Si hay un territorio aislado en este planeta, ése es Hawaii, y no lo digo de manera metafórica. Estas islas están a más de 3 mil 500 kilómetros de cualquier ciudad, rodeadas por agua en todas direcciones. De un lugar así, uno esperaría vegetación salvaje, plantas extrañísimas, animales y volcanes, costumbres de pueblo isleño y música de tambores.
Luego de volar diez horas y aterrizar en Maui, cuna del surf, y a donde llegan olas del tamaño de edificios, lo más salvaje que encontré fue a señores retirados tomando margaritas en el lobby del hotel, escuchando Somewhere over the Rainbow una y otra vez.
En los años setenta, por los pasillos de los resorts de esta bahía caminaban elegantes mujeres con vestidos delicados, collares de perlas y copetes con spray; hoy la escena es menos sofisticada: como todas las semanas desde hace quién-sabe-cuánto, hay un Luau, un evento con bailarinas de hawaiiano, al estilo de las mexican nights en los hoteles de las playas mexicanas, donde suena “La cucaracha” y sirven fajitas y guacamole.
Gran parte del turismo masivo celebra sus vacaciones así. No me parece mala idea escuchar ukulele y dormir en una hamaca, pero para quien recorre medio planeta para llegar hasta aquí y hace este viaje por primera vez, pienso, tiene que haber mucho más por explorar. Así que, sin pensarlo mucho, salí a buscar el otro Hawaii, el de los volcanes y los cráteres, el de las olas gigantes y los atardeceres en playas doradas.
En busca del otro Hawaii
Ernie, un hawaiiano que trabaja en el restaurante del hotel, recomienda manejar al sur, hacia Wailea y Makena, dos regiones a unos 50 kilómetros de Kaanapali. La primera parada debía ser en Po’olenalena Park, frecuentada por locales y recién casados, aunque antes de eso teníamos que pasar por Lahaina, la zona de shopping al sur de Kaanapali, repleta de souvenirs tan kitsch que resultaban tentadores: bailarinas con faldas de tiritas, llaveros de Obama (uno de los hijos más célebres de Hawaii) y tortuguitas de madera.
Seguimos por una carretera que atraviesa una zona de piedra volcánica, por donde algunas cabras buscan inocentemente una ramita que masticar; a pesar de sus tiernas caras, son de los depredadores que más han devastado la flora hawaiiana. Las cabras, así como muchas otras especies (animales y vegetales) introducidas a la isla durante el siglo XVII, han arrasado con la fauna y flora local, poniendo a muchas especies en riesgo de extinción. Aquí muchas cosas están en extinción, incluido el propio idioma hawaiiano, del cual sólo 0.1 por ciento de la población es hablante nativo. Muchos habitantes conocen la pronunciación y el significado de ciertas palabras, pero es una lengua virtualmente muerta, luego de las leyes que la prohibieron entre 1830 y 1949.
Seguimos manejando media hora más y llegamos a Po’olenalena, considerado un lugar romántico y fotogénico, un imperdible en la agenda de los que se casan en la isla, quienes, sí o sí, deben de pasar a hacerse una foto por acá. Hacemos una parada rápida, felicitamos a los novios del día y continuamos nuestro camino al sur, hasta el Makena State Park.
La escena acá es mucho más divertida. Familias juegan al frisbee, otros están armando un picnic, mientras que un gran grupo corre con sus tablas hacia las olas. De lejos parecen surfers, pero ya que me acerco veo que se trata de tablas cortas y que todos permanecen en la orilla. Son los skimboarders, que practican otra forma de deslizarse sobre las olas.
“Estamos en un punto medio entre el skate y el surf, tenemos los trucos del skate y, de hecho, también andamos en patineta: para nosotros es una superficie más”, cuenta Ethan. El skimboard es un deporte que aprovecha el fuerte on-shore break, que es cuando las olas rompen en la orilla de la playa, que ocurre en Oneloa, la costa más grande de Makena.
Los skimboarders enfrentan las olas deslizándose sobre la arena y, cuando rompen, las abordan hasta salir volando y dar giros espectaculares. A diferencia del surf —donde para montar una ola hay que nadar mar adentro, esperar a que venga una adecuada y luego repetir el proceso— el skimboard es mucho más ágil, se puede tomar casi cada ola que rompe. Es un deporte muy dinámico y grupal, los amigos observan a unos cuantos metros y aplauden las suertes.
