La mecha la encendió, probablemente, un artículo del New York Times en enero de 2011. Allí proclamaba a Santiago, la capital de Chile, como la primera ciudad del mundo para visitar ese año -antes que Milán, Londres, Melbourne y otras con mucha más fama argumentando: “Conocido como un lugar conservador, en los años recientes Santiago ha sumado museos modernos, hoteles de diseño y restaurantes sofisticados. La ciudad se ha vuelto definitivamente más vibrante”.“
Unos meses después, el mismo periódico volvió a dedicarle unas páginas en la sección de turismo, celebrando que Santiago hubiera dejado atrás “los días en que la ciudad era ridiculizada por su escena gastronómica o vista como somnolienta y formal.” Al año siguiente, la edición online de CNN Turismo puso a Santiago en tercer lugar en su ranking de “Las 10 ciudades más amadas del mundo”, y luego la revista Time Out la promocionó como “una próspera metrópolis (…) animada, moderna, amistosa y segura”. Pronto Santiago estuvo en boca de todos: que estaba floreciendo, que el diseño local sorprendía por su originalidad, que su arquitectura moderna recordaba la de grandes ciudades europeas, que era más ordenada y más segura que Buenos Aires y Río de Janeiro.
Los mismos santiaguinos se sorprendieron un poco con toda esta alharaca. Ya en 2008 el cronista chileno Roberto Merino escribía: “Es para nosotros motivo de asombro cuando un extranjero declara haberlo pasado bien en Santiago. Por lo general estamos más bien dispuestos a considerar que ésta es una ciudad sin salida, es decir, sin atractivos dignos de ser recomendados a quienes vienen de países lejanos. Si un recién llegado nos pregunta adónde ir y qué ver, podemos sugerirle que se dé una vuelta por el cerro Santa Lucía o por la Plaza de Armas, pero lo haremos con escepticismo”. Todo Santiago. Crónicas de la ciudad.
Ciertamente, es común que el propio santiaguino promedio vea con indiferencia algunas cualidades de la ciudad que pueden maravillar a un extranjero, o que le cueste creer que Santiago tenga un atractivo especial que la destaque entre el resto de las ciudades latinoamericanas, por más patriota que sea (basta con recorrer la ciudad en las semanas previas al 18 de septiembre, día de la independencia del país, para verla empapelada con la bandera nacional: en guirnaldas y globos, flameando con el viento sobre el capot de los taxis, en las servilletas que acompañan una tabla de sushi).
Pero el viajero mira con ojos nuevos, y es posible que encuentre una urbe ecléctica, luminosa, elegante y sobria, con destellos vanguardistas pero con aires de pueblo. Una ciudad limpia -limpísima para sus más de 6 millones de habitantes- con veredas impolutas y canteros llenos de rosas que nadie corta; avenidas impecables y un metro que, a pesar de estar algo abarrotado en las horas pico, funciona con bastante eficiencia; museos y centros culturales que desbordan de ofertas novedosas; bodegones y restaurantes que sirven manjares locales y vinos de cepas únicas en el mundo; centros comerciales con marcas internacionales y tiendas de diseño con objetos ingeniosos y sofisticados; con tres centros de ski, varios balnearios y un puñado de viñedos a tan sólo una hora y media en auto. Y la cordillera. Una especie de fondo de pantalla de Microsoft, tan pintoresco como cliché. Eso, cuando el smog la deja ver. La mayor parte del tiempo, una bruma gris cubre la cordillera, los cerros y los edificios, como si se viera todo a través de lentes sucios. Pero después de una lluvia, el aire se limpia y el paisaje se ve con una nitidez casi irreal, como una película en hd.
