El cementerio de la Recoleta, los delis y las tiendas de diseño en Palermo Viejo, los shows de tango en La Boca, la feria de antigüedades y los bares de San Telmo, las parrillas con carnes for export en Puerto Madero: ésos son los sitios obligados para cualquier visitante. Son lugares sin duda emblemáticos pero repletos de hordas muñidas con cámaras de fotos, filas interminables y guías de turistas que hablan a gritos. Se puede, en cambio, conocer otros espacios menos transitados, menos obvios.
Colegiales
Es un barrio con calles de adoquines y vecinos que se sientan en sillas de plástico sobre la vereda a tomar mate y ver a la gente pasar. Según un estudio de 2009 hecho por la Universidad de La Plata, es el barrio con mejor calidad de vida de la ciudad de Buenos Aires. Cerca de Belgrano y Palermo, lleva su nombre por haber sido, desde el siglo XVIII, el lugar de vacaciones de los alumnos del Colegio Máximo de San Ignacio, “la chacrita de los colegiales”.
En Colegiales, los árboles —ficus, sauces, algún jacarandá— crecen con desparpajo en las veredas, levantando las baldosas y echando sombra sobre los autos que los vecinos dejan en la calle. Las casas suelen tener las persianas cerradas, pero si uno se acerca se puede oír algo de lo que sucede en su interior: la música de un violín que repite una y otra vez la misma melodía, el relator de un partido de futbol.
Casi no hay edificios, y los que hay son de pocos pisos. Algunos fueron fábricas y hoy, remodelados, sirven como oficinas para agencias de diseño o publicidad, como los Silos de Dorrego, en Dorrego y Conesa. La mayoría de los comercios está sobre las avenidas importantes —Federico Lacroze, Álvarez Thomas, Cabildo—, fuera de esas avenidas eléctricas, Colegiales es un barrio de casas y vecinos.
Aunque es cierto que Colegiales está de moda (“el nuevo Palermo Viejo”, dicen), todavía se puede ir de compras a precios razonables. En el showroom de Praliné, en un segundo piso sobre la avenida Álvarez Thomas, hay prendas a precio casi de mayorista con diseños originales y estampados naïf; en Balaciano, sobre la calle Zabala, hay vestidos hiperfemeninos, faldas de encaje y tapados largos con cuello de piel.
Para objetos de diseño, el lugar es La Dominga, donde hay fundas para celulares con forma de casete o sombreros tejidos con forma de oso. “La idea es solucionarle la vida a la gente del barrio, que no tenga que irse hasta Palermo para comprar un regalo”, explica Pablo Gamba, diseñador gráfico y dueño del local junto con su mujer, Ana Poggi.
La decoración es otro rubro que crece, impulsado por la clientela que llega a Colegiales por el Mercado de las Pulgas, también en el barrio, un predio gigantesco donde se pueden conseguir desde una vajilla antigua hasta muebles de campo viejos.
En línea con el diseño retro, Laboratorio de Objetos, en Freire y Zabala, tiene una selección de muebles estilo estadounidense de los años cincuenta y sesenta, pero restaurados y listos para llevar a casa. Arte también hay: en la trastienda de la galería de Alejandra Perotti y en la galería emergente Formosa y en el Club Cultural Matienzo, con ciclos de cine alternativo, lecturas de poesía y muestras de pintura.
Para los amantes del arte callejero, Buenos Aires Street Art Tours ofrece un paseo que recorre Colegiales, Palermo y Chacarita descubriendo grafitis urbanos bajo la guía experta de Matt, también artista.
Desde afuera parece un garage o una vulcanizadora, pero adentro hay otro universo: la cocina de Marcia Krygier. Un horno industrial, las paredes repletas de estantes y vitrinas con ollas, cuchillos japoneses, vasos medidores, frascos de vidrio con especias. Una gran mesa de mármol en el centro y bancas alrededor, donde se sientan los aprendices —hombres y mujeres jóvenes, en general— y toman té helado antes de empezar a cocinar.
Marcia, que primero fue arquitecta y luego chef, explica que en sus clases se cocina un menú que puede ser, por ejemplo, sándwich de cuadril glaseado en pan de pimientos y helado de jengibre. Luego se sientan todos a comer en una mesa junto a la cocina, con vajilla antigua y un vino que lleva alguien del grupo.
