Tierra santa y de contrastes, Israel confronta a los viajeros como pocos países en el mundo. Visitarlo es estar ante un espejo que, además de mostrar lo mejor y lo peor del hombre, cuenta su historia como nadie. Contradictorio, emocionante y pródigo en virtudes, este minúsculo territorio siempre en disputa nos recuerda, entre su vida y sus caminos, todo aquello que nos hace humanos.
No hay silencio en la iglesia del Santo Sepulcro. Los rezos murmurados y los gemidos de aflicción lo llenan todo. Sobre la piedra en la que se cuenta que reposó el cuerpo de Cristo cuando fue retirado de la cruz, hay decenas de manos. Los dedos recorren con fervor cada milímetro de la superficie. Nadie pregunta si lo que se dice sobre ese bloque rocoso o sobre la tumba (que exige tres horas de fila o más para ser vista) es verdad. Los dogmas de fe no se cuestionan.
Muchas mujeres llevan pañuelos blancos. Vierten agua o aceite sobre la piedra y luego recogen el líquido con el pañuelo como para que algo de la roca se impregne en él y entonces puedan llevar a sus hogares un poco de divinidad. La luz es tenue y el aire huele a cera. Miles de velas se encienden al día como símbolo de plegarias que esperan ser atendidas o de agradecimientos que desean ser escuchados.
Cerca de ahí —porque todo está cerca en la minúscula ciudad vieja de Jerusalén— se escuchan otros ruidos. Son cantos de júbilo de las familias que celebran el bar mitzvá de jovencitos de 13 años que, a partir de la ceremonia, se consideran ya maduros y responsables de sus actos. Suenan voces, trompetas y tambores. Las comitivas arrojan dulces a los transeúntes. Se puede deducir, por su ruta, que antes han estado en el Buraq o Muro Occidental, que por muchos años el mundo llamó Muro de las lamentaciones.
La explanada del muro tiene dos divisiones importantes. Una es una barrera móvil que parece improvisada, la otra es el muro mismo. La primera separa a los hombres de las mujeres porque, entre muchas otras cosas en el judaísmo, ambos sexos no pueden rezar juntos.
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Cada quien de su lado dirige sus oraciones hacia el Buraq, vestigio de una muralla que data de la época del Segundo Templo de Jerusalén (515 a. C.). Pero en realidad los creyentes no ven hacia el muro, sino hacia lo que hay al otro lado de él: una roca sagrada cubierta por una cúpula que comparte explanada con la mezquita de Al-Aqsa, el tercer lugar sagrado del islam desde el que, puntuales, se escuchan cinco veces al día los cantos del almuédano que invita a rezar en dirección a la Meca.
Dicen los musulmanes que desde esa roca Mahoma subió al cielo en el año 621. Dicen los judíos y los cristianos que fue ahí donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac y que fue desde esa roca y de ninguna otra, que Dios empezó a construir el mundo. Es en esa “roca fundacional” donde cuentan que alguna vez se encontró el punto más sagrado del tabernáculo del Primer Templo de Jerusalén que construyó el rey Salomón para contener, entre otros elementos sagrados, la mítica arca de la alianza, un cofre diseñado por Dios que guardaba las tablas de la ley y que, se rumora, hoy está en una iglesia en Etiopía, aunque eso nadie lo sabe con certeza. (Como nadie sabe de cierto si en esa roca comenzó el mundo o no).
En Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll nos presenta entre sus personajes a una reina (la de corazones) que se presume “capaz de creer en seis cosas imposibles antes del desayuno”. Para el historiador israelí Yuval Noah Harari, esa amplia disponibilidad de fe es natural en cualquier ser humano. “Nunca convenceremos a un mono para que nos dé un plátano con la promesa de que después de morir tendrá un número ilimitado de plátanos a su disposición en el cielo de los monos”, dice en su libro Sapiens. De animales a dioses: una breve historia de la humanidad. Pero los humanos nos hemos convencido de eso y más. Creer es importante para nosotros. No sólo nos ayuda a eliminar la ansiedad que nos provoca el pleno desconocimiento de nuestro origen, sino también nos ha diferenciado de cualquier otra especie que habita el planeta. Podemos crear ficciones y compartirlas. “La ficción nos ha permitido no sólo imaginar cosas, sino hacerlo colectivamente. Podemos urdir mitos comunes tales como la historia bíblica de la creación, los mitos del tiempo del sueño de los aborígenes australianos y los mitos nacionalistas de los estados modernos. Dichos mitos confirieron a los sapiens la capacidad sin precedentes de cooperar flexiblemente en gran número […] Esta es la razón por la que los sapiens dominan al mundo.”