Santiago es una ciudad de contrastes, donde la posición geográfica lo define todo: cuanto más al norte y al oriente se esté, más cerca del lujo y el buen vivir. Allí están los barrios altos (Las Condes, Vitacura, La Dehesa), que formalmente se llaman comunas, con edificios con alberca, gimnasio y balcones enormes que miran a la cordillera, casas con jardines lustrosos que pueden llegar a ocupar hasta una manzana y fraccionamientos que, por momentos, parecen salidos deThe Truman Show. En La Dehesa, estos barrios cerrados se construyen cada vez más arriba, ganando terreno sobre los cerros y creando miniciudades con sus propios centros comerciales, supermercados, colegios y clubes.
A medio camino entre los suburbios y el centro, Vitacura es uno de los barrios altos que más creció en los últimos años, la alternativa perfecta para familias jóvenes que aún no quieren –o no pueden– mudarse a La Dehesa o a Chicureo, otro suburbio en ascenso. Allí los autos y las bicicletas se mueven al ritmo lento y despreocupado de sus transeúntes, como si todos estuvieran de vacaciones. Hay muchas más casas que edificios, los jardines son arbolados y floridos, y con los primeros días de primavera el aire se impregna del aroma de los jazmines. El pulmón verde está en el extremo izquierdo: el Parque Bicentenario, un vergel de 30 hectáreas con diseño paisajístico hipermoderno y, en su margen, el imponente edificio de la Municipalidad de Vitacura, que parece la proa de un inmenso barco de mármol. En verano, la Municipalidad monta una pantalla gigante en medio del Parque y los vecinos disfrutan del ciclo de cine bajo las estrellas.
Sobre la avenida Alonso de Córdova están las marcas de lujo -Hérmes, Longchamps, Ferragamo, Cartier- rodeadas de cafecitos y tiendas de diseño como Olika, que vende objetos de Marimekko y cuadernos Bookbinders, entre otras delicias del diseño escandinavo, o el de la diseñadora de zapatos Bárbara Briones. Vitacura es también un polo gastronómico (con restaurantes como Ox, de carnes rojas y postres infartantes; la sucursal chilena de La Mar, del peruano Gastón Acurio; el paraíso vegetariano, Quinoa, de la chef Sol Fliman; Ichiban, con los mejores sushis de la ciudad; y el más cool Mestizo, sobre el Parque Bicentenario, con una vista privilegiada) y de galerías de arte, como las de Isabel Aninat y Patricia Ready, ambas en la calle Ezpoz, o Animal, sobre Nueva Costanera, justo enfrente del hotel más coqueto de la zona: el Noi Vitacura, con una terraza de vista panorámica. Merece una visita el Museo de la Moda, que funciona en una antigua casona de los Yarur, una familia acaudalada chilena, cuya colección permanente incluye prendas legendarias de Lady Di, Marilyn Monroe y John Lennon. Cruzando la avenida Presidente Kennedy, el barrio de Las Condes es, todavía, el bastión de la clase alta tradicional, un barrio más que nada residencial, cuyo mayor atractivo turístico son probablemente los malls:
Alto Las Condes, Mall Sport, Parque Arauco.
Si hubiera una secuela de la película La terminal, podría tranquilamente rodarse en Parque Arauco y llamarse El mall, aunque allí Tom Hanks la pasaría bastante mejor que en aquel aeropuerto. Más que un centro comercial, Parque Arauco es una especie de aldea autosuficiente, casi una ciudad dentro de una ciudad. Tiene infinitas tiendas de ropa y accesorios, incluyendo un distrito de lujo –con marcas como Armani, Burberry, Omega, Carolina Herrera y Louis Vuitton-, además de un piso entero de diseño y mueblería. Pero a eso se suman un supermercado y dos grandes tiendas para el hogar, dos patios de comidas, una concesionaria de autos usados, un teatro, un cine, una pista de patinaje sobre hielo, centros de belleza y de masajes, peluquerías, tintorerías, bancos, oficina de correos, farmacias, lencerías, tienda de mascotas, stands que venden artículos religiosos, agencias de turismo y hasta una clínica médica. Si hubiera un hotel y un cementerio, realmente se podría vivir ahí dentro.