“Los hawaiianos antiguos eran los másters de las olas. Las montaban en tablas, balsas y con su cuerpo. Fueron los surfers originales y eso es de las cosas que aún mantenemos de su cultura”, dice Ethan, que hoy la hace de camarógrafo de los skimboarders, ya que se lesionó la semana pasada. “No muchos lo recuerdan, pero Duke Kahanamoku fue quien retomó las costumbres antiguas de surf y lo llevó a California, hace como 100 años”, cuenta.
Poco a poco cae la tarde e incluso el agua de la playa se torna toda dorada. Buscando un ángulo mejor para la foto me alejo de los skimboarders hacia una pared de rocas que marca el aparente final de la playa. Llegando ahí, se abre una especie de sendero entre las piedras por donde se puede seguir caminando, aunque también hay que escalar un poco.
Detrás del muro aparece inesperadamente lo que me parece es una comuna hippie: una playa nudista, donde la gente canta canciones con guitarras y panderos, baila sin ritmo y fuma pakalolo (la traducción literal es “humo loco”, y así es como llaman aquí a la marihuana). Se percibe la festividad en el ambiente. Guardo la cámara en la mochila y me siento cerca de un músico.
Do you remember when we met?
Oh it was the day, I knew you were my pet, baby
I want to tell you… oh! how much I love you. Yes I do.
Come with me, my love, to the sea
The sea of love, baby
I want to tell you, yes how much, I love you. Yes I do.
Cantan una canción popularizada por Israel Kamakawiwo’ole y, al terminar, el guitarrista, Skippy, me invita a su círculo. Kamakawiwo’ole fue un ícono mundial de la cultura hawaiiana en los noventa.
A pesar de que su éxito, Somewhere over the Rainbow, suena como soundtrack, día y noche, en todos los hoteles y restaurantes de las islas la verdad es que, para los locales, sí fue un genio musical. Muchos lo consideran incluso un héroe por haber luchado por reivindicar las tradiciones hawaiianas.
Skippy me cuenta que ésta es la Little Makena, o Secret Beach, la mejor de todo Maui. Aquí se reúnen surfers, músicos y visitantes que quieren alejarse de los resorts y pasarla bien.
Los papás de Skippy nacieron en Hawaii y siempre le enseñaron a querer su tierra. Me dice que en los últimos años el gobierno ha comenzado a impulsar en cierta medida las tradiciones y rescatar el idioma, y eso le agrada.
“Mis padres no hablan hawaiiano, ni yo tampoco, pero espero que en alguna generación posterior se rescate, ahora está casi extinto. Pruébalo tú mismo: en Google puedes traducir a vasco, catalán y galés, lenguas que se hablan dentro de países con otros idiomas oficiales. Pero no a hawaiiano. ¿Qué te dice eso?”.
El sol termina de ocultarse y antes de que salgan las estrellas lo único que brilla es el pakalolo ardiente en el cigarro de Skippy. Hemos encontrado el primer destello mágico del Hawaii prometido, y ahora hay que volver al resort. Mañana volamos al sur, a la isla más grande del archipiélago.
La tierra de los volcanes
La Isla de Hawaii (conocida informalmente como Big Island) esconde el espíritu de los hawaiianos antiguos, el de los volcanes. De ahí nace gran parte de la mitología hawaiiana, las leyendas y la propia tierra con la que se formaron las islas, a partir de su lava milenaria.
A las montañas de la Isla Grande todavía se le atribuyen cualidades mágicas. Eran —y siguen siendo, para muchos hawaiianos— tierras sagradas, y es por ello que no se atrevían a profanarlas. A simple vista no es fácil distinguir cuáles son esas tierras mágicas, tal vez hoy se escondan debajo de los McDonald’s, los hoteles sesenteros o los restaurantes de burritos y tacos.
El Parque Nacional de los Volcanes es, sin duda, al que hay que dedicarle más tiempo y energía estando en Hawaii. Los recorridos pueden ser desde una gran caminata por la lava solidificada que rodea el Kilauea hasta una tranquila visita a un mirador al que se puede llegar en coche.
El material volcánico quedó esparcido no sólo aquí, sino en otras partes de la isla, y puede apreciarse al transitar por las carreteras. La superficie de lava dura no permite el crecimiento de plantas, por ello se forman estos valles grises y casi vacíos.