“Así la comida tiene un sentido mucho más amplio y más fuerte que es el resultado de todo un proceso”, dice. La de Marcia es una escuela de cocina, pero comer bien no es difícil en Colegiales.
Están el clásico Le Blé, sobre Álvarez Thomas, con delicias de la pastelería francesa, o Crisol, el lugar perfecto para un brunch o la merienda de sábado por la tarde con scones gigantes y muffins de peras; Les Croquants, que vende macarons como los de París; el Club Deportivo y Social Colegiales, fundado en 1927, donde sirven parrillada para dos con vino tinto.
Los restaurantes a puertas cerradas, como Almacén Secreto, de comida autóctona (locro, cordero, humita), y Cocina Sunae, de comida del sudeste asiático, ambos en casas amplias con mesas en el jardín. Y La Prometida, un clásico del barrio con un cartel en la puerta que dice: “Bar-Restaurán” (así, en porteño) y mesas con manteles de hule y canastas de pan casero, tan casero que se puede ver, al fondo, la panadería donde se amasa y se hornea.
Once
Oficialmente no es un barrio, pero a quién le importa. El Once, como se le suele decir, es tan obvio para los porteños que sus límites geográficos o su denominación oficial no hacen al asunto: lo que importa es que existe y que ahí está cuando se le necesita, para abastecer de pelucas cariocas a una fiesta de graduación o de encaje de Chantilly a la novia más exigente.
Es una relación de amor-odio: hay mucho tráfico, las calles son demasiado angostas, los locales cierran muy temprano (a las cinco o seis de la tarde, mucho antes que en el resto de la ciudad), las veredas están repletas de basura, pero qué buenos precios, qué variedad, qué satisfacción la compra al por mayor y la misma bufandita que estaba a 80 pesos en una tienda coqueta, acá está a 35.
Por trazar un límite borroso, el Once se desparrama entre la Avenida Pueyrredón y la calle Junín y entre las avenidas Córdoba y Rivadavia, y alberga en este puñado de manzanas más de 30 000 locales de venta al por mayor y al por menor. Es el reino del “hágalo usted mismo” y el “más barato por docena”. El nombre surgió por su cercanía al antiguo Mercado 11 de Septiembre y a la estación ferroviaria homónima.
“Mirá tranquila eh, y me preguntás. Tenemos muchos más hules arriba. ¿Qué buscabas, para un mantel? Este de las naranjitas es precioso. Y de buena calidad.”
El hombre es panzón y se mueve con dificultad entre las toneladas de rollos de telas apoyados sobre mesas altas. Son casi las cinco de la tarde y el negocio está repleto de gente. En carteles escritos a mano se anuncia: “Hay gross – Kanvas – Franela – Lienzo – Hule”. “2º calidad”. “Discontinuos”.
Sobre las calles Azcuénaga y Larrea están los negocios textiles, donde se pueden conseguir telas para cortinas, camisas o vestidos de noche, además de retazos de géneros que se venden por peso. Como la gran mayoría de las tiendas de este rubro pertenece a la comunidad judía, el Once suele estar atravesado por sus festividades (muchos locales cierran los sábados para respetar el shabat).
Los primeros judíos se instalaron en el barrio alrededor de 1870 con locales comerciales y, luego, con instituciones religiosas y comunitarias, haciendo del Once el barrio judío por excelencia.
Con la crisis social y económica que el país atravesó en 2001, una gran cantidad de judíos emigró a Israel, y el barrio comenzó a recibir inmigrantes de otras colectividades, como la coreana y la boliviana, que se dedican principalmente a la fabricación y venta de ropa y la importación de objetos baratos (lo que explica que a muchas tiendas de regalos y chucherías se les llame “boli-shops”).
En la encrucijada de Lavalle y Pasteur comienza el paraíso de los artesanos que llegan en busca de mostacillas, armazones para aretes y collares, piedras, lentejuelas, perlas, cintas, cadenas.
Entre los locales más populares están J&R, Gatuvia y, el más sofisticado, Palais du Bijou, con una selección especial de cuentas checas y de cristal, piedras para bordar, strass y bijouterie fina.
El barrio es también la tierra de oportunidades para los paseantes curiosos que están dispuestos a hurgar más allá de los antifaces, los osos de peluche y los géneros sintéticos. En la esquina de Pueyrredón y Corrientes está el majestuoso edificio que alguna vez fue la Caja Mutual de Pensiones, de estilo academicista, con una cúpula inmensa.
