El vuelo salía a las 12:50 de la madrugada. Un horario extraño para mí porque los vuelos nocturnos siempre me hacen pasar el día en espera de algo. Como que tengo algo pendiente. Y así fue. Prácticamente todo el día estuve pensando en cómo sería este viaje, con muchas expectativas al respecto, pero también muchas dudas. Era mi primera vez en Japón.
Cuando me subí al avión, intenté recordar las primeras veces que visité otros lugares; lo que sentí, lo que me provocó esa novedad. Y sólo lo logré con un par de destinos. Del resto de los viajes no tengo memoria. No sé si fue la falta de emoción o que no lo hice consciente, pero no pude acordarme. Así que, antes de despegar, me propuse recordar (al menos con la intención de tener una introducción interesante para esta historia) mis primeros minutos en Japón.
Me esperaban 14 horas de vuelo, así que ingerí una pastilla mágica, cortesía de mi abuela, recliné mi asiento, prendí el noise cancelling de mis AirPods y afortunadamente, después de unos 15 minutos, me encontraba en estado de coma. La siguiente vez que volví a abrir los ojos fue con el anuncio de que estábamos por aterrizar en el aeropuerto de Narita. El clima que nos esperaba afuera: un grado centígrado. Tomaríamos una van para cambiar de aeropuerto y alcanzar nuestro siguiente vuelo.
Como ya les había dicho, desde el aeropuerto de México me había prometido, a mí misma y a este texto, hacer conciencia de mis primeros momentos en Japón. Pero aquella pastilla mágica seguía haciendo efecto, así que fallé en la tarea. Lo único que tengo son flashes de esos primeros momentos. El primer recuerdo fue al entrar al baño y, ¡guau!, la taza estaba caliente; ¡guau!, qué limpio; ¡guau!, qué tecnología. Siguiente flash: ¿y estas vending machines tan llenas de novedades? Y luego, una carretera larga, un poco de vegetación por aquí y por allá. Aquel camino no era muy distinto al de los aeropuertos del resto del mundo. Un poco de tráfico. Otro aeropuerto. Otro avión. Ahora, salíamos del aeropuerto de Haneda con rumbo a Hiroshima.
Después de esa nube de jet lag y clonazepam llegó mi primer momento del todo consciente, a exactamente 11,990.95 kilómetros de mi casa. Después de casi 20 horas de vuelos y traslados nos pidieron que nos quitáramos los zapatos. Y así, cuando mi cuerpo entró en contacto con la fría temperatura del piso, me di cuenta de la magia del lugar en el que estaba. Era un ryokan auténtico. El Sekitei en Hatsukaichi, en la prefectura de Hiroshima, probablemente uno de los lugares en los que más paz he sentido en mi vida.
Ryokan Sekitei: la contemplación
La bienvenida nos la dio su jardín japonés, en el que su extenso estanque de peces koi era el protagonista, con el mar de Seto que se asomaba detrás. Este ryokan se compone de distintos edificios que rodean el jardín. Cada uno tiene un tamaño distinto y personalidad propia.
Cuando llegó el momento de conocer mi habitación, pisé el tatami que, en contraste con el piso de piedra del resto del ryokan, estaba a una mayor temperatura e inmediatamente sentí cómo esa calidez me envolvió por completo. Sobra decir que en Occidente no acostumbramos quitarnos los zapatos cuando entramos a un lugar. Pero ahí estaba, haciéndolo de manera consciente por primera vez y dándome cuenta de cómo la temperatura que subía desde mis pies podía cambiar por completo mi estado de ánimo.
Nos dieron un rato para descansar y refrescarnos antes de la cena. Me senté en una de las sillas de mi habitación que daba al jardín y, más que nunca en mi vida, entendí el significado de la contemplación. De tan sólo estar. De sentir cómo baja tu ritmo cardiaco, sin preocuparte por el pasado o el futuro, sino sólo disfrutar el presente. No podría explicar el silencio y la paz de ese lugar, algo que resulta extraño para una habitante de Ciudad de México como yo, pero dan ganas de quedarse ahí un buen rato. Desafortunadamente no pude extender mucho mi momento de reflexión, pues la hora de la cena estaba cerca.