Hay una hermosa excepción, el legendario árbol ‘Ōhi’a, sobre el cual se cuenta una historia de amor. Kale, nuestro guía, nos cuenta la leyenda muy emocionado. “Pele, la diosa del fuego y el volcán, convirtió a ‘Ōhi’a, un hombre fuerte y guapo, en este flaco y torcido árbol al no querer dejar a su esposa, Lehua, para estar con ella. Lehua quedó destrozada y no dejaba de llorar.
Cuando los dioses vieron el gesto tan despiadado de Pele, se apiadaron y convirtieron a Lehua en la hermosa flor que acompañaría por siempre a ‘Ōhi’a. Desde entonces son inseparables. Mientras la flor se mantiene unida a su árbol, el sol está en su esplendor, pero cuando alguien la arranca se desata una lluvia tremenda, que es el llanto de Lehua”. Además, la historia es perfecta para que a los turistas ni se les ocurra llevársela como souvenir.
Paramos en uno de los miradores del Parque Nacional, desde el cual los que caminan por el enorme valle de lava seca parecen apenas hormiguitas. Además de ese recorrido, existen senderos que se propagan por todo el parque. A lo largo de ellos se pueden ver especies de plantas nativas, y es que 90% de la flora local originaria puede observarse sólo en los parques protegidos.
El Kilauea y el Maunaloa son volcanes tipo escudo, esto es, con un escurrimiento continuo de lava que alcanza distancias mayores que los que hacen explosión. La lava crea conductos subterráneos que se desahogan hacia el mar, pero muchos, después de años, quedan vacíos y hoy se puede avanzar por ellos y así seguir el camino que alguna vez estuvo lleno de material incandescente.
Después de pasar por los túneles de lava, bajamos entre más palmas hawaiianas y otras plantas que difícilmente se ven en otras partes, como los helechos rojos Amau o el Tree Fern, que crece con ramas enroscadas y tiene una textura casi de lana de borrego. De esta planta los ingleses hicieron tantos tapetes que casi acabaron con ella. Luego se dieron cuenta de que esos tejidos no eran resistentes ni duraderos: gracias a eso se salvó.
El Parque Nacional de los Volcanes, por sí mismo, da para recorrerlo de arriba hacia abajo por una semana. Aquí está otro de los Hawaiis prometidos, uno donde una sorpresa da lugar a otra sin que se haya conseguido digerir la primera: un espectáculo tras otro.
Afortunadamente, todavía nos quedaba tiempo para una escapada el último día. Eran las tres de la tarde y había que llegar a Mauna Kea, de los pocos tips de Skippy, el guitarrista hippy que encontramos en Maui, que todavía nos quedaban pendientes. Desde Kona tomamos la carretera 19 hacia el norte, por la costa.
Pasamos de largo por clubes de golf y elegantes resorts para llegar a Akahu Kaimu, una playa cerca de Waikoloa Village. No tenía ningún anuncio y creo que más bien fue por error que paramos ahí. Skippy nos había dado algunas referencias y quién sabe si las habremos tomado acertadamente, pero de pronto ya estábamos en una playa desierta y, otra vez, sentimos una vibra mágica, algo se estaba ocultando por ahí.
Caminamos un poco y descubrimos que detrás de unos matorrales había unos hawaianos que disfrutaban de una especie de cenote rodeado por grandes piedras negras. Dos familias con sus hijos nadaban primero en esas aguas frías, y luego salían a la playa a disfrutar el agua más cálida del Pacífico.
“Las mejores playas las tenemos nosotros, escondidas”, me dice Robert, el papá de un pequeño que de tanto sol y agua de mar ya tiene el pelo bastante decolorado. Con regularidad frecuentan este lugar, pero hoy tienen un motivo especial: estrenar los nuevos lentes de Robert, con los que intentará ver por primera vez a todo color, ya que corrigen el daltonismo.
Dice que nunca le ha afectado tener ese mal, pero como hawaiiano le resulta imprescindible ver en alta definición un arcoíris, fenómeno que no es difícil de encontrar en esta tierra. Ojalá pudiéramos quedarnos con ellos para celebrar este día, pero tenemos que ir en busca del famosísimo atardecer en Mauna Kea. “¡Corran, que no van a llegar!, pero ¡cuidado con la lluvia!”, nos apresura la esposa de Robert.
Al tomar la 200, que se interna hacia Mauna Kea y va de subida, el cielo se torna entre un gris y dorado, y los flacos, pero esperanzadores árboles ‘Ōhi’a aparecen esparcidos de vez en cuando en las explanadas de lava seca. La postal no puede ser más dramática: los árboles parecen apenas estar en pie, levantándose sobre la hostil y pétrea lava y detrás, la tormenta, que amenaza mientras el sol dorado cae a sus espaldas.
