficha museográfica, tienen cartoncillos en árabe e inglés con información mínima, alguna fecha. Eso sí, las piezas están muy limpias. De repente pasan los trabajadores de limpieza y las desempolvan con trapos.
Pasé largo rato contemplando el cofre de plata del faraón Sheshonq II, en la sala de la Tumba Real de Tanis, y me sentí hipnotizado por los ojos de la máscara funeraria del faraón Tutankamón, que me miraba.
A la salida del Museo Egipcio hay una cafetería muy agradable desde donde se ven las instalaciones del Partido Nacional Democrático (pnd) que alguna vez lideró el dictador Mubarak. Me senté en una mesa con un grupo de guías que hablaban inglés. Me explicaron que Mubarak mandó quemar el pnd para incriminar a los manifestantes que pedían su destitución hacía unos meses. El fuego estuvo a punto de llegar al Museo Egipcio de El Cairo. Ladrones intentaron robar el museo en medio de la confusión de las manisfestaciones contra el dictador, pero los jóvenes manifestantes hicieron una valla humana para protegerlo. Los ladrones mataron a uno de estos jóvenes.
Pagué mi café y caminé rumbo al restaurante donde comería con Diego, Asmee y el chofer. Justo afuera del museo había un grafiti político: eran consejos para los trabajadores del Ministerio del Interior pintado por los jóvenes de la Plaza Tahrir. Les recomendaban pagar bien a los policías para que hicieran bien su trabajo. También les recomendaban hacer el bien para Dios y la gente, y no sólo para aprovecharse de su poder.
Entre el Museo Egipcio y la Plaza Tahrir están construyendo un estacionamiento. Cuando uno sortea la construcción y el tráfico, llega por fin al jardín de la plaza. La gente veía con curiosidad la cámara de Diego. Llegaron niños para que les tomara fotos. Un joven nos recomendó fotografiar el grafiti al costado de la Universidad Americana de El Cairo al otro lado de la plaza. Hay un Kentucky Fried Chicken donde comían los manifestantes que traían algo de dinero y un hostal medio hippie llamado Akram Inn frente al jardín. Desde allí no deja de impresionar el pnd lleno de flamazos. “Así era la maldad de esta gente,” dijo Asmee.
La comida en el Felfela fue una delicia. No había conocido el verdadero faláfel (en el menú aparece como taamia) hasta que llegué allí. El Felfela fue el primer restaurante de calidad en servir comida popular egipcia y, por lo que alcancé a conocer, sigue siendo el mejor. Uno entiende en esa mesa por qué se volvió el lugar favorito de los diplomáticos que pasan por El Cairo. Ofrece precios razonables, atmósfera egipcia, buena cocina y un agua de limón con yerbabuena memorable. Pedimos el mixed grill luego de las obligatorias berenjenas, crema de ajonjolí, shakshuka, papas, betabel, kebab. Delicioso.
Nos despedimos de Asmee y el chofer. Decidimos quedarnos en el barrio para buscar galerías de arte contemporáneo, explorar la gastronomía local y regresar con más tiempo a conversar con los jóvenes en la Plaza Tahrir.
Empezamos a caminar en las bulliciosas calles del centro de El Cairo al atardecer. Luego de un rato, encontramos la The Townhouse Gallery. Desde 1998, éste ha sido uno de los espacios más importantes para la promoción del arte contemporáneo en Egipto. Cuando entramos estaban exhibiendo un proyecto de video colaborativo de artistas de diferentes partes del mundo: Ciudadano número 7 000 millones. Después fuimos a una tienda de artesanías y artículos de diseño de la misma galería al fondo de una calle llena de cafés muy animados.
Muy cerca de allí hicimos un descubrimiento gastronómico: el koshary. La gente se arremolinaba en el número 16 de la calle Maarouf-Champollion para probar este platillo que la familia del señor Abou Tarek sirve desde 1950. Con el tiempo me percaté de que el barato koshary es la verdadera comida nacional de Egipto. Es una mezcla de arroz, fideos, macarrones, verduras y carnes ricamente especiadas con una salsa de tomate. Frecuentemente, grupos de amigos y familias salen a comerlo para convivir tanto en El Cairo como en otras zonas urbanas de Egipto. Cuando el encargado se percató de nuestra presencia, nos invitó a pasar. El lugar estaba a reventar. Nos condujo con el dueño, quien nos pidió que tomáramos fotos de todo.