Me dirigí al restaurante, donde nos esperaba una belleza de mesa, junto con un menú en el que un tiempo era más perfecto que el otro, cada uno servido en platos que daban ganas de llevarte a tu casa (pero no lo hice, no se preocupen). Y, al final de la noche, me llevé la grata sorpresa de poder dormir sin sufrir esa pesadez, que francamente hubiera resultado lógica, después de la gran cantidad de comida japonesa que ingerimos: bolas de camarón frito, ostras en distintas presentaciones, pescado al vapor con arroz, fideos soba, más arroz, ahora con anguila.
El hecho de pasar la noche en un futón me tenía un tanto nerviosa, pero amanecí muy descansada. Y entonces volví a mi actividad favorita en este ryokan: la contemplación. Me tomé un té sencha y me senté a observar los peces koi, tan despreocupados en ese estanque como yo en la sala de mi habitación.
Miyajima: lo majestuoso
Salimos del ryokan con rumbo a Miyajima. No sabía muy bien qué esperar de este nuevo paseo, pero cuando nos subimos al ferry y nos acercamos poco a poco a nuestro destino, protegido por grandes montañas, mis expectativas naturalmente aumentaron. Vi cómo todos sacaban sus celulares y cámaras, subí la mirada y me encontré con su gran o-torii. Una puerta roja que parecía flotar en el mar, una imagen que no estaba segura en dónde, pero sentía que la había visto antes, lo que no resultaría extraño, pues es uno de los paisajes más famosos de Japón.
Miyajima quiere decir “isla santuario” y este sitio rinde honor a su nombre con el santuario de Itsukushima, construido en la segunda mitad del siglo VI y que, cuando sube el mar, parece alzarse en medio del agua. A nosotros nos tocó con la marea baja, pero resulta igual de imponente.
Acá entre nos, no me considero una persona religiosa, pero sí creo que hay lugares con una energía muy especial, y éste es uno de ellos. Es un sitio grandioso, sin importar las creencias de quien lo visite.
Después de recorrerlo, dimos un paseo por el Parque Momijidani. El bosque de arce rojo me hizo sentir dentro de una postal japonesa. Nuevamente tuve la sensación de haber estado antes en ese lugar, sin saber bien por qué. Intuí que quizá era porque ya había visto ese paisaje cientos de veces en fotos, como parte de un imaginario colectivo de estos lugares japoneses. Caminamos un rato por ese lugar increíble, al pie del monte Misen, e intenté procesar el hecho de estar ahí, en ese lugar tan majestuoso, que seguramente había visto pasar a personajes increíbles y estaba tan lleno de esa energía especial, la que caracteriza a los sitios donde han sucedido cosas importantes.
Y después de esa pausa casi espiritual era momento de llenar el estómago con un gran okonomiyaki y las manos con bolsas de compras. Nos dirigimos a la calle comercial de Omotesando y brincamos de una tienda a otra. Mi primera compra fue una caja de momiji manju, unos dulces que son como waffles, pero con forma de la característica hoja de arce que abunda en la isla. Estaban rellenos de frijol dulce, matcha, crema pastelera y chocolate, envueltos en una caja divina, de esas que da pesar desarmar. Me encontré también con una tienda llena de variedades de soya muy especiales y llevé conmigo un bote de soya con yuzu, que a la fecha uso a cuentagotas porque me da toda la tristeza del mundo pensar en que se acabe pronto.
En el camino de vuelta al ferry tuve mi primer encuentro con un legendario Seven Eleven japonés y entendí la emoción que les da a todos los que visitan ese país al entrar a este tipo de tiendas de conveniencia. Me compré un mochi y me lo comí en una banca mientras intentaba que los venados que deambulaban libremente por la isla no se lo robaran.