Sobre la Avenida Corrientes, entre las tiendas de deporte, un local de chascos insólitos, Wellins Ave., con objetos para bromistas como un “globo tira-pedos”, un “dedo lanza-agua”, o unos anteojos con “senos saltarines”.
Sobre Pasteur, Casa Luna, con flores, enredaderas y pasto, todo de plástico hiperrealista; el restaurante Bi Won, donde se puede degustar lo mejor de la comida coreana; Helueni, con platos típicos de la cocina judía y árabe como keppe y lahamyin (empanada rellena de carne picada y salsa de tomate y melocotón); El Mata Hambre, una casa de comidas de paso sobre la calle Uriburu que anuncia el menú del día en su vidriera: “Sándwich de lomo (de lomo de verdad) $25”.
Un antropólogo que quisiera estudiar los ritos de pasaje de la clase media argentina no tiene más que dirigirse al Once, más específicamente a las calles Lavalle y Tucumán. Ahí se concentra toda la industria pesada de la celebración: guirnaldas de papel brillante con la inscripción: “Mi Bar Mitzvah”; souvenirs de flores con “Mis 15 años”; invitaciones que dicen: “Mi bautismo” o “Nuestra boda” con letras de purpurina.
Una al lado de la otra se repiten las casas de decoración, las de souvenirs y de cotillón (parafernalia) para fiestas. En la vidriera de Ciudad Cotillón, una vitrina exhibe copas y vasos de plástico con la leyenda: “El plástico con presencia de cristal”. Todo Hadas vende souvenirs y artículos de decoración para fiestas de 15 años y, como su nombre lo indica, cada ítem del local tiene incrustada un hada hecha de porcelana fría. En Que los Cumplas Feliz hay piñatas gigantes de Hello Kitty, de Angry Birds y hasta de un pony con pelo multicolor.
El Once es agotador y empalagoso, está atiborrado de objetos desechables y efímeros (antifaces de plumas que terminarán pisoteados en la pista de baile, globos pinchados y papel picado que se barrerán de madrugada), pero también es la prueba viviente de la importancia que tiene, todavía, la celebración, la fiesta.
Palermo Chico
En 1912, el arquitecto y paisajista francés Carlos Thays —entonces director de Parques y Paseos Públicos de Buenos Aires, creador del Jardín Botánico y el Rosedal de Palermo, responsable de sembrar uno de los árboles que hoy es emblema de la ciudad: el jacarandá— diseñó en Palermo una zona tan original como laberíntica, con manzanas redondas y diagonales, edificios imponentes de estilo francés, petit hotels y casas Tudor.
Por esa época era llamado Grand Bourg (“ciudad grande” en francés) y se ubicaba entre la actual Avenida del Libertador, las calles Tagle y Cavia y las vías del ferrocarril. Con el tiempo la zona pasó a conocerse como Barrio Parque o Palermo Chico.
Desde sus inicios, la zona fue habitada por la clase más alta de la ciudad, que construyó pequeños palacetes que hoy son embajadas y museos. Es el caso del Palacio Errázuriz, en Libertador y Pereyra Lucena, donde hoy funciona el Museo Nacional de Arte Decorativo (y Croque Madame, un café afrancesado que sirve pasteles suculentos y té en hojas); la residencia de la familia Dodero, actual Embajada de España, y el Palacio Tornquist, que pasó a ser la Embajada de Bélgica.
Pero es la antigua casa de Victoria Ocampo, célebre escritora argentina, uno de los edificios con más historia. Por su estilo moderno y despojado se dijo que había sido diseñado por Le Corbusier, aunque fue el arquitecto argentino Alejandro Bustillo quien lo diseñó. Allí funcionó la redacción de la revista Sur, publicación emblemática en la que colaboraron Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Oliverio Girondo, entre otros, y hoy es la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes, con una librería, sala de exposiciones y una biblioteca.
En una tienda muy top de Nueva York, Victoria Magrane está husmeando entre los percheros de ropa. Un vendedor se acerca a ella, señala el collar que lleva puesto y exige saber de dónde salió esa belleza, que cree haber visto en la última colección de Marc Jacobs. Victoria se ríe y dice: “No, no, lo hice yo —agrega—. Empecé a incursionar en joyería desde muy chiquita, cuando me di cuenta de que las manos también eran herramientas”.