Son casi las seis y queda media hora para alcanzar ese prometido atardecer. Buscamos alguna señalización, pero ha aparecido algo todavía más claro, un grupo de personas se congregan encima de una piedra, cantando. Estacionamos el coche y nos acercamos, pero están en una ceremonia, descalzos bajo la lluvia, entonando una canción para el Mauna Kea. Son hawaiianos que se oponen a la construcción de más observatorios en la cima de la montaña, su tierra sagrada.
Las protestas se han intensificado estas semanas, cuando se anunció que comenzaría la construcción del Thirty Meters Telescope, un proyecto de mil millones de dólares con participación internacional; al respecto hay distintos argumentos en contra: unos dicen que el frágil ecosistema podría sufrir y otros que las tierras fueron cedidas y que deberían usarse para el beneficio de la gente nativa.
Hasta ahora los hawaiianos van ganando la batalla y la construcción está pospuesta indefinidamente. Al vernos a nosotros tan turistones y con cámaras, una mujer me pide que no me acerque más. Nos alejamos un poco y presenciamos en silencio la ceremonia. Es conmovedor. No hay ni diez grados centígrados y llueve, y aún así mujeres y hombres de todas edades y razas, descalzos, se abrazan, cantan y besan la tierra. Hay que tener el corazón bien abierto para sentir la magia.
Decidimos continuar y tomamos una brecha que sube hacia la cima de la montaña. Era difícil imaginar que veríamos un atardecer en medio de este paisaje nublado, pero, conforme subimos, el cielo se despejó, o, más bien, quedamos por encima de las nubes. Estacionamos junto al centro de visitantes, que está abierto de nueve de la mañana a diez de la noche, y a esta hora ya se prepara el star gazing, como todos los días.
Mauna Kea cuenta con 13 observatorios y es de los mejores lugares en el planeta para ver estrellas, incluso sin telescopio. Pero ahora son las 6:20 y todavía queda la promesa del atardecer. Ya sólo falta subir a pie un pequeño monte, tal vez unos 60 metros, en la montaña más grande del mundo.
Suena raro ese dato cuando se sabe que el Everest es el pico más alto de la tierra, pero aquí es donde entra la aclaración: Mauna Kea mide más de 10 mil metros de altura, bastante más que los 8 848 del Everest, la diferencia es que la mayor parte de la primera se encuentra sumergida bajo el mar y sólo sobresalen 4 205 metros.
Para llegar a la cima hace falta un auto 4×4, el atardecer puede verse desde aquí, cerca del centro de visitantes. Las nubes quedan por debajo de la montaña y se les ve volar suavemente. Los valles toman un color entre morado, azul y verde, conforme el sol va cayendo. Apenas hemos alcanzado los últimos momentos y vemos cómo la tierra también se ilumina de anaranjado, rojo y café.
Pensábamos quedarnos al star gazing, pero hoy es nuestro último día y nos han dicho que no podemos irnos sin ver el Kilauea de noche, así que tomamos el coche en dirección a Hilo, del otro lado de la isla; para el final del día habremos recorrido toda la parte sur de Big Island. Pasamos de rápido por Hilo, un simpático pueblito estilo art déco, uno de los más coloridos del archipiélago. Todo parece estar en tonos pastel, incluso las bicicletas y los camiones de carga.
No hay tiempo que perder, así que seguimos en camino al Parque Nacional de los Volcanes, sí, ese mismo donde Kale nos explicó la leyenda del árbol ‘Ōhi’a y por donde caminamos en los túneles de lava, sólo que, lógicamente, esta vez, de noche y con lluvia, el panorama luce muy distinto.
Cada resplandor anaranjado que aparecía detrás de una curva daba la esperanza de ser el volcán, pero resultaban ser las farolas que iluminaban el parque, hasta que llegamos al mirador y ahí sí, las nubes y las fumarolas brillaban rojas y anaranjadas, como lava que subía al cielo.
Era un ser que crujía y rugía penetrando por todos los sentidos; el sonido tenía un efecto paralizador y atemorizante, como si fuese un león. Nos quedamos viendo el espectáculo sin hablar. Después de unos minutos apareció Pele, que me observó cálida, con una mirada de paz poderosa. Me acerqué a ella y acaricié su pelo de fuego que escurría hacia el cielo y el mar.