El mapa lo muestra bien claro. Se puede llegar desde Cali, Medellín o Bogotá. Pero para hacerlo, el viajero deberá pasar (y atravesar en algunos casos) diferentes ciudades y pueblos. La carretera anuncia: Cartago, Palestina, Armenia, Filandia, Montenegro, Marsella, Caicedonia, Cuba, Alejandría.
En ese orden o desorden se suceden pueblos de nombres curiosos, propios del realismo mágico local. Sin embargo, las extensiones verdes que de repente son llanuras, de repente montañas, confirman que el famoso Triángulo del Café colombiano es 100% real.
Una vez allí, el explorador elegirá una de las ciudades principales para empezar el recorrido: Pereira, conocida también como “trasnochadora, querendona y morena”, Manizales o Armenia.
Una buena opción es hacerlo por Pereira, y mejor aún, por una de las haciendas que fueron fincas cafeteras. La Hacienda San José se encuentra en las afueras de Pereira y es una parada que cualquiera que llega a estas tierras debería hacer para dormir y comer, sin escatimar la cantidad de días. Aquí, menos las toallas, los colchones y alguno que otro mueble, todo es original, desde las maderas del piso y del techo hasta los espejos de cristal de roca, los muebles y la decoración.
La casa se construyó en 1888 por uno de los fundadores de Pereira y fue finca cafetera, luego se dedicó al ganado, después a los cítricos, hasta ser casa de huéspedes de la Federación Nacional de Cafetaleros. Desde hace 14 años es un hotel de 10 habitaciones (tres estándar, seis suites y una suite principal), cada una identificada con el nombre de los hijos de la dueña, Isabel Medina.
Además de la casa, la hacienda cuenta con un jardín de tres hectáreas donde los protagonistas son un samán, el símbolo de la casa, y una ceiba, ambos de 200 años de edad. Lo cierto es que estos árboles monopolizan la vista que sólo se distrae por las bandadas de loros que atraviesan el cielo por la mañana y por la tarde. Visto desde arriba (o desde un mapa) San José es el corazón del Triángulo del Café —y aunque no lo fuera, aunque geográficamente no fuera un buen lugar para hacer base y desde ahí iniciar las excursiones, el desvío valdría la pena—.
Después de cenar con las estrellas por techo, al viajero seguramente se le antojará un paseo por la finca antes de llegar a la habitación y sumergirse en una cama deliciosa, como lo hicieron los primeros habitantes de la casa: sin ruidos, más que los de la naturaleza o los crujidos de la madera.
Ritual de todos los días
El viajero se levanta y se prepara una taza de café. Puede ser espresso, americano, de prensa francesa y hasta instantáneo, aunque en Colombia la versión más popular es el tinto, un café ligero y corto que puede endulzarse con panela y que permite beber varias tazas. Más tarde, seguramente, se tomará otra taza a media mañana, después de la comida o por la tarde en algún café, o en un vaso de cartón para llevar.
Si no le quita el sueño, después de la cena vendrá una tacita más. El ritual se repite diariamente en su casa o cuando está de viaje, de manera incondicional, por años o toda la vida. Seguramente, nunca se ha detenido a pensar en la historia que hay detrás de cada taza o de dónde viene cada grano que se bebe como si fuera agua.
Por eso se sorprende cuando de camino a Manizales llega a la Hacienda Venecia. El sol pega fuerte y hay mucha humedad. Entre los cafetales se pierden algunos trabajadores que recolectan a diario y por largas jornadas los granos de café, a mano, uno por uno, una vez que están rojos y maduros. El trabajo es pesado, de seis de la mañana a cinco de la tarde, seis días a la semana; se gana muy poco, dependiendo de lo que se recolecte.
Los trabajadores tienen las manos cuarteadas, los ojos cansados y la piel tostada de años y años de sol. La misma imagen se verá en todas las fincas de la zona, especialmente en la época de recolección, que es de octubre a noviembre. Entonces el paisaje cambia, llegan recolectores de otras partes del país para trabajar en los campos, se ven más Jeeps Willys subiendo y bajando con gente y bolsas repletas de granos.
Estos coches antiguos, pintorescos y aguantadores se integran al paisaje cafetalero, que ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la unesco, de la región de Quindío y zonas aledañas. Todos son de los años cuarenta y cincuenta y los trajeron después de la Segunda Guerra Mundial, para poder entrar a las fincas y sacar el café y a los trabajadores, porque podían subir lomas y atravesar lugares complicados.
En la actualidad se siguen usando en las fincas, pero también son los taxis de los pueblos y transportan a la gente, bolsas de papas, quesos, lo que se necesite.
Cada finca es privada y muchas de ellas recolectan, procesan y envasan su propio café. El visitante aprende que a eso se refiere el famoso “café de origen”.
Venecia es una de ellas. Es finca cafetera, pero además es hostal y casa de huéspedes y restaurante. Como muchas otras, ofrece un paseo por la finca, por las plantaciones, por donde se procesa y empaca el café.
