La Ciudad Perdida fue descubierta para Occidente por el suizo J.L. Burckhardt en 1812. Dos siglos después, el famoso Tesoro, su obra más colosal, es el mejor reclamo de Petra, pero también están sus teatros, fortalezas, tumbas, canales y un paisaje lunar.
Paul Theroux, escritor y viajero eterno, confiesa que hubo un tiempo en que le apesadumbraban los lugares de los que se había escrito demasiado, pero cuando comenzó a frecuentarlos, tuvo la impresión de descubrir siempre algo nuevo en ellos. De sus viajes, Theroux dice también que suele evitar el camino fácil porque “no hay nada como los inconvenientes o una larga espera para ponerse a hablar con un desconocido”. En otra ocasión, como si hubiera de justificar uno de sus libros, escribió que él “buscaba trenes pero encontraba pasajeros”. Los tres casos reivindican la sorpresa. Como sucede con algunos libros o películas, Petra se reduce a veces a un único aspecto que puede resultar tan fuerte en términos de promoción como pobre por un encasillamiento rápido. Para comprender y disfrutar a fondo un lugar así hay que buscar siempre más allá de la foto, convertirlo en nuestro viaje y dejar que el azar tenga su espacio.
Templo, excavado, Jordania, roca. La imagen es fácilmente “taggeable”. Su fachada, que no necesita presentación, comparte la lista de las siete maravillas del mundo moderno. Pero resulta que detrás —y no dentro de ella— hay una ciudad. Petra se extiende por un valle gigantesco a espaldas del Tesoro, el mausoleo que surge al cabo de una grieta y por el que se coló frenético el actor de Indiana Jones, y es interesante recordar los tres pensamientos de Theroux para rebasar esa Petra icónica.
Para comprender y disfrutar a fondo un lugar así hay que buscar siempre más allá de la foto, convertirlo en nuestro viaje y dejar que el azar tenga su espacio.
Lo primero que resulta imposible transmitir en una imagen son sus dimensiones. No sólo las del Tesoro —nada menos que 40 metros de alto esculpidos en una pared de 300—, sino las de todo el sistema de monumentos y cuevas cincelados en las grietas de una serranía de arenisca que emerge en el desierto. Sólo atravesar de punta a punta la parte acondicionada al público llevaría unas tres horas sin detenerse a contemplar ninguno de los monumentos nabateos y romanos. Para ver bien Petra, dicen allá, se necesita al menos una semana. Y hay incluso quien ha pasado en sus montañas más tiempo, como un turista alemán al que hace años dieron por muerto y que, como aquello no es pequeño, encontró la salida al laberinto de rocas al cabo de treinta y tantos días. El alemán no lo pudo demostrar con fotos —se le terminó la pila, cuentan—, pero probablemente caminó frente a algunas de tantas fachadas que no han sido aún catalogadas. Aparte de eso mencionó algo más: que lo habían salvado los beduinos.
En Petra no hay casas, pero sí hay beduinos. Son nómadas árabes, por lo general pastores, que se alimentan básicamente de leche de camello y carne de oveja. Los que uno encuentra en los senderos de Petra ofrecen té y café, venden bisutería o cerámica nabateas u ofrecen paseos en burro o en camello. A eso de las siete, mientras desmontan sus puestos, los últimos visitantes enfilan en sentido opuesto al Siq —la gran grieta que lleva directamente al Tesoro—, o bien suben en dirección al poblado beduino por donde acceden los coches de servicio, los únicos que son permitidos en el área. Pero esos descendientes de los nabateos, que como todo pueblo árabe fueron también nómadas antes de dar con este valle, habitaron las cuevas de Petra por milenios hasta que, en 1986, pensando en el interés turístico, el gobierno jordano creó la aldea y convenció a casi todos de ponerse bajo techo. Sin embargo, más allá de las siete de la noche, algunos de los supuestos habitantes del pueblo permanecen en Petra para dormir encaramados en sus rocas, bajo las estrellas, igual que lo hicieron siempre. Como Theroux, que encuentra pasajeros siguiendo su entusiasmo por los trenes, a Petra uno puede llegar buscando piedras y lo que encuentra son beduinos.
