Todos los caminos llevan a Machu Picchu, o casi. En el aeropuerto internacional Jorge Chávez, a las cinco de la mañana, el bullicio entre los mostradores de las aerolíneas hace pensar que fueran las 12 del día. Los turistas medio dormidos deambulan entre las enormes filas para cruzar el control de la policía. Aquí comienza la travesía.
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En este viaje hay dos constantes: una son los Andes, la otra, el río Urubamba, entre ambos, algunas veces casi asfixiado por el paisaje, el camino que lleva a Machu Picchu se va abriendo paso. Sólo las vías del tren han conseguido hacerse un espacio entre el río y la montaña, por eso, para llegar a Aguas Calientes se tienen dos opciones: caminar o llegar en tren (una toma como mínimo dos días, la otra como máximo tres horas). Pero todos, los sedentarios y los aventureros, los caminantes y los pasajeros del tren deben forzosamente pasar por Cusco. Y Cusco bien vale una parada. A 3 399 metros sobre el nivel del mar, la bandera multicolor ondea en lo alto mientras el famoso soroche ataca pronto, y todo el mundo se rinde ante el té de coca.
Mi primera impresión me trae a la cabeza el recuerdo de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, o de Antigua, en Guatemala: hay algo en esta Plaza de Armas, en los viajeros y en las calles. Lo cierto es que Cusco esconde, debajo de sus edificios coloniales, el esplendor del Imperio inca, y eso no se parece a nada que hubiera visto antes. Tal vez el lugar que mejor resume la historia de la ciudad es el Convento de Santo Domingo, pues detrás de sus paredes reposan los restos del Koricancha, el gran templo inca del Sol.
Los gigantescos bloques de piedra apenas pulida dan una idea a los visitantes del esplendor que alguna vez tuvo el sitio, pues dicen que los jardines que rodeaban el templo eran, literalmente, de oro. Cuando los españoles llegaron desmantelaron el templo y sobre él, cubriéndolo, levantaron el convento. Muchos años después, gracias a un temblor, la construcción original salió a la luz.
Otras visitas que no hay que perderse en Cusco incluyen la Catedral, la Plaza de Armas y Sacsayhuamán, en las afueras de la ciudad, donde la sorpresa es de nuevo encontrarse a esos gigantescos bloques de piedra que parecen embonar entre sí, como si una máquina de precisión los hubiera cortado con un rayo láser. Apenas en esta primera parada queda claro que la fama del Imperio inca no es gratuita y que lo que sucedió aquí antes del descubrimiento de América fue, por decir lo menos, grandioso (con todo lo rimbombante que suena el término).
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Seguimos hacia el Valle Sagrado, enmarcado entre los Andes y el Urubamba. Muchos inician cerca de aquí el camino a pie que lleva hasta Machu Picchu y que se conoce como el Camino Inca. Más que una hazaña se trata de una experiencia apta para espíritus libres y aventureros, más allá del esfuerzo físico que implica. Pero en esta versión “ligera” del camino, el Valle sirve de punto de partida y de base para la exploración. Cada vez hay más hoteles en los pueblos, que se extienden a lo largo del Valle y su función principal es proveer a los viajeros de un techo, antes o después de la visita a las famosos vestigios de Aguas Calientes.
Nosotros dormimos en Urubamba, en un hotel que bien podría estar en Suiza o en la Patagonia. Decorado de manera sencilla pero moderna, con toques de madera en cada detalle, Tambo del Inka es uno de esos hoteles en los que uno preferiría no tener que madrugar ni llegar a ningún lado. Pero casi todos los que dormimos aquí esta noche tenemos que madrugar al día siguiente, unos van de vuelta a Cusco, otros apenas emprenden el camino hacia Machu Picchu, otros tienen excursiones en los alrededores. A las siete de la mañana, el lobby está lleno de grupos listos para iniciar su camino. Durante este viaje otra constante que llama la atención (más allá de los horarios incómodos) es que una gran mayoría viaja en grupos.