Donde Las Condes se une con el barrio de Providencia está la zona que se conoce como “Sanhattan”, por el aire neoyorquino que le dan sus rascacielos modernos de vidrios espejados, la excepción en una ciudad relativamente baja con construcciones de pocos pisos y muchos barrios donde predominan las casas. En Sanhattan, los edificios altísimos albergan oficinas de consultoras, bancos de inversión y empresas multinacionales. Es una suerte de sucursal del centro de Santiago pero más chic, repleto de hombres de traje y corbata y mujeres contailleur y tacón de aguja que caminan ajetreados cargando maletines y cafés de Starbucks a un paso extemporáneo al resto la ciudad. Sobre una de las avenidas principales, Isidora Goyenechea –en honor a una millonaria empresaria minera-, mezclados con cadenas de restaurantes americanos hay otros más locales, como el clásico chileno Tip y Tap y la pizzería Tiramisú, que por las tardes se llena deyuppies que hacen after office tomando cerveza Corona. Sobre Isidora Goyenechea también está uno de hoteles más top de Santiago, el W, y dentro de éste tres restaurantes para paladares exigentes: Osaka, de cocina peruanojaponesa, con tiraditos de salmón y maracuyá que se deshacen en la boca; Coquinaria, que además de servir platos originales tiene su propio taller de pastas y panes y un pequeño mercado gourmet que vende delicatessen de todo tipo, helados artesanales, especias, chocolates y tés importados, utensillos y libros de cocina; y el sofisticado NoSo, de Jean-Paul Bondoux, con comida francesa que incorpora ingredientes chilenos (imperdible el brunch de fin de semana, aunque no será barato).
Coronando la hilera de rascacielos, justo donde comienza Providencia, sobresale el flamante Costanera Center, una torre de oficinas de 300 metros de altura que se ve desde todas partes. Con diseño moderno (del mismo estudio que construyó las torres Petronas en Kuala Lumpur), tiene en su base un mall homónimo que con 200 mil metros cuadrados, 330 tiendas, 70 restaurantes, 5 700 estacionamientos y ascensores que llevan hasta 70 personas, se jacta de ser el centro comercial más grande de Latinoamérica. Ahí mismo, en 2013, para la apertura del primer local de H&M en Chile, hubo gente que acampó en la puerta hasta tres días antes para asegurarse un lugar en la tienda y una gift card a precio promocional. Es el bicho raro del barrio, porque Providencia es más bien un conglomerado de edificios de arquitectura algo demodé, algunas casas pintorescas y no tanto, otras más antiguas tipo chorizo o estilo Tudor. Un barrio de gente acomodada, que aún mantiene la lógica barrial donde a pocas cuadras caminando desde cualquier lado se puede conseguir casi cualquier cosa.
En el Café Literario del Parque Bustamante la gente habla en susurros. Apenas se oyen algunos murmullos y el ruido de cucharas que revuelven las tazas de café. Detrás del ventanal enorme que da al parque hay mesas y sillones y estanterías con libros de Sidney Sheldon e Isabel Allende y muchos otros, que cualquiera puede tomar y leer gratis e incluso llevar a su casa, si se hace socio. Así como éste, hay otros cafés literarios en Providencia, como el Parque Balmaceda o el Santa Isabel, además de los “Cafés Aire Libros”: pequeñas casetas repartidas en parques y plazoletas, con bibliotecas y algunas mesas al aire libre para sentarse a leer.
En torno a la avenida Providencia –en Santiago los barrios se suelen llamar como su avenida principal, o viceversa-, está la zona más comercial, donde se repiten las farmacias, casas de cambio, locales de comida al paso, tiendas Falabella, librerías. Entre edificios de oficina marrones y grisáceos, El Drugstore resalta como un letrero luminoso en la oscuridad: una galería comercial de espíritu bohemio que funciona desde los años 70 y hoy es un ícono del barrio.
