Algo raro ocurre cuando se visita Panamá: no hay forma de dejar de pensar en el mapa del continente americano. Será porque es el único país de América en donde las costas no están a este y oeste, sino al norte y al sur. Este pequeño país de 700 kilómetros de largo y apenas 80 en su parte más angosta, nació para grandes cosas. Hace tres millones de años unió América del Norte con América del Sur dividiendo los océanos Atlántico y Pacífico, convirtiéndose en un puente de tierra entre estos dos hemisferios. La corriente de aguas cálidas del Caribe, que antes pasaba de este a oeste, se arremolinó en el Golfo de México y siguió camino hacia el Atlántico Norte y Europa, sumergida hasta ese momento en el frío más atroz.
El clima en Europa se volvió benigno y las zonas áridas de África se desertificaron provocando, según algunas teorías, que los homínidos que las habitaban tuvieran que desarrollar nuevas estrategias de supervivencia y, tal vez, el comienzo de la evolución. Este efecto dominó es lo que lleva a decir a algunos expertos que el surgimiento del istmo de Panamá es el acontecimiento geológico más importante ocurrido en la Tierra, después de la extinción de los dinosaurios.
Varios millones de años después, más exactamente hace apenas un siglo, el hombre decidió abrir un canal en esa franja de tierra para que Atlántico y Pacífico se volvieran a conectar. La inauguración del Canal de Panamá, el 15 de agosto de 1914, constituyó una hazaña de la ingeniería, un hito fundamental para la navegación y comunicación entre los países y hasta un aporte ecológico, ya que acorta la ruta de los buques reduciendo las emisiones de dióxido de carbono.
Gran parte de esto puede apreciarse en las dos visitas ineludibles en la ciudad de Panamá, punto de llegada desde el exterior: el Biomuseo y el Canal. El Biomuseo es la nueva joya de la ciudad que se inaugurará en coincidencia con el aniversario del siglo del Canal. Obra del gran arquitecto Frank Gehry, casado con una panameña, sus varios techos de colores superpuestos parecen mariposas y pueden verse desde el Casco Viejo y otras zonas de la ciudad. La muestra permanente se llama “Panamá, puente de vida” y es fácil entender por qué. Especies de animales y plantas migraron de norte a sur y viceversa multiplicando la biodiversidad del planeta. La zarigüeya, el armadillo y el puercoespín cruzaron de sur a norte mientras los antepasados de los osos, gatos, perros, caballos, llamas, y todos los mapaches viajaron desde el norte hacia el sur.
El museo está ubicado en la Calzada de Amador, a orillas del Canal donde los grandes buques hacen fila para dirigirse hacia el Atlántico. Hasta 1977, esta zona formaba parte del área restringida a la que sólo ingresaban los soldados norteamericanos que administraban el Canal. Los barcos pasan uno tras otro por la mañana y a partir de las dos de la tarde, por lo que conviene planear la visita a las esclusas de Miraflores en esos horarios para ver su funcionamiento. Esta monumental obra de ingeniería, ahora en ampliación, se vuelve heroica al visitar el museo donde se exhiben fotos, maquetas y herramientas con las que trabajaban en 1910.
La atracción mayor es asomarse a la terraza y ver cómo, uno por uno, los barcos se ubican dentro de una estrecha pileta y, al igual que un elevador de agua, la piscina se llena para subirlo varios metros y pasarlo a la siguiente, arrastrado por unas pequeñas locomotoras que se desplazan sobre vías en los muros perimetrales. Entre el océano Pacífico, donde está ubicada la ciudad de Panamá, y el mar Caribe, está el lago Gatún, a 26 metros sobre el nivel del mar. Las esclusas tienen la función de “subir” los barcos hasta el nivel del lago. Una vez cruzado el Gatún, otro sistema de esclusas lo “bajan” hasta llegar al mar Caribe.