Para ver de cerca un pueblito que todavía mantiene una estructura muy original, por sus calles angostas y empedradas, hay que hacer una parada en Chinchero y adentrarse por sus caminos, en los que uno suele toparse con grupos de mujeres vestidas con sus trajes típicos (la mayoría parece hacerlo como un guiño para los turistas ávidos de fotografías y dispuestos a dejar unos soles a cambio del recuerdo). Se pueden visitar casas tradicionales para ver a sus simpáticas mascotas, los cuyos, que conviven con las familias hasta que son utilizados como cena, a cambio sólo hay que comprar alguna artesanía que se ofrece en la entrada.
Pero si de comprar se trata, entonces hay que ir a Písac, pues aquí se monta todos los días un gigantesco mercado lleno de colores y texturas, donde los turistas pueden dar rienda suelta a sus ánimos de consumismo. Los tejidos varían mucho en el precio dependiendo de la calidad de los estambres que se utilizan pero todos, desde los que son sintéticos hasta los de la más fina alpaca, suelen compartir alegres colores y diseños que ya de vuelta a casa son el recuerdo perfecto para los amigos.
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Antes de emprender el último tramo del camino llegamos a Ollantaytambo, desde aquí parte el tren que nos llevará a Machu Picchu. Pero no se trata nada más de una escala técnica, ya que además del pueblo actual aquí se encuentra el sitio arqueológico que sirve para entender cómo funcionaba urbanísticamente una ciudad inca. En la parte baja del valle están las viviendas; en la parte alta de la montaña, sobre la ladera, los graneros, bien ventilados por los fuertes vientos, y en la ladera opuesta, el centro religioso, hasta donde se puede subir todavía hoy.
Al mirar las piedras, las terrazas, la distancia hasta las canteras, volvemos a preguntarnos cómo fue posible que edificaran estas construcciones. Alguien recuerda que alguna vez vio en la televisión que para muchos sólo con la ayuda de extraterrestres los incas habrían podido hacer esto. El guía se ríe y nos hace ver que a diferencia de lo que muchas veces pensamos equivocadamente, los incas eran mucho más avanzados como civilización de lo que hoy recordamos.
Ya en la estación del tren, pequeña pero muy bien montada, nos arremolinamos entre otros viajeros para subir al tren. Son pocos los vagones pero sorprende lo bien equipados que están. En el techo hay ventanas panorámicas y los asientos están acomodados en grupos de cuatro en torno a una mesa. Esta es la única vía de acceso a Aguas Calientes, no es posible llegar en coche hasta el poblado, así que el tren es la única manera de mover personas y mercancías hasta ahí. Claro, se trata de un tren turístico y los habitantes de la región no lo utilizan. Hay otro tren, más sencillo y sin ventanas panorámicas en el techo ni servicio de comedor, destinado nada más para la gente de la zona.
En cuanto el tren comienza a avanzar, da inicio también el servicio del comedor, pero todos estamos demasiado distraídos mirando hacia todas partes. Las montañas empiezan a cerrarse, el río se hace cada vez más notorio y en el plato nos ofrecen una ensalada que lleva quinoa.
Pareciera que hasta las rocas del río fueran aumentando su tamaño. Y aunque el tren viaja lo suficientemente lento como para poder admirar el paisaje uno empieza a comprender por qué hay quienes deciden hacer el recorrido a pie, por cuatro días. La vista es tan espectacular que dan ganas de admirarla muy lentamente, sin prisa. A lo largo del camino se alcanzan a ver algunas ruinas, al borde del río y uno quisiera bajar a explorarlas. El paisaje va subiendo de tono, cada vez más verde, cada vez más vivo. Vamos acercándonos poco a poco al bosque nuboso.
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Cuando el tren para en Aguas Calientes, el paisaje ha cambiado radicalmente: es húmedo, es verde, se siente la pesadez de las montañas que casi asfixian al pequeño poblado. Aquí todo tiene que ver con el sitio arqueológico que se esconde allá arriba, en la punta de unos cerros que son empinados y cargados de vegetación. Pero para subir hasta allá hay que hacerlo, sí, de madrugada, por eso el primer día permanecemos abajo, arrullándonos con el sonido del río, casi violento, que atraviesa el poblado.
Pocos hoteles ofrecen lujo a los viajeros, el Sumaq es uno de ellos. Acá se puede disfrutar de una gran cena peruana y ver televisión en la habitación, incluso con aire acondicionado, un verdadero lujo cuando se piensa que no existen siquiera coches en todo el pueblo. Finalmente, estamos en Perú, y la riqueza gastronómica hay que aprovecharla. Con las expectativas a tope, y el cansancio acumulado, se me pasan las horas escuchando la furia del río que pasa al lado de mi ventana. La noche parece caer más pronto, debe ser porque aquí abajo, oculto entre las montañas, el pueblito no tiene derecho a más luz solar.