En uno de sus locales, un cartel en la vidriera dice “BESTIAS – Made in Chile, not in China”. El mensaje es contundente: aquí se vende diseño chileno. En Bestias se pueden comprar zapatos, botas y botines de cuero hechos a mano, con diseños clásicos y otros más originales. En Cómodo hay muebles retro, bicicletas de colores estridentes y una variedad de objetos de diseño importados; Retrovisión vende anteojos vintage en perfecto estado; Mo-Store, de la diseñadora chilena Magdalena Olazábal, tiene ropa de hombre y mujer de cortes simples pero sofisticados; Bamboo & Organics vende bicicletas, radios portátiles y anteojos, todos hechos de bambú, y Billboard, discos de vinilo. Pero las estrellas del Drugstore son las librerías, desde la más comercial Feria Chilena del Libro hasta las de nicho como Baobab (con títulos en francés), Contrapunto (especializada en diseño y arquitectura), Ulises (con ediciones maravillosas de libros clásicos y algunas rarezas de autores de culto). Si las compras traen hambre, se puede almorzar un menú delicioso de tres pasos en Rendebú (acompañado de jugo casero de zanahoria y manzana), tomar un café en el pintoresco La Resistencia o un helado artesanal en alguna de las dos heladerías, Emporio La Rosa y Sebastián.
Otro hito del barrio es el restaurant-bar Liguria, que ya tiene tres sucursales, todas igualmente ruidosas y atiborradas de gente, con la misma estética retro-kitsch: pisos de damero y de azulejos antiguos, paredes empapeladas con cuadros y fotos enmarcadas de expresidentes, futbolistas y boxeadores, carteles viejos con nombres de calles que ya no existen, mesas de madera con manteles a cuadros. Su ambiente festivo (y ruidoso) y su variedad de tragos con tapeo de quesos, pinzas de jaiba y tortilla completan la experiencia.
Más al sur, en la zona de Providencia que se conoce como Barrio Italia (las avenidas Italia y Condell, a la altura de la calle Santa Isabel), se viene gestando un nido de diseñadores y artistas, mayormente jóvenes, que han instalado sus primeros locales en casonas viejas remodeladas y convertidas en pequeñas galerías. Son pocas cuadras todavía, pero ya asoma como el SoHo santiaguino, con tiendas de diseñadores y casas de decoración que parecen salidas de Pinterest (como Curaz, que vende muebles de estilo escandinavo, o The Popular Design, con réplicas de muebles clásicos como el sillón Eames pero a precios accesibles), restaurantes de autor decorados con muebles vintage y modernos (como Casaluz, con el plus de un patio interior y otro al fondo; Survenir, con platos naturistas y bien caseros; La Jardín, que surgió como restaurante itinerante con muebles de descarte), galerías de arte como oOps y teatros como el Teatro de la Aurora, ambos sobre Avenida Italia.
Del centro de Providencia hacia el oeste (o el poniente, como dicen aquí), la ciudad se vuelve más densa con veredas más concurridas, micros y autos que se apelotonan en las calles, y la arquitectura moderna da lugar a una variedad de edificios antiguos, monumentos y palacetes que son sede de universidades, bibliotecas, museos y edificios de Gobierno.
El centro de Santiago tiene el encanto no intencional de los barrios que combinan tradición e historia con rutina y ajetreo, el punto donde coinciden el turista curioso y el empleado municipal o el banquero, irritados por la parsimonia de los primeros. Caminando por la peatonal Paseo Ahumada, atestada de gente, de tiendas y tienditas y vendedores ambulantes, es imposible no embriagarse con el olor a café molido que emana de los cafés Caribe y Haití, dos locales con más de cincuenta años de trayectoria y el mismo formato: algunas mesas altas y una gran barra con azucareras de vidrio cada metro; de un lado de la barra, los baristas preparan café a una velocidad desorbitante; del otro, hombres de traje toman el café de parados, no hay bancos. Acá el café se toma al paso. Afuera, la escena se repite en mesas altas repletas de ceniceros donde se apagan los cigarrillos a las apuradas, antes de tomar el último sorbo de café y volver al trajín de hombres de negro que se meten en bancos y oficinas hasta la hora del almuerzo.
