Arte urbano, estaciones de metro que son auténticos museos, edificios históricos reconvertidos en laboratorios de ideas y bonitas iniciativas barriales dan un soplo de renovación a esta ciudad a menudo incomprendida que condensa el encanto del sur italiano.
Fue un simple trazo sobre la pared desconchada lo que sembró el germen. Una pincelada de color proyectada sobre un muro cualquiera de los Quartieri Spagnoli, el barrio que es la quintaesencia del Nápoles más popular. Aquí, en esta maraña de callejuelas encajada en el corazón de la ciudad, en este rincón caótico y vociferante acuciado por la pobreza, dos jóvenes, sin apenas sospecharlo, iniciaron un movimiento social a golpe de brocha. Sucedió que un vecino, sorprendido con el resultado de aquel esbozo espontáneo, les pidió que también a él le decoraran su fachada. Y así, como un efecto dominó, de tabique en tabique, de puerta en puerta, el distrito se embelleció con las pintadas de Cyop & Kaf: más de 200 obras de arte urbano convertidas en un fenómeno que ha dado lugar a un libro, Quore Spinato, y hasta a un documental, Il segreto, que retrata esta transformación de la calle en un lienzo de experimentación creativa.
Esto, que ocurrió hace unos años, no es más que el botón de muestra de la renovación integral que está viviendo la ciudad más incomprendida de Italia. Una ciudad acogedora y hermosa, de las más históricas y artísticas del Viejo Continente, pero cruzada por un estigma que le ha dejado arrinconada durante demasiado tiempo. Ahora Nápoles trabaja por sacudirse su imagen violenta, por liberarse del lastre de la camorra, la basura, la marginalidad, para sacar aquello que yace bajo el prejuicio y que la convierte en única e irrepetible: una metrópoli temperamental que condensa todo el encanto del Mediterráneo, que está alentada por un aire racial, callejero, tal vez algo canalla, pero que exhibe con cada latido la alegría de vivir.
Elegante y desaliñada, culta y popular, estructurada y anárquica, la ciudad que hace de la contradicción su razón de ser es puro movimiento, griterío, energía que se desborda. Todo lo contrario a una urbe de postal estática e impoluta. Por eso cambia de aspecto, se mueve, se transforma, muy en sintonía con el carácter de su gente, con ese algo de explosión telúrica que les confiere el hecho de vivir a los pies de un volcán activo.
¿Pero cómo dejar atrás esa idea preconcebida de la ciudad? ¿Cómo escapar a ese devenir turbulento con el que se identifica desde siempre? En 1884, Matilde Serao, escritora y periodista napolitana, candidata en varias ocasiones al Nobel de Literatura y fundadora, junto con su marido, del periódico Il Mattino, dio a luz a su obra más valiente y combativa: El vientre de Nápoles, una incursión en las luces y las sombras del momento, bajo una mirada de piedad y tristeza. Su pronóstico era entonces desolador: “Para destruir la corrupción material y la moral, para devolver la salud y la conciencia […] no basta con destripar Nápoles: es preciso rehacerlo de arriba abajo”.
Afortunadamente, no ha sido necesario. Nápoles vive hoy un renacer social y cultural que llega cargado de esperanza, un despegue lento pero firme que insufla, al fin, vientos de prosperidad. Y todo ello sin perder su esencia, manteniéndose fiel a sí mismo. Un trabajo que realiza capa a capa porque todo gesto, por pequeño que parezca, resulta de vital importancia.
La renovación comenzó con la creación de áreas peatonales cada vez más amplias, así como con una eficaz red de transporte que a menudo debe ralentizar sus obras por los vestigios griegos y romanos que asoman con cada excavación. Pero también con el fomento de lugares dedicados al arte, como el reciente impulso que se ha dado al Madre (Museo de Arte Contemporáneo Donnaregina), o como la ampliación del Plart, el original museo del plástico que alberga obras elaboradas con el material de nuestro día a día. Y así, mientras pequeños comercios de artesanado abren sus puertas junto a locales de moda, mientras nuevos restaurantes vuelven a proponer la cocina tradicional añadiéndole ¿por qué no? un toque de sofisticación, bonitas iniciativas barriales dan testimonio de la vitalidad de los jóvenes, que combaten la desocupación y el descontento con una sobredosis de entusiasmo.
A propósito de esto último, volvamos a los Quartieri Spagnoli. Aquí, en estas desviaciones que salen como dedos intrincados de la elegante Vía Toledo, una de las principales arterias de la ciudad, el street art sirvió de estímulo a la recuperación del barrio. Este revoltijo de cuestas donde hace apenas una década pocos osaban a plantar el pie, hoy es el hogar de estudiantes que contemplan el trasiego de los turistas en busca de las obras de Cyop & Kaf. Chiara, de 22 años, a menudo les permite subir a su piso alquilado para sacar fotos del enorme mural que se despliega frente al balcón. “Antes era impensable que esto ocurriera. Había miedo y cualquier persona generaba desconfianza”, cuenta, mientras muestra orgullosa sus vistas. Y es que, aunque son creaciones con poco artificio, sencillas, incluso naíf, están cargadas de significado. Según la web de estos artistas que, de forma deliberada, se mantienen en el anonimato (nada de entrevistas ni retratos ni siquiera a nivel local) reflejan “las preocupaciones de los vecinos en contra de los que tratan de ocultar el desorden bajo la alfombra”.