Onomichi: la resiliencia
Después de un largo día nos encaminamos al siguiente ryokan en el que pasaríamos la noche: Onomichi Nishiyama.
El puerto de Onomichi desempeñó un papel crucial durante el periodo Edo, pues funcionaba como puerto de envío de tributos anuales y los llamados barcos kitamae, que conectaban Hokkaidō con Osaka, hacían escala en ese lugar, así que se convirtió en un punto estratégico para el intercambio cultural de Japón.
En 1943 se inauguró el Nishiyama Bekkan, un conocido jardín de té en esta histórica ciudad y que ahora cobró nueva vida como el ryokan Onomichi Nishiyama. De ahí que gran parte de los objetos que forman parte de la decoración del hotel, como en el lobby, tengan un gran valor histórico: las vajillas, parte del mobiliario, los pergaminos que cuelgan de las paredes y algunos objetos para la ceremonia del té.
Y en este lobby cargado de historia hay una barra que en verdad hace sentir a los huéspedes como en casa (bueno, en mi casa no tengo este tipo de barras, pero digamos que sueño con tener una así algún día), gracias a su modalidad de self service. Así, a lo largo del día puedes pasar por alguno de los goodies: galletas especiales que preparan diario, dulces hechos en Onomichi y cervezas artesanales de esta ciudad, refrescos japoneses, sake de ciruela y un molino para tener café recién molido que después puedes preparar en la jarra pour over más divina que uno se pueda imaginar.
Después de tomar una taza de té en este lobby, que rápidamente se convirtió en uno de mis favoritos en el mundo, pasamos a la habitación para descansar un poco (no sin antes explorar cada rincón), antes de ir a la cena.
Por lo general, en sitios como éste te dejan una especie de lounge wear japonés en tu habitación, que igual puedes usar mientras estás en el hotel que dentro de tu habitación. En el primer ryokan no me animé a usarlo, pero acá me entregué a la experiencia y me vestí con la ropa que dejaron en mi habitación para ir a cenar. Desde que me la puse, me arrepentí de no haberlo hecho también en el primer ryokan. Qué comodidad.
Cenamos en el restaurante del chef Ken F, dentro del ryokan. Él incorpora la cultura y, por supuesto, el producto de Onomichi, con técnicas de la cocina francesa. Y aunque la cena fue memorable, debo decir que a mí lo que más me sorprendió fue el desayuno del día siguiente. En el mismo restaurante, pero al amanecer, nos sirvieron la mejor sopa miso que he probado en mi vida, con un huevo de cocción perfecta y un arroz como nunca lo había probado para acompañar. Claro, entre muchas otras delicias, como un pescado fresquísimo cocinado al vapor y encurtidos varios.
Estábamos listos y cargados de energía para emprender la siguiente aventura: 30 kilómetros en bici por las entrañas de Hiroshima. Sin embargo, antes de que los apantalle con la distancia, debo confesar que las bicis eran eléctricas y que agradecí cada kilómetro esa “ayudadita”, porque el terreno no fue particularmente plano en algunos puntos de la ruta.
Pasamos por un último cafecito en Onomichi U2, un hotel en el puerto enfocado en el turismo para ciclistas, en el cual te dan facilidades como una tienda con productos especializados, habitaciones para guardar tu bici y un muelle monísimo donde uno puede tomarse un café y un pancito antes de empezar a pedalear.
En el puerto, el turismo de ciclistas es muy popular, pues Onomichi forma parte de la ruta Shimaniami Kaido, una de las rutas de bici más famosas de Japón, ya que a lo largo de sus 70 kilómetros cruza seis islas, tiene vistas increíbles del océano y se puede completar en un día (desde cuatro hasta 10 horas, según cuántas paradas hagas y qué tanta destreza tengas).