El primero que topamos estaba rodeado de grandes rocas y sentado en una silla sobre la arena. Tocaba las cuerdas de un ud al resplandor de un sinfín de velas y bajo un telón de estrellas. Dimos con él 45 minutos después de dejar atrás las luces del último edificio y sumergirnos solitarios en la negrura, descendiendo levemente sólo en pos de una estela de veladoras y escuchando el eco de nuestros propios pasos a través del Siq, una antigua falla tectónica que, al abrirse, dejó una grieta constante y transitable de más de 100 metros de profundidad con el aspecto de un torrente seco. Al abrirse el Siq frente al Tesoro, el sonido proveniente del ud se expandía hasta rebotar contra la piedra, pero el beduino que tocaba seguía viéndose diminuto: encima de él y teñida la roca del naranja de las velas, teníamos en toda su inmensidad, ahora sí, la eterna postal de Petra.
En Petra no hay casas, pero sí hay beduinos
Petra es espectacular de noche, al amanecer y al atardecer, y la luz solar la viste de humores tan diferentes como los de la catedral de Ruan y los pinceles de Monet. Así que, en el grupo, hubo de conjurarse para comenzar con el primer sol y, a pesar del sueño y las temperaturas bajas del amanecer, ser los primeros en entrar de día. A esas horas, el enorme teatro romano, que aparece después del Tesoro, estaba labrado en rosa pálido y aparecía frío como el beduino que, como si fuera un sacrificio humano, había pasado la noche entre mantas, boca arriba, en lo alto de una roca.
El Monasterio: riqueza arquitectónica
Una vez rebasado el teatro, el valle por fin se abre y el camino más ancho dobla a la izquierda entre covachas, muros y alguna que otra columna. No resultó fácil pasar sin ver las llamadas Tumbas de los Reyes —quedan del lado derecho, todo se verá a su tiempo—, pero caminamos en dirección al llamado Monasterio, el punto más alejado visitable, encaramado en la montaña que teníamos enfrente. Para ello hubo que atravesar la zona central del valle, donde se suceden los puestos con recuerdos, las casas de té, los baños y el área de comidas, que apenas son dos restaurantes modernos y que, junto con los puestos de vigilancia, suponen los únicos lugares no atendidos por beduinos. Si se quiere, el fondo del valle es el punto crítico del camino, el lugar donde los beduinos jóvenes intentarán conseguir pasaje para subir al Monasterio en burro, para rentar un camello, para adular a las mujeres o bromear con tasarlas en la divisa universal, pero inexistente ya, de las jorobas. Una vez salvado ese punto de encuentro —bien puede uno salir gustosamente montado en burro, haberse divertido devolviéndoles a los jóvenes sus chanzas, o quizá baste tan sólo con responder adecuadamente entre Cristiano Ronaldo y Messi—, la idiosincrasia beduina queda esparcida entre rocas y caminos para entenderla in situ, al ritmo de un paseo y de sus propias bocas.
Para alcanzar el Monasterio debe ascenderse un cañón por un sendero escalonado que ha sido excavado en la roca. Tiene amplitud, no es muy cansado y, por si acaso, donde acecha el barranco se ha construido un pequeño parapeto de piedra, pero igual que todo lo que queda más allá de la zona de restaurantes, el sendero sirve de criba para los grandes grupos de turistas, y permite al caminante una experiencia muy genuina. Es frecuente encontrar visitantes que prefieren subir en burro. Si se trata de una señora local o una extranjera con pañuelo a la cabeza, al verla sobre el asno y con un beduino que tira de él, uno pensará en José y María camino de Belén. Belén, de hecho, queda a sólo unos 200 kilómetros de allí, pero la tumba del profeta Aarón, sin ir más lejos, corona de blanco una de las montañas de Petra y se ve perfectamente desde el mismo Monasterio.