Tiene 30 años y estudió Diseño de Indumentaria. Para las piezas de I Crown Victoria, su marca, usa sogas que compra en la ferretería y las mezcla con hilos brillantes, piedras y puntas de metal que dan un toque punk al asunto. “Me inspiro en el propio caos que genero con los materiales todos mezclados, tiro todo en una mesa y de allí sucede lo que sucede, es pura intuición”, dice.
En su taller, en la terraza de una casa sobre la calle Cabello, arma collares y aros que luego expone para su venta ahí mismo, sobre una pared azul rabioso. Las clientas llegan por la amiga de una amiga de una amiga que les pasó el dato, o porque vieron uno de sus collares en algún blog de moda o en Facebook.
Palermo Chico y sus calles aledañas son, a primera vista, pura embajada, plazoleta y edificio señorial. Ciertamente es un barrio de ricos y “nuevos ricos” (el valor del metro cuadrado oscila entre los 3 500 y 7 000 dólares), de diplomáticos y empresarios, donde se ven todo tipo de clichés: la empleada doméstica que pasea al bebé rubio en un cochecito importado, las mujeres de cuarenta y pico que caminan a paso rápido sobre la avenida Figueroa Alcorta con su personal trainer, los hombres de traje y corbata que toman whisky y fuman habanos en la vereda del Café Tabac.
Pero también es el barrio que aloja el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (malba), donde se exhibe en forma permanente la colección Costantini con más de 200 obras de artistas latinoamericanos de la talla de Frida Kahlo, Joaquín Torres-García, Wilfredo Lam y Antonio Berni.
El Jardín Japonés es un parque cerrado construido por la comunidad nipona en los años sesenta, con pequeñas lagunas con peces de colores, un vivero que vende bonsáis y un centro cultural que organiza exposiciones de origami y encuentros para amantes del manga y el animé.
También hay algunos espacios frescos e inesperados, como la galería Miau Miau, en Bulnes y Cerviño. Sus dueños, Cecilia Glik (fotógrafa), Clarisa Furtado (estilista y productora) y Mariano López Seoane (docente de Literatura y Estudios Culturales) son parte de una nueva generación de galeristas que, lejos del circuito tradicional del arte —Recoleta, Retiro— buscan posicionar a artistas emergentes como Amaya Bouquet, Javier Barilaro y Nahuel Vecino.
En la planta baja del mismo edificio funciona Farinelli, un pequeño restaurante que abrió hace pocos años pero ya es un hito del barrio. Hay pocas mesas, azulejos antiguos en las paredes y un aparador donde se exhiben los platos del día —que se acaban rápido—, como el sándwich gourmet de milanesa (en pan de foccacia con rúcula, tomates confitados y mostaza de Dijon), el gazpacho y el budín de zanahoria.
A unas cuadras de ahí, en el living-comedor de un departamento antiguo sobre la calle Pagano, funciona un restaurante a puertas cerradas estupendo para ir en grupo. Pagano Club Social, del chef Jerónimo Bergadá, es atendido por su madre y su hermana en clave hogareña, con un menú de varios pasos.
En los límites del barrio, sobre la calle República de la India, está la concept store Panorama, con una cuidada selección de objetos y ropa de diseñadores de vanguardia: Schang-Viton, Vanesa Krongold, House of Matching Colours, Bandoleiro. Si hay algún lanzamiento especial, se sirven tragos de autor, toca un dj de renombre y se reúne allí toda la crème de la crème del diseño y la moda local, vistiendo calzas engomadas, camisas de seda y carteras de cuero italiano.
Barracas
Su nombre viene de las primeras casas precarias que se instalaron hace más de 300 años en las orillas del Riachuelo. Hubo luego una breve época de prosperidad del barrio, con casonas y quintas de familias patricias, pero sólo hasta fines del siglo XIX cuando una ola de fiebre amarilla castigó al barrio y los aristócratas huyeron hacia la zona norte de la ciudad.
A partir de entonces, Barracas se empezó a poblar de inmigrantes y obreros, y se instalaron varias fábricas como la de golosinas Bagley (en la avenida Montes de Oca), los bizcochos Canale (frente al parque Lezama) y los chocolates Águila-Saint (en Brandsen y Herrera), que llenaron las calles de aroma a galletas recién horneadas.