Regresamos a la Plaza Tahrir. De camino llegamos a El Abd Pastry para el postre. Son los mejores pasteles y galletas de El Cairo. Ya en la plaza nos sentamos en un salón de té. Un hombre pidió té con azúcar y narguile de tabaco con manzana. La parada fue esencial para revitalizarnos de las caminatas del día. Los hombres se extendían impúdicos en sus sillas. El mesero gritaba las comandas. Una mujer con dos niños se veían muy tiernos, aunque su marido me quiso matar con la mirada cuando los observaba. Ella sonreía bajo su velo, mientras yo disimulaba con mi propio vaso de té.
El jardín de la Plaza Tahrir huele a pollo frito. El olor del pollo Kentucky penetra en algunas zonas de la plaza. Los jóvenes estaban allí reunidos pasando el rato. Un chico abrió su laptop y sonó la música.
“¿Qué es ese edificio de allí enfrente?”, pregunté en inglés.
Nadie entendió. Ninguno hablaba inglés. Estuve un buen rato haciendo mímica, y nada. El grupo trató de ayudarme. Uno de los chicos intentó con un traductor de su iPhone, pero nada, la traducción no tenía sentido. También intentaron con mímica. Se reían de mí, conmigo.
No muy lejos había un grupo de veinteañeros. Eran estudiantes de Farmacología y sabían inglés. Les hice la pregunta: “¿Qué es ese edificio de enfrente?”. Me contestaron en inglés que era el Ministerio de Finanzas. La conversación empezó a fluir. Me ofrecieron un té. Me preguntaron qué era lo que hacía. Escritor. Les dio curiosidad. “¿Qué quieres saber sobre Egipto?” “Saber dónde divertirse, dónde comer rico.” Para divertirse me recomendaron ir al bazar de Jan el-Jalili. Y para comer rico me recomendaron el Kentucky Fried Chicken o un McDonald’s cercano. Inmediatamente notaron mi cara de desilusión. “OK, también puedes comer koshary y habas como nosotros.” Solté una risotada sin querer. Entonces se acercó un chico del primer grupo y, como pudo, me pidió un souvenir de México en intercambio por una moneda egipcia. No tenía nada para intercambiar. Ni siquiera una moneda. Sentí que había perdido una oportunidad. El chico de cualquier forma sacó una moneda y me la regaló.
“¿Esto de intercambiar cosas vendrá de los pueblos nómadas del desierto?”, pregunté. “Quizá, no lo sé”, contestó un farmacéutico.
También quisieron saber cómo veía la revolución que ellos habían iniciado en esta plaza. Les gustó que dijera que todos en el mundo sabíamos lo que pasó. Entonces empezó a sonar música. Preguntaron si me interesaba el futbol. Contesté con mi rotundo “no”. “¿Ni siquiera conoces al Chicharito?” “Bueno, lo conozco, pero no me gusta el futbol.” Sabían perfecto los detalles de la historia del Chicharito Hernández. Yo, en cambio, no pude mencionar personajes de la farándula egipcia. Me disculpé. Fue entonces que me pidieron hablar de sexo. Me negué. “Ustedes son musulmanes, ¿no? En mi país no entendemos muy bien hasta qué punto uno puede hablar de esas cosas por acá.” Me miraron con condescendencia. “Todos aquí somos adultos.”
Les encantaron mis historias de libertad sexual occidental. Empezaron así a hablar de sexo y de política con libertad. Dijeron que no les gusta el gobierno de Siria, porque su presidente es como Mubarak. También dijeron que están en contra de la ocupación de Palestina.
Un chico preguntó quién era mexicano. “Me gusta México.” “¿Qué sabes de México?” “No mucho, pero tengo un amigo mexicano. Ama a Egipto. Nos ayudó en la revolución. Estudia aquí. Venía todos los días. La policía pensó que era egipcio y lo hirió. Sigue siendo mi amigo. Quiero viajar a México algún día… ¿Me agregas en Facebook?”
Pidieron que me tomara fotos con ellos. Le hablé a Diego para que se llevara algunas tomas, pero era imposible interrumpirlo, fotografiaba un grupo de chicos que hacía acrobacias, y organizaron un alucinante concurso de breakdance para que las tomas fueran más espectaculares. La escena era una locura.