Salimos de Onomichi y tomamos un ferry que nos llevaría al siguiente punto de la ruta. Pedaleamos entre pequeños pueblos de la costa, con calles tan angostas que parecían laberintos, y luego salimos a puentes de una ingeniería admirable por los que cruzamos el mar, con una sección especial para ciclistas y peatones. Rodamos por campos de cítricos y parques llenos de hojarasca que crujía cuando pasábamos encima de ella. Nos metimos en las entrañas de la región y pudimos ver un poco del día a día de sus habitantes, quienes viven lejos de esos puntos turísticos inundados por olas de gente y que a veces nos distraen de apreciar el destino en sí mismo.
Después de unas cuantas horas avanzando con el viento llegamos a nuestro siguiente destino: Setoda. Nos bajamos de la bici y nos recibió un grupo (que en realidad era todo el equipo de nuestro siguiente ryokan) a modo de porra.
Setoda: la innovación
Entré en Azumi Setoda y el aroma del hotel se apoderó de mi nariz de manera instantánea. Éste es un sitio donde la tradición se amalgama con lo contemporáneo, de la mejor manera posible. En algún momento, la familia Horiuchi fue la propietaria del predio. Ellos vivían en Setoda y se enfocaban en el comercio de sal. Naru Developments se asoció con Adrian Zecha, quien por cierto es el fundador de Aman, y en conjunto le dieron una segunda vida a esta increíble propiedad, 140 años después de su construcción original.
La renovación estuvo a cargo del arquitecto de Shiro Miura. Él fue el experto que logró integrar formas históricas con nuevas técnicas y materiales. Ésa es la esencia de Azumi Setoda. Un edificio antiguo en el lobby que se encuentra en perfectas condiciones y nos habla de su relevancia histórica, y que además funciona como antesala a las habitaciones donde el estilo minimalista contemporáneo es inminente. Con materiales crudos y colores que transmiten paz, las habitaciones de este ryokan son el refugio perfecto para descansar después de un largo día de explorar Setoda… o de pedalear 30 kilómetros en una bici eléctrica, ¿por qué no?
La cena no fue menos impresionante que el resto de la propiedad. Nos sentamos en el comedor del ryokan con la misma familiaridad que uno siente en la casa de fin de semana de un amigo cercano. Cada tiempo estaba marcado por la frescura de los ingredientes y la precisión de la técnica. Probamos vinos japoneses por primera vez en el viaje, que francamente no me decepcionaron, pero tuve que dosificarme más de lo que hubiera querido porque al día siguiente nos esperaba una práctica de zazen por la mañana.
Nos reunimos en el lobby para emprender el camino rumbo al templo Kojyo-ji, donde ya nos esperaba el monje para meditar. Platicamos un poco y nos dijo que él realizaba esa práctica tres veces al día por lo menos. Nos explicó cómo sentarnos, hacia donde mirar. Y comenzamos.
Francamente, soy bastante mala para este menester. Nunca lo he logrado, pero creí que, en un lugar como ése, con un experto como él, podría lograrlo. Y no pude haber estado más equivocada. Aguanté casi tres y medio minutos en la postura que nos indicaron, antes de que se me durmieran las piernas y empezara a contar los segundos para que los 40 minutos de meditación que me faltaban llegaran a su fin. Entonces vi a mi alrededor que todos estaban en silencio y no me quedó más que esperar callada para, en un par de momentos, lograr un poco de iluminación. Para mi sorpresa, ese tiempo en silencio fue más fructífero que un mes entero en sesiones de terapia.
Hace 140 años, los barcos cruzaban el mar interior de Seto y el puerto se llenaba de pescadores y granjeros. En Azumi se preguntaron qué tipo de desayuno tendría la familia Horiuchi en aquel entonces. Entonces imaginaron su mesa, con arroz blanco de la prefectura de Hiroshima, sopa miso con caldo de pescado y platillos estacionales con ingredientes locales. Eso nos esperaba al regreso de la meditación, como si fuéramos parte de la familia Horiuchi.