El Canal ha dejado profundas marcas entre los panameños. En 1977, con la firma del acuerdo Carter-Torrijos, se fijó que Estados Unidos controlaría el Canal hasta el 31 de diciembre de 1999. Esto significó una convivencia prolongada con soldados norteamericanos, que tenían en plena ciudad una gran área restringida a los locales, con sus barrios de casas iguales, su propio servicio médico y hasta su iglesia. Algunos panameños comentan con ironía que, en plena Guerra Fría, la Zona del Canal se parecía mucho a una aldea comunista donde todo lo proveía el estado.
La construcción del Canal fue financiada en gran parte por el Citicorp, que funcionó en un edificio de 1917, en el Casco Viejo, transformado hace pocos meses en un fantástico hotel, el American Trade. El edificio, ubicado frente a la plaza Herrera, donde antiguamente se hacían corridas de toros, ha sido reciclado con buen criterio, manteniendo no sólo su fachada original, sino los interiores. Desde las habitaciones se pueden ver los barcos enfilando hacia el Canal, y los techos de colores de Gehry. Su restaurante y el Danilo´s Jazz Club, dirigido por el músico Danilo Pérez, son además un punto de encuentro y epicentro del circuito nocturno.
Este barrio, cuya fundación se remonta a 1673, fue rescatado del abandono y declarado Patrimonio de la Humanidad en 1997. Hay edificios históricos en casi todas las esquinas, construidos entre los siglos xvii y xix, la mayoría recuperados, donde funcionan bares, restaurantes, hoteles, y tiendas de souvenirs interrumpidos cada tanto por un edificio aún en ruinas. Son riquísimos los helados artesanales de Granclement Gourmet; los platos latinos, en especial los ceviches, de Diablicos, y la carta de vinos de Di Vino Enoteca, ubicado frente a la plaza y la Catedral de 1673, con su altar de oro.
Se puede recorrer a pie la cinta costera, desde el Casco Viejo hasta el distrito financiero, con sus torres vidriadas, como la f&f Tower, más conocida como el Tornillo por su estructura retorcida, y la Trump Tower, con una estampa muy parecida al Burj Al Arab de Dubai, que le valió una denuncia por plagio. Antes de llegar, tras una hora de caminata, el shopping Multiplaza Pacific es la meta de muchos turistas atraídos por los buenos precios.
Los fanáticos del shopping se debaten entre comprar en los malls de la ciudad de Panamá o ir hasta Colón, a 80 kilómetros, un enorme área portuaria para compras al mayoreo y exportación directa, libre de impuestos. También se puede comprar al por menor, pero es posible que una autoridad aduanera cobre el impuesto a la salida, por lo que, entre el gasto de traslado y guía, conviene comprar en la ciudad de Panamá y sumar de paso, una pausa para un café.
El mar se resiste a formar playas en la costa urbana, por lo que los fines de semana se produce un éxodo a Playa Blanca y alrededores, a una hora y media de la capital. Allí, sobre el Pacífico, florecen los complejos de clubes de campo, condominios y predios que conjugan los hoteles con las residencias y canchas de golf. El más completo y lujoso es el JW Marriott ubicado en Buenaventura, dentro de un gran club de campo. La playa de arena volcánica y palmeras es amplísima, aunque el mar, hay que decirlo, no tiene el encanto del Caribe, pero es más que suficiente para quienes buscan escapar de la ciudad. El hotel cuenta con una cancha de golf diseñada por Jack Nicklaus y ofrece también excursiones, entre ellas al Valle de Antón, que alguna vez fue el cráter de un volcán y hoy guarda pozos termales a donde ir a tomar baños y hacerse máscaras de barro.
Rumbo a la costa
El destino sobre el Caribe es Bocas del Toro, un archipiélago con una decena de islas y cayos, al noreste de la ciudad de Panamá. Se puede llegar por tierra tomando la Carretera Interamericana hasta Chiriquí, de allí otra carretera interna hasta el puerto de Almirantes, frente a la isla Colón, y cruzar en lancha hasta Bocas, la única ciudad. Otra opción es tomar un avión. La gracia está en hospedarse en medio del agua, donde no haya rastros de urbanidad y por eso decenas de lanchas parten del puerto de Bocas con sus huéspedes a puntos distantes dentro de la misma isla Colón o a islas vecinas. Este mar, verde y transparente, es un mar interior, calmo como un lago, y salpicado de pequeñas islas de tupidos manglares, sin playas. La marea no sube ni baja más de dos centímetros, por lo que es habitual ver casas de madera construidas sobre palafitos.