En la región son más de 1 000 las fincas que, además de recorridos, ofrecen alojamiento, nada lujoso. Sólo unas pocas presentan la opción boutique (sin embargo, el viajero considera que dormir entre ese paisaje y saborear la comida casera de la finca ya es un lujo en sí mismo).
Venecia tiene 172 hectáreas sembradas de las 200 totales. Desde hace tres años abrieron la casa principal, de 102 años, para recibir al público. No por nada, se llama “El paraíso”. Entre montañas, plantas verdes de flores exóticas, orquídeas, helechos y cafetales se encuentran las habitaciones, una terraza para pasar la tarde en una hamaca y una gran cocina de donde salen platillos totalmente locales.
Abajo hay jardines, una alberca, un estanque, pavorreales y algunos perros que se creen los dueños del lugar. El clima es cálido, aun con nubes. Para bajar la temperatura hay que seguir el consejo de los habitantes: “Tomar un tinto y comer ajiaco”, una sopa típica de Bogotá, pero famosa en todo el país, que lleva cuatro papas distintas y pollo, alcaparras, huevo y crema. Cuando llega el momento del café y las obleas, el viajero mira su taza con ojos nuevos, con más curiosidad y más respeto.
Manizales: paraíso cafetalero
El viajero se pone en marcha. Además de aprender sobre la historia del café quiere recorrer las ciudades, conocer a su gente. Un Jeep Willys lo lleva hasta la carretera, donde continúa su camino. El coche recorre subidas y bajadas, de alrededores verde esmeralda. Montañas cubiertas de árboles, otras de hierba, el verde intenso sólo interrumpido por las nubes bajas que rodean las cumbres.
El camino baja hacia las llanuras, aparecen sin aviso algunos pueblos pequeños, salpicados por aquí y por allá. El visitante, a estas alturas, ya distingue las plantas del café. Así llega a Manizales, el municipio cafetalero más importante, ubicado en el departamento de Caldas.
Aunque en Venecia había sol y hacía calor, aquí el clima es otro: llueve y se siente frío. La ciudad es extraña, colonial y alta (está a 2 160 metros sobre el nivel del mar), con calles que la atraviesan y caen como si fueran precipicios. La geografía es muy accidentada, casi dramática y eso se distingue al llegar a las afueras de Manizales. Una vez en el centro, la percepción cambia.
A primera vista el viajero sólo ve casinos y salas de juego, bares y cafés llenos de gente, que platica y bebe. Todos toman tintos en pequeños vasos hasta en la calle mientras apuran el cigarro antes de volver a entrar al casino. Hay cansancio en las caras de los hombres, muchos de ellos trabajadores o ex trabajadores del café. Hay cansancio en la ciudad mientras cae la lluvia y la gente sale después de sus trabajos y de las escuelas y camina esquivando coches, camiones y lluvia.
El viajero consigue un paraguas y camina por la Plaza de Bolívar. Se toma una foto junto al “Cóndor”, pide permiso para entrar al Palacio de la Gobernación y recorre los pasillos coloniales de techos altos y pisos de cerámica española. También visita la Catedral Basílica Metropolitana donde la gente reza o se protege de la lluvia.
El comercio informal abunda, como los vendedores ambulantes. La gente en la calle empieza a perderse entre la neblina que ha bajado de las montañas, las luces de neón y las zapaterías. Manizales a las seis de la tarde es un hervidero de gente y el contraste con los pueblos de alrededor, montañosos y verdes, es evidente.
Todos coinciden, la mejor alternativa para dormir queda muy cerca de Manizales. Para llegar hay que atravesar montañas tan verdes que se asemejan más al País Vasco que a Colombia. Praderas y árboles, ganado y cultivos a un lado y otro de la carretera. Al final, se encuentra Termales El Otoño, un hotel clásico de la región, por sus albercas de aguas termales, perfectas para contrarrestar el frío que hace por la noche en la zona y para calmar los músculos y los ojos cansados.
Escalas obligadas: Risaralda, Quindío y Caldas
Uno de los principales encantos de la región, además del café, claro, es visitar los pueblos que se encuentran desparramados a lo largo y ancho del territorio de los departamentos conocidos como Risaralda, Quindío y Caldas. Por eso, es necesario contar con un coche para poder pueblear a gusto, sin apuros, con el tiempo que cada quien necesite.
Así es como el viajero llega a Filandia, y cree con fervor que en algún momento de la historia este pueblo pequeño y bonito perdió una “n” que hubiera tenido un poco más de sentido entre los poblados cercanos de nombres tan importados.
El highlight de la villa es el Mirador Colina Iluminada. Siete pisos de madera y un café llamado La Gaviota —en este pueblo se grabó la famosa telenovela Café con aroma de mujer—, desde donde se distinguen y divisan todos los poblados de los alrededores, la cordillera, el centro del pueblo, el parque central, la iglesia, las casas de estilo antioqueño con colores combinados, tan típicas de la región. Desde arriba se ve todo, y todo es verde.