Hacia 1980, época de dictadura, se cerraron muchos talleres y fábricas, debido a que se propiciaba la importación, y la zona comenzó a vaciarse. Así, quedaron muchos edificios abandonados y calles desérticas.
Desde hace unos seis años, el gobierno de la ciudad busca darle movimiento al barrio posicionándolo como el Distrito de Diseño, e instalando allí, en un galpón remodelado sobre la calle Algarrobo, el Centro Metropolitano de Diseño (cmd), donde además de muestras de arte y diseño se dictan talleres y capacitaciones para emprendedores.
Barracas está al sur de la ciudad, junto al Riachuelo, y es un barrio de contrastes. En su costado izquierdo, desde la calle Luna y entre el Riachuelo y la estación de ómnibus, está la villa —así se llama a los barrios marginales en Argentina— que se conoce como “21-24”, donde viven más de 30 000 personas. Cerca de su límite, sobre la calle Olavarría, está el Mercado de Flores, que atrae mucho movimiento y abre muy temprano, de las 6 a las 9 horas.
Al este, entre las avenidas Regimiento de Patricios y la Autopista 9 de Julio, está la zona más comercial, con fábricas antiguas que se han convertido en edificios de oficinas, como la ex fábrica de Alpargatas, hoy Edificio Molina Ciudad. Las avenidas son anchas y transitadas, las calles son más estrechas y sinuosas.
Hay casas “chorizo” (con frente angosto y muchos metros para adentro) y edificios tipo conventillos, resabios de la época en que se asentaron allí los inmigrantes recién llegados. Hay bares y bodegones viejos recuperados, como La Flor de Barracas, que sirve fernet, picadas y platos “como los que te cocinaba tu abuela, ¿viste?”, dice Hilda, la camarera.
Uno de los habitués es el artista Marino Santa María, el mismo que pintó murales coloridos en las fachadas de 35 casas del Pasaje Lanín, a unas cuadras de ahí, convirtiendo la calle en un paseo artístico.
En la vidriera, con letras de molde pintadas en negro y rojo, dice: “Las Morochas”. Detrás, una cortina de macramé beige y un cartel escrito a mano: “Se vende este local”. Adentro huele a frito. Sólo hay un mostrador alto de madera y, detrás, una estantería con botellas de gaseosas, un salero, dos portarretratos y un aviso publicitario de antaño: “Vinos muy finos de casa y señorío”.
El dueño, Alberto Coronel, atiende este local sobre la avenida Caseros desde hace 42 años, y su esposa cocina. Cuenta que se lo compró a un gallego y que por entonces el local era una fiambrería. Hoy funciona como casa de comidas (empanadas, tallarines, ñoquis), en una cuadra que en los últimos cinco años sumó cuatro restaurantes nuevos que suelen estar llenos.
¿Por eso se vende el local? Alberto dice que no, que ya está cansado y que él le vende a obreros y trabajadores, así que ninguno de los nuevos restaurantes son competencia.
“Tenés en la esquina ese que es un parrillón pero muy bueno, el de acá al lado que es más finoli, la verdulería y, llegando a la esquina, el Club Social, que ya es un restaurante de categoría”, dice. El “parrillón” de la esquina se llama La Popular de San Telmo (aunque técnicamente está en Barracas) y tiene banderines de colores, frascos con aceitunas y, sobre las paredes, fotos de Maradona.
El “finoli” es Caseros, uno de los primeros en instalarse en la cuadra, con un menú sencillo pero impecable (mucho pescado, mariscos y verduras frescas) y una estética ídem: sillas blancas, manteles blancos, flores y un amplio ventanal.
La “verdulería” es el restaurante naturista Hierbabuena, que sirve delicias como sopa de remolacha (betabel) y quinoa, ñoquis de palta (aguacate) y hamburguesa de hongos. Y finalmente el Club Social Deluxe, que con sus azulejos de demolición, espejos añejados y lámparas de los años cincuenta parece una reliquia bien conservada, pero tiene sólo cuatro años de antigüedad.
Almagro
Los límites del barrio de Almagro son las calles Río de Janeiro, Avenida La Plata, Independencia, Sánchez de Loria, Gallo, Córdoba, Estado de Israel y Ángel Gallardo. Lleva su nombre por un porteño acaudalado quien a mediados del siglo XIX compró una gran cantidad de tierras en la zona, que pronto pasó a conocerse como “la Quinta de Almagro”.