Más allá de las pinturas, este barrio nacido para hospedar a las tropas españolas en los tiempos en que la ciudad estuvo bajo dominio borbónico, es la expresión de ese Nápoles que se resiste a desaparecer. El de la ropa tendida, las casas humildes, las motorinos que se cruzan sin orden, la mamma que se asoma a la ventana profiriendo descarados gritos. Todo muy al estilo neorrealista, como una película de los años cincuenta. En sus pequeños talleres se hacen bolsos y calzado; y en sus modestas trattorias, a veces escondidas, se puede comer muy bien por tan sólo unos euros.
Nada hasta aquí hace presentir que, bajo este desordenado panorama que encierra el alma de la ciudad, se oculta la estación de metro más bonita del mundo. Literalmente, según el Daily Telegraph. Se llama Toledo y es una explosión de ingenio a 50 metros de profundidad. No sólo por las obras de prestigiosos artistas que cuelgan de sus paredes (Francesco Clemente, Ilya y Emilia Kabakov, Oliviero Toscani…), sino también, y sobre todo, por la magistral arquitectura de la salida Montecalvario, donde el descenso por las escaleras mecánicas simula una inmersión en el océano: un gigantesco cráter que conecta el nivel de la calle y que, iluminado con luz natural, despliega miles de mosaicos en una degradación de azules. Este diseño, alumbrado por el español Oscar Tusquets Blanca, representa el movimiento del mar, con el que dieron las excavaciones al perforar la tierra. Y queda además integrado con los restos de una muralla del periodo aragonés, que también fueron encontrados en las entrañas.
La de Toledo, inaugurada en 2012, es la más significativa, pero no la única que viene a hacer literal la definición de arte underground. En realidad forma parte de Stazioni dell’arte, otro de los programas puestos en marcha para la regeneración napolitana. Consistió en convertir la línea 1 del metro en una suerte de exposición subterránea (lo llaman “el museo obligatorio”) encargando a autores de renombre mundial su estructura y decoración. Así, mientras en Vanvitelli hallamos las luces de neón de Mario Merz, en Dante sorprende una inquietante instalación de zapatos de Jannis Kounellis, y en Universidad, obra de Karim Rashid, se asiste a una desenfadada oda a la era digital con colores estridentes.
Este cambio de piel de la ciudad también ha rescatado la periferia, tradicionalmente degradada. Es justo en los barrios apiñados del norte donde más se siente este impulso, con decenas de colectivos que son laboratorios de ideas. Proyectos como Scugnizzo Liberato, en Capodimonte, que es una cárcel de menores reconvertida en centro social y ofrece ayuda a los inmigrantes y actividades gratis para los niños: proyecciones, teatro, torneos deportivos, cursos de italiano, talleres de cerámica, etc. “Nápoles vive un cambio radical gracias a estos lugares que tejen relaciones verdaderas con las necesidades de la gente”, señala Alessio Avolio, uno de sus responsables. Algo de lo que también se jactan en la asociación La Paranza, en el barrio de Sanità, que ha recuperado las impresionantes catacumbas de San Gennaro, antes abandonadas, convirtiendo a los niños de la calle en “diminutos” guías turísticos e implicando a los jóvenes en su gestión. La Casa dei Cristallini, también en Sanità, o el Giardino Liberato, en Materdei, son otros bellos ejemplos del tesón vecinal por el que estos viejos barrios de casas del siglo xviii, iglesias barrocas y vendedores callejeros ofrecen un nuevo rostro que comienza a despertar interés.
Luego está el Nápoles de siempre, más seguro, más reluciente, más dinámico que hace unos años. Sólo hay que dar un paseo por lo que se considera el centro de la ciudad moderna, que es la sede del poder político y administrativo. Una zona que está presidida por las tres plazas monumentales de Municipio, Trieste e Trento y del Plebiscito, que siguen constituyendo el lugar donde todo pasa: las celebraciones, las protestas, los mercadillos navideños, los espectáculos masivos. También esta zona está favorecida por las vistas a los dos grandes guardianes naturales. De un lado, el mar, que asoma al final de cada callejón dejando entrever el golfo y las islas de Capri, Ischia y Procida en el horizonte. Del otro, el Vesubio, que aparece amenazante al levantar la mirada, con su silueta ligada para siempre a aquella brutal erupción del año 79 que sepultó Pompeya bajo las cenizas.