Frente a los cafés se sitúan estratégicamente los lustrabotas, algunos con asientos improvisados sobre cajas y otros más profesionales, con banquitos y apoyapiés. Un hombre ofrece cambiar reales y dólares a buen precio ga-ran-ti-za-do; una señora gorda agita un puñado de peluches que sostiene con una mano y, con la otra, apunta y señala a posibles compradores mientras recita los precios de sus productos. Un hombre canoso levanta los brazos y grita: P¡Jesucristo es el Señor! Sobre la calle Agustinas y la peatonal, un grupo de gente hace fila frente al primer local de Dominó, la tradicional ¡fuente de sodasf chilena, que hoy tiene sucursales en todo el país y se enorgullece en vender las mejores vienesasv del país con toda clase de salsas, además de sándwiches de carne mechada típica nacional.
La peatonal desemboca en la Plaza de Armas, que tiene todo lo que tiene que tener la plaza principal de una ciudad: palomas, una catedral, estatuas vivientes, policías con perros, gente deambulando sin rumbo, puestos de artesanos, más palomas. Conviene sacarse una o dos fotos junto a la estatua del indio o frente a la catedral y seguir de largo hacia sitios más interesantes, como el Mercado Central de Santiago, inaugurado en 1872 y nombrado recientemente por la revista National Geographic como el quinto mejor mercado para comer en el mundo. El lugar huele a pescado y en el piso hay sangre y hielo que se derrite, por eso los puesteros llevan botas de lluvia de caña alta. Aún creen en el marketing a viva voz: “¡Machas, machas, hay machas!” , “¡Hay corvina, reineta, fresca la reineta!”. Un vendedor increpa a un turista brasileño: “¿Y cuánto le costó la centolla allí? Yo se la dejo por 50 mil pesos, esa, la más grande”. Otro reparte folletos de su pescadería mientras recita, de memoria, todo el repertorio de bichos de mar que tiene para vender: choros, corvina, centolla, tollo, camarones.
“Aquí, después de Dios, está el Mercado Central”, dice Guillermo Reyes y larga una risa afónica que le enciende la cara. Hace casi 50 años que trabaja en el Mercado, desde que empezó cortando cabezas de pescados y golpeando “locos” (un tipo de mariscos típico de Chile). Hace unos años trabaja en Donde Blanca, uno de los restaurantes más tradicionales del Mercado donde sirven pastel de jaiba, machas a la parmesana y pastel de centolla. En el centro del Mercado los restaurantes -como Donde Augusto y El Galeón- son buenos pero más turísticos; para algo más local hay que acercarse a los puestos que dan a las calles laterales como Zunino, abierto desde 1930, que vende las clásicas empanadas de pino––carne- y queso; o bien caminar un par de cuadras hasta La Piojera, una “picada” (bar) de renombre, que, según dicen, visita el cantante Manu Chao cuando está en Santiago.
Frente al Mercado Central y a la vera del río Mapocho -un caudal de agua escueto que atraviesa Santiago de este a oeste- está el Centro Cultural Estación Mapocho, un galpón inmenso que supo ser una estación de trenes y que desde 1991 funciona como espacio cultural. Es ahí donde se realiza la muestra anual de arte contemporáneo chileno, ChACo, además de varios festivales y ferias itinerantes, siempre desbordantes de público.
Bordeando el río hacia el este se llega en pocas cuadras al barrio de Bellas Artes, donde la visita obligada es al Museo de Arte Contemporáneo (mac) y al Museo Nacional de Bellas Artes, sobre al Parque Forestal. A unas cuadras, en la calle Monjitas, el bar de la revista The Clinic (en gran parte paródica) se burla de los políticos y dirigentes con pancartas de frases provocadoras, y sirve tragos y picadas que convocan a grupos grandes. La librería Metales Pesados, sobre la calle José M. de la Barra, tiene una selección de títulos majestuosa a precios razonables, al igual que Qué Leo, sobre la Merced. -Algunos dicen que esto es el barrio Lastarria, que está de moda. Para mí, esto es Bellas Artes- dice el vendedor de Qué Leo, y se encoje de hombros.