Fue, además, quien donó los terrenos para que se construyera en 1857 una estación de tren que llevó su nombre. Históricamente es un barrio asociado al tango y la milonga. Fue el primer barrio donde cantó Carlos Gardel, la voz más recordada del tango argentino, y su foto aún cuelga en las paredes de sus bares tipo bodegones como El Boliche de Roberto, en Bulnes y Perón, que de tarde sirve vermouth y empanadas con tangos clásicos sonando de fondo.
En Sarmiento y Medrano está La Catedral, para muchos es algo así como el templo del tango en Almagro. En un salón de techos altísimos y paredes recubiertas de cientos de cuadros se pueden tomar clases de tango y folclor, o bien sumarse a la milonga de todas las noches y de tanto en tanto tomar un vino o cerveza y comer alguno de sus platos vegetarianos.
En las últimas décadas, Almagro creció también como zona de espacios culturales y salas de teatros independientes, una alternativa a los clásicos de la Avenida Corrientes. Están los más obvios: Timbre 4, del talentoso dramaturgo Claudio Tolcachir; el Espacio Callejón, una sala chica que ha visto zarpar a figuras del teatro off (alternativo) hoy más consagrados, como Romina Paula, Rafael Spregelburd y el grupo El Descueve; El Camarín de las Musas, un espacio de teatro, artes plásticas y fotografía que además tiene un restaurante; y el Club Atlético Fernández Fierro, más conocido como caff, un club cultural que fundó la Orquesta Típica Fernández Fierro (que toca allí todos los miércoles) y resume lo mejor del tango joven.
Pero hay otros espacios más under que vale la pena conocer: los teatros El Tinglado y Elkafka, el centro cultural La Huella (con cursos como Biodanza, Canto y Música Popular y Taller de Creatividad) y la sede de la radio comunitaria La Tribu, entre otros.
Es lunes a las nueve de la noche, y el bar El Banderín, en Guardia Vieja y Billinghurst, está cerrando. En eso entra una mujer, y el hombre detrás de la barra le dice que ya terminó el servicio, que vuelva otro día. La mujer, algo desilusionada, pregunta si hay algún otro bar como éste por el barrio.
—¿Cómo éste? No, nena, como éste, ninguno. No es por nada, pero este bar es el ombligo de Almagro.
La mujer mira alrededor y asiente, algo avergonzada. El Banderín es, después de todo, uno de los bares notables de la ciudad, y funciona en esta esquina desde 1929. Además de servir aperitivos tradicionales y picadas, su fama tiene que ver con su particular decoración: las paredes están cubiertas por más de 600 banderines de clubes de futbol de todo el mundo. Pero no sólo de futbol vive el hombre: en El Banderín también hay shows de tango, de salsa y, cada tanto, lecturas de poesía.
Instrucciones para pasear por Almagro
Subir a una bicicleta y tomar la bicisenda de la calle Billinghurst, en sentido opuesto al tránsito. Pasar por el Musetta Caffè y La granja Converso, una casa de delicateses (sic) que vende carnes no convencionales: pacú, gallina, faisán y magret de pato.
Buscar la calle Humahuaca, frenar en Apicultodo a comprar miel y jalea real. Bajar por Bulnes hasta llegar a la Plaza Almagro, para descansar un rato junto al monumento a la bandera o al carrusel plagado de chicos. Tomar la calle Perón, doblar en Pringles hasta la calle Querandíes al 4200: allí está el impa, una fábrica de aluminio recuperada por sus trabajadores, donde hoy funciona un centro cultural (La Fábrica Ciudad Cultural).
Seguir hasta la avenida Hipólito Irigoyen, pasar por la Basílica de San Carlos, una de las paradas oficiales del “tour papal” (en esa iglesia fue bautizado el papa Francisco). Tomar la calle Bocayuva hasta la Avenida Rivadavia y llegar, por fin, a la esquina de Medrano, a la confitería más famosa de la ciudad, en pie desde 1884.
Entrar a Las Violetas, admirar los vitraux en puertas y ventanas, los mármoles italianos de los mostradores, las columnas con anillos de bronce. Pedir un submarino (leche caliente con una barra de chocolate) y un pastel de manzana, tomar la foto de dos inglesas que sonríen y dicen: “¡Whiskyyyy!”.