Sin embargo, antes de dejar Filandia hay que pasar por el centro y hacer lo que hacen los lugañeros: pararse en una cafetería a tomarse un café con un pan de bono. En una casa de dos pisos y colores contrastantes se encuentra el Café Claudia que sirve unos capuchinos deliciosos en las mesitas de la calle.
La ventaja de éste sobre otros pueblos de la zona es su carácter más local que turístico. Los señores que toman el fresco y el café son auténticos vecinos que sólo se levantan de sus sillas cuando a las 12 en punto suena la sirena que anuncia que es hora de ir a comer.
Manizales, Pereira y Armenia no sólo están unidas por su lado histórico, social y económico, también están conectadas por la Autopista del Café, una larga vía construida para que la comunicación, el turismo y el comercio entre ellas sea fácil. Y por esta autopista se llega a Salento, se deja el coche y desde ahí se sube al Valle de Cocora en un Jeep Willys.
Después de algunos saltos y vistas deslumbrantes de eucaliptos y helechos, la vegetación empieza a ralear y el excursionista sabe que va subiendo la montaña. Una vez arriba, el aire es limpio y frío y el sol brilla, aunque amedrentado por unas nubes que anuncian lluvia. La parada obligada es Donde Juan B., un restaurante especializado en la trucha al ajillo, los patacones y los canelazos (una bebida de canela y aguardiente).
Ahí mismo, un arriero con cara de cansado, pero con la picardía intacta, lleva a cabo un espectáculo de cargar y descargar su mula mientras cuenta la historia del oficio de arriero que se remonta a los árabes y los egipcios. A esto le sigue un paseo a caballo, que obliga a cruzar el río Quindío —suena más aventurero de lo que en realidad es, pero vale la pena completamente—, y una ceremonia o ritual en el que el viajero promete volver, y para eso planta una palma de cera, el árbol emblema de Colombia que está en peligro de extinción.
Ya de bajada, el visitante decide recorrer Salento y su callecita comercial para comprar los souvenirs de rigor: café, dulces colombianos, algún poncho, tejidos, artesanías. De repente, y a una velocidad sorprendente, se pone el sol, baja la luz y se levanta una neblina que cubre todo y no deja ver nada a más de 50 metros.
Los habitantes de la localidad dejan la calle y entran a los bares oscuros, al pool del pueblo, a cantinas de luces blancas. El café deja lugar a las bebidas espirituosas. Afuera, las fachadas de las casas viejas, de colores vistosos algo descascarados por el paso del tiempo, que se veían pintorescas al sol, se ven fantasmales, ajadas, tétricas. Es momento de dejar Salento, tomar la Autopista del Café y seguir el viaje hacia Montenegro.
Una travesía rural
Al viajero lo intriga un pueblo con un nombre como Montenegro. Se le vienen a la mente imágenes balcánicas que desaparecen a la velocidad de la luz cuando llega de noche a un pueblo polvoriento, con las luminarias de bajo voltaje, calles de tierra, tiendas pequeñas que anuncian refrescos y otros productos de ocasión.
Sin embargo, la impresión cambia cuando atraviesa el portón de entrada de El Delirio, una finca cafetera de 1924 que ahora funciona como hotel boutique con ocho cuartos y la misma esencia de hogar que tenía cuando lo ocupaba la familia original, especialmente en un comedor con la mesa servida, copas y candelabros, obras de arte, patios, plantas y un jardín que ostenta una colección de heliconias muy interesante. Ambientado como hace 100 años, pero con internet, luz y agua corriente, es perfecto para sentirse protagonista del Triángulo del Café.
El viajero se acuesta en la cama grande de sábanas blancas a pensar. No hay más ruidos que los de su respiración, algún ladrido de perro y grillos. El viaje se acaba y el resumen final es que ni ha visto grandes ciudades, ni ha hecho grandes descubrimientos arquitectónicos ni ha probado ningún platillo de alta cocina colombiana.
El viaje alrededor de las ciudades y pueblos del Triángulo del Café es una travesía rural, para hacer con calma, para apreciar los paisajes más verdes, dormir en las antiguas fincas cafeteras como se viene haciendo desde hace tantos años, conocer las haciendas, comer comida casera y local y platicar con la gente para conocer y entender un poco más la cultura del café. Para ser más consciente y agradecido cada vez que sostenga una taza de la bebida más aromática y humeante del mundo entre sus manos.
Dónde dormir
Vía Pereira Cerritos km 4, entrada 16, Cadena El Tigre, Pereira, Risaralda
T. +57 (6) 313 2612
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Hotel Termales El Otoño
Vía Antigua El Nevado del Ruiz km 5, Manizales, Caldas
T. +57 (6) 874 0280
Vía Montenegro al Parque del Café km 1 desde Armenia, Montenegro, Quindío
T. +57 (1) 226 7247
Región de Santagueda,
T. +57 (1) 226 2242
Qué ver
Vereda el Rosario Vía a Chinchiná, Caldas
T. +57 (320) 636 5719
Contacto útil
Operador local (organiza recorridos guiados