Menos bucólico es el tráfico desesperante que afecta a este sector de la ciudad que, por otra parte, y tras importantes operaciones de restauración, conserva la fascinación de antaño. Palacios que no sólo acogen oficinas, sino también centros de arte; museos imprescindibles como el Arqueológico, que es un extraordinario testimonio de la civilización clásica; y espacios comerciales como la Galería Umberto I, un pasaje del siglo xix con clara influencia parisina, al que, tras un periodo de decadencia, también se le ha devuelto el brillo de la belle époque. Tal vez el mismo que exhibe Gambrinus, la cafetería más antigua de Nápoles en cuyos salones, decorados con espejos, estucos y terciopelos, se daba cita la intelectualidad de la época. Este local es famoso además porque aquí nació el caffè sospeso, una práctica filantrópica que consiste en dejar un café pagado para aquellas personas que no se lo pueden permitir. La idea, que se ha difundido por todo el mundo, en México está canalizada por el sitio cafependiente.org.mx.
Para saber lo que es el tiempo detenido, ciertamente, hay que perderse por el casco antiguo. Y, ya de paso, repasar la historia de la ciudad. Porque en este inmenso cogollo, uno de los más grandes de Europa, declarado Patrimonio de la Humanidad, está la estela de las civilizaciones que han trenzado la existencia napolitana: griegos, romanos, normandos, bizantinos, franceses, españoles. También aquí, en una curiosa sucesión de lo profano y de lo sagrado, encontramos fachadas de edificios históricos convertidos en bed & breakfast y exponentes de la fe religiosa como el Duomo, la capilla de Sansevero o la iglesia de San Gregorio Armeno, donde el patrón san Gennaro se manifiesta con reliquias de sangre.
El casco viejo, con dos remozados castillos como son el Nuevo y el Del Huevo (existe un tercero, el de San Telmo, en la colina del Vomero, desde donde se vierte una bella panorámica de la ciudad abigarrada), es el lugar donde ese Nápoles resucitado se hace hueco en el marco de lo más genuino. Se percibe en la Piazza Bellini, que acoge la movida nocturna, el escaparate underground, los círculos literarios abarrotados de jóvenes. Está el Caffè dell’Epoca, aunque nadie lo conocerá por ese nombre, sino por el de Peppe Spritz. También Le Meleme (frente a las ruinas de la ciudad griega), a mitad de camino entre lounge-bar y café alternativo, y otro local concebido para el arte contemporáneo, Spazio Nea, un multiespacio con terraza, donde se celebran exposiciones, performances y conciertos en vivo.
Muy cerca, Pignasecca no precisa revitalizarse porque es uno de los barrios más vivos gracias a la universidad. Aquí uno comprueba, a poco que preste atención, que estamos en una metrópoli rendida a los placeres del estómago. Todo son puestos de comida callejera, una práctica típicamente napolitana, nacida muchos siglos antes de la moda del streetfood. Triperías como Fiorenzano, pionera en esa costumbre de comer tripas con sal y limón; o tenderetes de fritos como Friggitoria donde, entre otras delicias, se vende la fritattina (pasta con patata frita) o los arancini (croquetas de arroz, carne y chícharos). También los golosos sin complejos hallarán el paraíso en estas calles. Pastelerías como Leopoldo Infante o Scaturchio dispensan la sfogliatella (hojaldre relleno de requesón) que es el dulce por excelencia, mientras que Poppella enloquece a propios y extraños con su fiocco di neve, un brioche de crema, ricotta, nata y un ingrediente secreto.
Y claro, falta la pizza, que estaba tardando en aparecer en la ciudad que es su cuna. ¿Acaso hay una palabra italiana más difundida por el mundo? Símbolo como ningún otro de la gastronomía del país, reconvertido después en creación universal, no hay lugar mejor para aprender que la auténtica, la vera pizza napolitana, es aquella de bordes gruesos, con la masa tostada pero blanda y con burbujas que son efecto de la altísima temperatura del horno de leña. Da igual donde se coma. Está buenísima en todas las trattorias, aunque hay algunas míticas como Starita, en Materdei, que fue escenario de la película L’oro di Napoli, de Vittorio de Sica, con una espléndida Sofía Loren en el papel de pizzera. Si no hay tiempo para sentarse a una mesa a degustarla despacio, no pasa nada, que para eso esta ciudad también ha inventado su propia versión del take away: la pizza a portafoglio, que difiere sólo en estar replegada para poder ser sostenida en las manos sin desparramarse.
Así es Nápoles, una realidad viva con capacidad para adaptarse y resucitar. Y para quedarse después suspendida en el recuerdo. Porque bien es cierto que, cuando se llega, asalta un instante de perplejidad, pero cuando se la abandona no es raro sufrir la napolitudine, un término que define la sensación de melancolía que produce alejarse del golfo. Descrita en poemas, cantada en piezas folclóricas y representada en filmes clásicos, suele sintetizarse así: “Vedi Napoli e poi muori” (Ver Nápoles y después morir), un dicho que se pierde en la noche de los tiempos, acuñado por un poeta desconocido y rubricado después por Goethe en su famoso viaje del Grand Tour. Es lo que Giorgio Gradogna, periodista napolitano, define hoy de la siguiente manera: “Nápoles permanece en el corazón, en los ojos, en el paladar, se la escucha dentro y se la siente bajo la piel”.