Saqqara y Menfis
Con apenas 36 horas en El Cairo, el fotógrafo y artista contemporáneo Diego Berruecos y yo estábamos emocionados. Nos levantamos temprano y fuimos en una camioneta para encontrarnos con nuestro guía para este día, Said Sayed, quien tiene una licenciatura para ser guía en español, además de estudios en egiptología. Visitaríamos la pirámide escalonada de Saqqara en la ciudad de Menfis, a unos 30 kilómetros de El Cairo en la ribera occidental del Nilo.
El camino cruza pueblos agrícolas y corre al lado de un canal de irrigación. Said nos contó que, en el último año, Egipto pasó de recibir 17 millones a 7 millones de turistas y, como la mayoría compra all-inclusive, escasea el trabajo. El problema de la falta de turismo se ha agravado con la crisis española. Él tiene una esposa y tres hijas.
“Casi no tenemos trabajo, pero hacemos niños”, dijo en broma.
Seguimos el camino, entre anécdotas, chistes colorados y preguntas. Pasamos varias tiendas de alfombras. Los niños aprenden a tejerlas en esas tiendas-talleres rodeadas de datileras. Las más recomendables están poco antes de llegar a la zona arqueológica de Saqqara. Sayed sugiere ir a El Sultan Carpet School o la Nile School for Handmade Carpets. Como es de esperar, allí hay que regatear y tener un guía de confianza para que te ayude.
En la entrada a la zona arqueológica de Saqqara, uno siente, por fin, que está en el desierto del Sahara. Ahí termina el paradisiaco paisaje de palmeras y empiezan las dunas inexorables. Nuestra primera parada fue en la tumba de Mereruka. Es la tumba más grande del Imperio Antiguo del que tengamos noticia: una sepultura familiar con 37 habitaciones, de las cuales 17 fueron usadas por el rey Mereruka y el resto fue reservado para su esposa y su hijo. Algunas salas se usaban como almacenes y, por eso, no están decoradas. Pudimos entrar. La tumba era espectacular. Tiene alto y bajorrelieves pigmentados: escenas de la vida cotidiana del Egipto antiguo; escribas registrando tributos; escenas de cacería, pesca, agricultura y ganadería; hipopótamos, aves, ganado, cocodrilos y niños jugando. Y lo más inusitado: ¡hay grafitis de los arqueólogos que descubrieron el sitio a finales del siglo xix! Luego vimos la pirámide de Titi y la tumba de Kagemni en la misma zona arqueológica. Decidimos apresurarnos para visitar la pirámide escalonada de Zoser.
Llegamos luego de unos cuantos minutos en el coche. Como en todo sitio arqueológico abierto a turistas, nos recibieron los vendedores. La pirámide escalonada de Zoser, con sus 61.5 metros de altura, es la primera estructura de piedra a gran escala en el mundo. Fue construida por el primer arquitecto de quien tengamos noticias, Imhotep, alrededor del año 2650 antes de nuestra era.
A pesar de que el sol abrasador estaba en su cenit, caminé al pie de la pirámide. El proceso de restauración era impresionante. ¿Cuántos hombres habrán movido todas esas piedras calizas? Debían ser cientos. Pasó un grupo de trabajadores que luchaban para transportar cuatro piedras con una carreta.
Mientras un burro rebuznaba, se acercaron dos turistas ingleses vestidos con sombreros coquetos. Al fondo se escuchaban los gritos de los trabajadores, una explicación en inglés muy correcto, el ruido de martillos y de una grúa que bajaba una carretilla desde la cúspide. Said nos dijo que podíamos visitar Menfis.
En Menfis me dio la impresión de que la gente es más feliz, porque hay árboles, es fresco, los pájaros cantan. Había muchas estatuas, entre ellas una esfinge de alabastro de 80 toneladas de una sola pieza. También estaba la estatua inconclusa de Ramsés II. El lugar tenía un jardín muy agradable.
Vi una planta parecida al agave. Me dijo Sayed que, en Egipto, tienen la idea de que el agave es muy amargo, aunque, gracias a los múltiples turistas mexicanos que ha atendido, sabe que puede usarse para fabricar tequila.