Caminamos en dirección al llamado Monasterio, el punto más alejado visitable, encaramado en la montaña que teníamos enfrente…
El Monasterio surge a la vuelta de otra montaña rocosa. Es parte de un descomunal monolito —otra talla en la roca original— que va creciendo a medida que uno se acerca a sus pies, y su principal diferencia con el Tesoro a primera vista es, quizá, que a su alrededor queda el azul del cielo. Ante el Monasterio uno siente que lo que ve es un premio. Está en un rincón más solitario y además se puede entrar en él. Sus columnas cinceladas en la piedra son un enorme altorrelieve, tan anchas que aun así resultarían inabarcables para cinco personas juntas. Forman tres calles y dos cuerpos separados por una leve cornisa, y todo lo culmina un domo circular con aspecto de corona. Un remate parecido le valió su nombre al Tesoro, ya que entre los bandidos se creía que allí arriba se escondían las posesiones más valiosas de la ciudad, y dejaron como prueba un buen número de balazos.
Quizá no sabían que todas las fachadas de Petra no son más que tumbas, al parecer ni siquiera se trata de templos, y que las otras cavidades eran simplemente enterramientos más humildes. Lo que queda de las residencias nabateas, en cambio, es sólo el enorme pedregal de la parte central del valle. Si se observan con detalle se verá que la mayoría de esas piedras derramadas alguna vez fueron trabajadas. Pude ver que, por dentro, el Monasterio no era más que una enorme cavidad central. Una cámara mortuoria descomunal que ahora estaba vacía pero hablaba por sus dimensiones. Se puede acceder, con algún pequeño apoyo, trepando un único escalón de tres metros. Pegado a la piedra como una lagartija, sentí que estaba intentando encaramarme a una de las botas de Gulliver.
Para impregnarse del lugar, antes que mancharse la ropa con el polvillo arenoso, quizá sea mejor retirarse unos 50 metros hacia atrás. Allí, junto a la mejor vista, un beduino muy simpático y una chiquilla con ganas de practicar inglés ofrecían sus bebidas y ponían a disposición de los foráneos una sala lounge excavada junto a su puesto de tés. El piso estaba enteramente cubierto de alfombras y cojines. No es ésa una tradición banal pues, debido a la escasez de madera, los tejidos hacen la función del parqué sobre la roca fría. Allí había un par de mesillas y, en la pared, el retrato omnipresente de Abdullah II, el rey actual. En una esquina había también un televisor con un aparejo de alambres que funcionaba como antena. Algunos de los burros que suben hasta allí traen un pequeño bidón de gasolina. Con él, el beduino prende un rudimentario generador de electricidad que, después de soltar una bocanada de humo negro, proporciona energía para el televisor y unas neveras en las que ofrece, ay si no, botellines de agua fría.
Alcanzar el fin del mundo
En 15 minutos más de caminata pedregosa llegamos a un lugar graciosamente anunciado en unos carteles como “Fin del mundo”. En el borde del acantilado había un puesto con artesanías hecho de palos y lonas, y visto el cartel, tuve el mal pensamiento de que quizá me pedían algo a cambio de la foto. Nada más lejos de la realidad. Allí no había visitantes, absolutamente nadie, ni siquiera alguien para cuidar del puesto. Una cosa es que los vendedores vivan ahora del turismo, pero a los beduinos las posesiones no parecen atormentarles demasiado. A los pies del “Fin del Mundo”, la montaña se acaba abruptamente, y entonces el desierto de Araba lo abarca todo.
Una cosa es que los vendedores vivan ahora del turismo, pero a los beduinos las posesiones no parecen atormentarles demasiado.