Así es Punta Caracol, a 15 minutos en lancha hacia el noroeste de Bocas: nueve bungalows de madera y techo de hojas de palma levantados sobre el agua, con el lecho marino a un metro de profundidad, y unidos entre sí por tablones de madera que hacen las veces de puentes. Una construcción pequeña funciona de lobby, donde la simpática y eficiente Stephi organiza el día de sus huéspedes, mientras en la otra punta una construcción más grande aloja el restaurante.
Llegar a Punta Caracol es como llegar a un barco quieto y asomarse por la baranda para ver peces, corales, erizos negrísimos, rayas pintadas, que podrían tocarse con sólo estirar la mano. La bienvenida es un trago o una cerveza Balboa en el deck, junto al restaurante, para esperar la noche. Aquí también hay un muelle y un grupo de cuatro chinos aprovecha la última media hora de luz para dar una vuelta en kayak.
El cielo duplica los dibujos de nubes y colores en el mar liso como un espejo, y de pronto los peces empiezan el show: saltan, no como excepción, sino como rutina. Los chinos gritan, se mueren de risa y se les da vuelta el kayak. El mozo y el cocinero siguen con lo suyo, acostumbrados a lo extraordinario, pero cada anochecer, cuando llega un nuevo huésped, escuchan las mismas exclamaciones, mitad susto, mitad admiración, provocadas por los peces voladores.
Los bungalows de dos pisos tienen una cama grande en el primer piso y dos simples abajo, junto a la terraza y muelle privado. Unas hamacas tientan a dormir al aire libre. El agua del baño es bastante salobre, alcanza para ducharse, por eso hay grandes botellones de agua para beber. A la mañana siguiente, Stephy comenta las opciones de plato para la cena que hay que elegir antes de salir de excursión y aconseja, por las condiciones del clima, recorrer la Dolphin Bay, practicar snorkel en Coral Bay, almorzar langosta y pasar la tarde en la playa de Red Frog.
¿Por qué los nombres son en inglés? Porque esta región fue poblada por angloparlantes, primero por norteamericanos que habían participado en la construcción del ferrocarril, y más tarde por norteamericanos que controlaron el Canal. Recién en los años noventa, Bocas fue “descubierta” por mochileros y panameños del norte que aumentaron la población que hoy alcanza los 13 000 habitantes.
La lancha del capitán Alejandro parte después del desayuno, con los chinos, propietarios de un supermercado en la ciudad. Cruzamos la bahía de Almirante con dirección a la isla Cristóbal donde navegamos un buen rato, paralelos a la costa norte de la isla, hasta encontrar una entrada en la zona de manglares. Al pasar por esa puerta virtual, entramos a un laberinto de islas de mangle, hasta llegar a la bahía de los delfines donde otras lanchas esperaban a los cetáceos que, sin avisar, aparecen y desaparecen en grupos de hasta diez a babor y estribor. Los chinos señalan y no dejar de hablar ni reírse un minuto.
Saciada la avidez fotográfica, seguimos hasta Coral Bay, en la isla Bastimentos, de 52 kilómetros cuadrados y donde se encuentra el Parque Nacional Marino. Jazmín, un restaurante flotante, es la opción para quienes prefieren tomarse una cerveza en lugar de hacer snorkel. Alejandro apaga el motor, echa el ancla y reparte máscaras, aletas y tubos. Ninguna otra palabra más que jardín sería apropiada para describir los corales naranjas, violetas, rojos, verdes y amarillos fluorescente, rígidos como trompetas o dóciles, que oscilaban al compás del mar.
Los peces parecen cansados de tanto turista y salen de sus escondites sólo cuando algún guía desmenuza una rodaja de pan, entonces sí, de todos los tamaños y colores parecen venir desde Yucatán, incluido el pez loro, que abre grande su boca de labios turquesa.