En torno a la calle Victorino Lastarria y los alrededores del Cerro Santa Lucía (que bien vale un paseo, ya que tiene una vista privilegiada de la ciudad y una variedad de árboles y flores única), Lastarria es el reducto bohemio-intelectual de Santiago. Por sus calles, algunas empedradas, caminan jóvenes cargando estuches de violonchelos y guitarras, o pilas de libros, y en sus cafés puede haber estudiantes de psicología leyendo algún tomo de Freud o discutiendo acaloradamente sobre política. Los carteles pegados en postes de luz promocionan clases de yoga, talleres literarios y alimentos orgánicos. En este barrio hay oferta cultural para todos los gustos. Los cinéfilos deben darse una vuelta por el Centro Arte Alameda así como por El Biógrafo. Ambos espacios proyectan lo mejor del cine independiente nacional e internacional. Los melómanos querrán conocer el Ópera Catedral, restaurant y bar donde suelen tocar bandas de jazz, rock y tango. Las artes plásticas tienen su espacio en el Mavi, Museo de Artes Visuales, y quien busque buena literatura puede husmear las estanterías de la librería Ulises (que con su techo espejado parece la biblioteca de un cuento de Borges) o visitar la Biblioteca Nacional, que recientemente cumplió 200 años. Como un buque petrolero en un mar de barcazas, se erige el Gam, Centro Cultural Gabriela Mistral, un edificio colosal que funcionó durante la dictadura como sede de gobierno y que, tras una serie de remodelaciones, en 2010 reabrió como un espacio cultural de vanguardia. Las muestras de arte, danza y teatro son de lo mejor en la ciudad, pero recorrer el edificio en sí ya es parte del programa. Al salir, por la calle Lastarria, se puede probar un ceviche exquisito en Tambo, o deleitarse con los más de 320 vinos que tiene Bocanáriz.
El circuito bohemio continúa en el barrio de Bellavista, al otro lado del río Mapocho, que se autoproclama en carteles por la calle: “Bellavista. El barrio bohemio y cultural de Chile” (no de Santiago: de Chile). El teatro Mori es uno de sus principales escenarios, pero también están el San Ginés, el Teatro Aparte, el Alcalá y el Divina Comedia, entre otros tantos. Por lo seguro, es un barrio joven, repleto de bares y restaurantes que desde la tarde comienzan a llenarse de gente, como los muchos que hay en el Patio de Bellavista, o Ciudad Vieja (famoso por sus fabulosos sándwiches, pero además tiene cervezas de todo el mundo) y la fonda Galindo, en la esquina de Constitución y Dardignac. The White Rabbit tiene una carta más acotada pero súper original, con albóndigas de carne Wagyu y tragos como Summer in Chili (pepino dulce, huacatay y ron). “Bellavista está creciendo día a día y tiene mucho potencial”, dice Peter, uno de sus dueños, un eslovaco que llegó a Santiago hace unos años para aprender español y viajar por América Latina.
En una visita a Santiago, el Cerro San Cristóbal puede ser la primera parada, o bien la última, la frutilla del postre (para redoblar la apuesta, descargar del Mapa Literario online la Ruta al Cerro San Cristóbal, y sazonar todo el recorrido con pasajes de libros de grandes autores que hacen referencia al lugar). Tras subir en bicicleta, a pie o mediante un pintoresco funicular, se llega hasta la cima, a 880 metros sobre el nivel del mar, desde donde es posible admirar la ciudad que se despliega como un laberinto entre cerros y montañas bañados por la bruma del smog. O, con suerte, después de una lluvia, ver la cordillera: un telón pintado que alguien dejó caer detrás. t