A las 5:30 de la mañana emprendemos el camino hacia Machu Picchu. La única manera de llegar, desde Aguas Calientes, es por medio de un sistema de autobuses que suben y bajan, y no van a ningún otro lado. Los adormilados pasajeros vamos despertándonos con cada curva, todas igualmente cerradas pero cada vez más alto. Se agradece que a estas horas todo el paisaje se encuentre encapotado por la neblina, pienso que sería cardíaco hacer el recorrido con una vista muy abierta de los precipicios.
Cuando por fin entramos a Machu Picchu ni siquiera me doy cuenta, la bruma es tan espesa que no alcanzo a ver nada. “¿Dónde estamos?”, pregunto. Alcanzo a notar algunas construcciones, pero nada caza con la postal que traía en mi cabeza. Un grupo de llamas, demasiado habituadas a los turistas, se deja fotografiar sin pena alguna. Nosotros continuamos hacia Huayna Picchu.
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Sólo 400 personas pueden subir por día hasta la cima del Huayna Picchu, por eso hay que llegar temprano. Algunas se quedan a medio camino. El ascenso es pesado y aunque no requiere de una condición física excepcional lo cierto es que el cansancio va a haciendo sus estragos poco a poco. Al llegar a las primeras terrazas, todos sudamos como si acabáramos de salir de un baño de vapor.
Falta todavía la parte más empinada del recorrido, pero allá abajo empieza a perfilarse la imagen que andábamos buscando. Hay gente de todos lados aquí. Un grupo de jóvenes rusos y una familia de vietnamitas, dos niños aventureros que suben con sus padres y unos argentinos que nos comparten hojas de coca, para mascar y hacernos fuertes.
Llegar a la cima es una de las experiencias más gratificantes que puedo imaginar. No se trata sólo de haber conquistado el pequeño reto de subir una montaña, se trata del paisaje que aparece como premio. Debajo, Machu Picchu, con sus terrazas que casi parecen morder a la montaña y alrededor las nubes y los picos verdes y pronunciados, exageradamente empinados y cerrados. El río ha quedado muy lejos, apenas una pequeña serpentina en el fondo del precipicio.
Justo delante de nosotros hay otro gran pico, el Putucusi, o montaña feliz. En lo alto ondea la bandera multicolor. Pienso que la próxima vez me gustaría subir. Se ve también, del otro lado, detrás del sitio arquelógico, el camino que entra por lo alto. Por ahí vienen llegando los caminantes, los que salieron de Cusco hace cuatro días pero que hoy entran a Machu Picchu por la puerta grande, por el verdadero y original Camino Inca, el mismo que ellos utilizaban para venir aquí y que ellos mismos fueron abriendo. Pienso también que ésa es mi asignatura pendiente con este lugar.
Al bajar, muchas horas después, hacemos el recorrido que hacen todos los visitantes. Subimos y bajamos, caminamos y nos hacemos fotografías. Nos maravillamos como todos los que llegan por primera vez aquí, desde Bingham, quien hace 101 años redescubrió el sitio. A la salida, orgullosos, hacemos fila para ponerle un sello a nuestro pasaporte que nos recuerde la hazaña de haber llegado hasta aquí. Empezamos este camino por lo más alto, por Cusco, y poco a poco fuimos bajando, pero el sentimiento es justamente el opuesto. Nunca sentí que estuviera tan cerca del cielo como en lo alto del Huayna Picchu.
Guía práctica
Dónde dormir
en machu picchu
Av. Hermanos Ayar
T. +51 (84) 211 059
en valle sagrado
Avenida Ferrocarril s/n, Urubamba
T. +51 (84) 581 777
Fundo Huincho, Urubamba
T. +51 (84) 201 620
en cusco
Calle Palacio 136, Plazoleta Nazarenas
T. +51 (84) 604 000
Plaza Nazarenas 144
T. +51 (1) 610 8300
Plaza Nazarenas 113
T. +51 (1) 610 0400