De regreso a El Cairo, Sayed nos dijo que a los egipcios les encanta comer en la calle. Por las mañanas, en los puestos ambulantes se vende habas, frijoles y garbanzos; por la tarde y noche se ofrece hígado de pollo o camello. Por las noche también es frecuente reunirse con amigos parar comer koshary.
“Oye, y con eso de que pueden tener hasta tres esposas, ¿no tienen algún platillo afrodisiaco?”, pregunté.
“El mejor afrodisiaco es el pichón con arroz. Te lo dan en tus bodas”, contestó con sonrisa pícara.
“Pero no vamos a comer eso ahora, ¿verdad?”
Estábamos en el restaurante del Parque Al-Azhar cerca de la universidad islámica, adonde viene gente de todo el mundo para estudiar literatura árabe e islam. Los jóvenes pagan cinco libras (seis son un dólar) para entrar con su pareja y darse arrumacos lejos de la vista de la gente. “Aquí me robé más de un beso”, me dijo Sayed en broma.
La comida no era fenomenal, pero supuse que el lugar se llena mucho y es muy frecuentado por lugareños para disfrutar de la vista: desde allí se divisa la Ciudadela de Saladino con su Mezquita de Alabastro, que es una copia de la Mezquita Azul de Estambul.
La Mezquita de Alabastro y Jan el-Jalili antes de partir
Cuando a la mañana del siguiente día llegó Sayed, decidimos partir rumbo a la Mezquita de Alabastro. La entrada y la construcción se revelaron monumentales. La Ciudadela de Saladino que alberga la mezquita fue construida en 1167 por este guerrero kurdo de Irak. Mientras caminábamos me impresionó pensar que de Saqqara a la mezquita hay 4 000 años de distancia. En la actualidad, la Ciudadela de Saladino alberga varias mezquitas. La de Alabastro debe su nombre a que se construyó con este preciado material de recubrimiento traído de Italia entre 1830 y 1848. También se le conoce como la Mezquita de Muhammad Alí en honor al gobernante que mandó construir este lugar de rezo y reunión como copia de la Mezquita Azul de Estambul. La mezquita en general, y el patio en especial, es rara porque en Egipto no se usa este tipo de decoración. En un costado del patio hay un reloj francés regalado por el rey Luis Felipe de Francia en 1845. Muhammad Alí reciprocó al rey enviando el obelisco de Luxor que ahora está expuesto en la Plaza de la Concordia en París. Sayed me contó que el reloj está averiado. Cuando llegó a El Cairo hubo un accidente, se golpeó y nunca más volvió a funcionar.
Cuando llegamos al bazar Jan el-Jalili, me dio la impresión de que todo estaba montando para turistas, aunque atrae a egipcios por igual. Es un caravanserai del siglo xiv en el corazón de la zona islámica antigua de El Cairo, en cuya entrada está la Mezquita al-Hussein. Había muchísimas callecitas de tiendas de objetos de cristal, textiles, ropa, esculturas, narguiles, lámparas, antigüedades, joyería. Algunas cosas son egipcias y muchas otras fabricadas en China. Pasamos una escuela, un pozo de agua, un manicomio y un despacho de optometrista.
Habíamos avanzado mucho cuando vi una pescadería muy simpática. Resultó ser la pescadería del restaurante Hanen. Paré para ver el pescado fresco de este excelente restaurante. Sentí que las anguilas me regresaban la mirada de tan frescas.
Si uno avanza lo suficiente, sale del circuito de turistas y descubre el mercado de los lugareños. Muchas uvas, tomate, vendedores de un jugo de caña, limones, chiles, habas cocidas, camotes, pizzas con pan árabe. Había verduras que no conocía, como el ocra, que se cocina con carne y era una de las verduras favoritas de Cleopatra.
Al ver tanta comida se nos abrió el apetito. Fuimos al Naguib Mahfouz Cafe, el restaurante favorito de este escritor egipcio que ganó el Nobel de Literatura en 1988. Ubicado en medio del bazar Jan el-Jalili, este sitio ofrece buena comida egipcia con excelente servicio a un precio razonable, aunque ahora es manejado por una cadena india. Comí rabbit molokheya, conejo preparado a la usanza egipcia, y una ensalada con las excelentes berenjenas que se venden en el mercado.
Bien comidos y mejor paseados concluimos nuestra visita por El Cairo con la convicción de que esto era apenas el inicio de todo lo que Egipto puede ofrecer y ofrecerá.