Todos los días nos preguntaron si queríamos un desayuno tradicional japonés o uno occidental. Los primeros días en Hiroshima pedí un desayuno japonés, asumiendo que me cansaría de ello y terminaría ordenando desayunos occidentales. Después de aquel festín matutino de Azumi, que alimentó no sólo mi estómago, sino mi vista también, me di cuenta de lo equivocada que estaba. Y comencé a entristecerme, pues el viaje llegaba a su fin y sabía lo mucho que extrañaría los desayunos japoneses al volver a mi casa.
Después de visitar un par de cafeterías y unas cuantas tiendas nos sumergimios en la cultura local, con una visita al museo del artista Hirayama Ikuo, nacido en Setoda. También visitamos el templo Kosanji, que en la parte de abajo tiene una serie de edificios inspirados en famosos templos japoneses y, arriba, un jardín con estructuras de mármol llamado Miraishin no Oka, desde donde se puede ver todo Setoda. Finalmente, tomamos la carretera con rumbo al siguiente alojamiento: Niponnia Harima Fukusaki. De este ryokan me sorprendió su arquitectura, pero más la cocina y el servicio. Una noche ahí fue suficiente para entender la esencia de este tipo de hospedaje, donde la misma persona desempeña varias funciones. Y, así, la chica que nos recibió en la recepción fue la que me mostró la habitación y luego nos sirvió una cena que incluía un foie gras con lengua de res ahumada que aún puedo saborear.
Al día siguiente, un recorrido por el castillo de Himeji fue el preámbulo para tomar el tren bala rumbo a Tokio. Después de pasar días alejados del barullo y las multitudes, llegamos a esta gran ciudad.
Tokio: máxima velocidad
Los hoteles en Tokio viven en mi imaginación como una vista urbana repleta de rascacielos, donde todo se siente casi futurista y, por las noches, las luces contrastan con la oscuridad. The Prince Gallery Tokyo Kioicho, a Luxury Collection Hotel, cumple con las expectativas de un hotel urbano, pero le inyecta un factor acogedor difícil de lograr. Con un bar donde se antoja pasar noches enteras bebiendo negronis y un desayuno con vista a los altos edificios de la ciudad, este hotel es de primera clase y cuenta con un ambiente de lujo.
Los días en Tokio, como era de esperarse, se pasaron volando. Entre un show de sumo en vivo y una visita al museo de Yayoi Kusama, para ver obras de primera exhibición de la artista y entender su historia, vivimos horas que corrían veloces pero llenas de emociones.
Mi momento favorito, y del que, estoy segura, me voy a acordar cuando en unos años intente recordar aquella primera vez que visité Tokio, fue en la barra de Matsunozushi. Estábamos todos sentados alrededor de Yoshi, un chef de sushi de cuarta generación. Desde pequeño acompañaba a su papá al mercado de pescado, una práctica que mantiene hasta la fecha y de la que nos platica mientras saca una pieza de atún que pone en la pequeña vitrina frente a nosotros, la cual se dispone a preparar de distintas formas para dejarnos maravillados con su destreza y conocimiento.
No es oficial, pero Yoshi es un entertainer profesional. Más allá de ser capaz de montar el mejor sushi que he probado en mi vida, su talento frente al público es innegable. Extrañamente, me recuerda a mi taquero de confianza, el que sabe que como los tacos de pastor planchados, con mucha verdura, y que bromea conmigo cuando paso un largo rato sin visitarlo. Yoshi logra esa misma familiaridad, sin distraerse de su actividad principal: el manejo del arroz y el pescado con una maestría que evidencia sus años de experiencia.
Curiosamente, el sushi, como los tacos, empezó como una comida callejera y luego fue ganando prestigio entre los japoneses, pero también entre los extranjeros. Hoy día, estos dos platos son de dominio mundial y sus similitudes me recuerdan que, después de todo, una carcajada auténtica y una buena comida son pueden reducir la distancia de 11,990.95 kilómetros entre nosotros.