Con el espíritu lleno tras media hora de snorkel, nada mejor que una langosta. Las personas impresionables —que no era el caso de los chinos— mejor que miren para otro lado cuando el cocinero de Jazmín tire de la soga que sostiene la jaula con las langostas, que asciende desde el agua. Pero qué manjar incomparable, cocinadas en su punto justo y servidas con ensalada, un timbal de arroz y una cerveza Balboa.
La próxima parada, tras otros veinte minutos de lancha, es la playa Red Frog, también en la isla Bastimentos. La lancha atraca del lado del mar interior y, tras una caminata de quince minutos por un sendero, se llega a la playa del lado del mar abierto. El sendero atraviesa un clásico bosque lluvioso tropical y es la ocasión para intentar ver perezosos, aves y la rana roja que le da nombre a la playa. Con suerte, algunos niños se cruzan en el camino con un frasco con la rana y la prestan para la foto a cambio de unos dólares, algo que trae sus dilemas ecológicos, porque la ranita está en peligro de extinción, pero la tentación en grande: es tan venenosa como preciosa, de rojo intenso y manchas azules. Dendrobates pumilio es el nombres científico de esta ranita que no llega a medir los tres centímetros, y que además es el símbolo de Panamá, que sólo habita en Costa Rica, Nicaragua y Bocas del Toro.
En la playa, una herradura que se recorre en 15 minutos de punta a punta, los más jóvenes están concentrados en surfear las olas o sumarse a un grupo donde alguien rasguea una guitarra. La cena en Punta Caracol se sirve a las 20:30. Una pareja de Costa Rica ha llegado por la tarde y comentan el susto que les dieron unos peces que saltaron a menos de un metro de su terraza. Los chinos acarrean todos sus aparatos electrónicos para cargar las baterías en el restaurante, único lugar para hacerlo.
La mañana siguiente, Stephi recomienda ir al lugar más fotografiado de Bocas del Toro, la playa de las estrellas y después seguir camino a Boca del Drago, ambas en la isla Colón. Veinte minutos después, y con los compañeros chinos, el capitán Alejandro, grita “tierra a la vista”, cuando en el horizonte aparece una playa de postal, fina línea de arena blanca y palmeras arqueándose como para beber el agua turquesa. Alejandro apaga el motor mucho antes de llegar a la orilla y empuja a mano la lancha. Entrega máscaras y tubos, y cuenta la particularidad de esta costa que cae abruptamente tras unos metros de levísimo declive.
En ese declive, están las estrellas, que no pueden tocarse, mucho menos levantarse. Rojizas, amarillas y naranjas, de hasta quince centímetros, decoran la arena bajo el agua. Con paciencia, y habilidad para quedarse suspendido sobre una de ellas, es posible ver cómo avanzan lentamente dejando tras de sí un dibujo en la arena. Hay tantas que, como las del cielo, es imposible contarlas.
Una caminata por la playa nos lleva hasta Boca del Drago, en la punta de la isla Colón, frente al continente, del que nos separa el canal de Soropta por donde el mismísimo Colón navegó en su primera incursión a Panamá. Se ve la espuma de las olas del mar abierto y, fuera de nuestra vista, se adivina la isla de los Pájaros, un santuario de aves al que conviene ir sólo si el mar está muy calmo. En Boca del Drago, el restaurante Yarisnory ofrece un menú sencillo, pero abundante y sabroso, a base de pescados y frutos de mar.
El archipiélago esconde otros tesoros en sus más de diez islas y cayos que suman 250 kilómetros cuadrados, pero hay que tener en cuenta que ir de uno a otro puede llevar hasta medio día, y la elección dependerá de los vientos y las condiciones del mar, sobre todo para aquellas excursiones que implican salidas a mar abierto, como los cayos Zapatilla, dos islas pequeñas dentro del Parque Nacional, los más alejados, o la isla de Popa, donde hay una aldea indígena.
Parte del encanto de Bocas del Toro es que nació hace poco al turismo, y nada se revela tan fácilmente. Seguramente otros jardines permanecerán secretos bajo el agua por mucho tiempo, para felicidad de los peces.