Era hora de emular al alemán. Pero de manera no tan drástica, claro. Partiendo de la zona de comidas, se puede alcanzar el mirador del Sacrificio, el punto más alto de Petra. Y ahí es donde me perdí y se desplegó entera Petra. Porque lo bueno y lo malo de la ciudad es que no hay mapas ni flechas. Fuera de la ruta principal, los carteles se acaban y sólo quedan los cairns, los universales montoncitos de piedras que, en cualquier latitud del mundo, indican que aquello se parece a un camino.
Una buena manera de concebir Petra es la de un vastísimo parque temático donde, por un boleto general, se puede terminar en muchos sitios siguiendo uno de esos rastros que siempre llevan a algún lado. Eso significa enormes posibilidades de explorar un paisaje milenario y de toparse con un beduino casi en igualdad de condiciones. Por la noche me sorprendería al saber que, en el grupo, no habían terminado el día ni dos personas juntas. De alguna manera, a todos nos había sucedido algo parecido.
Primero me crucé con Abdullah y su burro. Después de una simpática charla en un inglés fluido, Abdullah me regaló una foto y dos recuerdos, dijo, de la época nabatea. Uno, un pedazo de vasija recubierta de tierra. Y dos, una pequeña talla en cuerno de gacela y del tamaño de un dedal. Cada uno prosiguió luego su camino, yo feliz de haber mantenido una conversación que no involucraba dinero, como si ese solo hecho bastara para validar un encuentro. Entonces observé mi palma y vi que el tallador nabateo, con mucho esmero y mayor imaginación, había moldeado una foca entre sonriente y burlona. También me di cuenta de que yo debía estar subiendo y, sin embargo, había bajado casi hasta donde están los baños públicos y tenía otra vez delante, tentándome, las Tumbas de los Reyes.
Las Tumbas de los Reyes no pueden obviarse por segunda vez. Me dirigí a la primera, husmeando antes en algunas de las covachas vacías donde la roca ha creado unas vetas ocres y granates que ni el mismísimo Rothko. Luego subí entre losas hasta la primera de las grandes tumbas que los romanos, al llegar, utilizaron para la corte de Justicia. Para ello añadieron unos calabozos que quedan a los pies. Allí, la diferencia de estilos es notoria. Las fachadas nabateas fueron esculpidas al estilo de los templos griegos y romanos, también con influencias egipcia, aramea y asiria. Los calabozos tienen arcos hechos de piedra, de lo muy poco que se construyó con material de fuera, y recuerdan a las galerías inferiores de un coliseo romano.
Fue entonces cuando me topé a Amad. Desde arriba de uno de los arcos alguien gritó una frase muy confusa que terminaba en “ganja”. Al principio pasé de largo, pero regresé y le seguí la corriente. Me hizo un lugar en la colchoneta donde estaba sentado, al borde de una de las celdas que se mantienen en pie. Cuando me senté, yo no lo miraba a él, y Amad se quedó callado. La vista sobrecogía. A los pies quedaba todo el valle, el teatro, otros templos. Y las personas eran allí, al fondo, puntos minúsculos que se movían lentamente. Desde su lugar, Amad controlaba el puesto que tenía unos metros por debajo, sobre unas escaleras, y en el que vendía monedas y otros recuerdos. Aquello era como pescar. Si un turista se detenía, sin moverse, él le tiraba un precio. A mí me tiró lo de la ganja —mariguana—, pero dijo que sólo era una manera de romper el hielo, que ni tenía ni consumía drogas. Su gesto era muy tranquilo. Creo que le bastaba con ver todos los atardeceres y las estrellas desde allí.
Amad me develó una vida sorprendente. Tenía 27 años y la piel canela y lisa. Su perfil era recto, sus cejas dos líneas y sus ojos claros. No lo pude evitar: pensé que se parecía a Prince. También llevaba un pañuelo naranja muy ceñido a la cabeza que le caía sobre los hombros. Me preguntó de dónde era, porque tenía una “novia” de Madrid. Antes tuvo otra francesa y otra mexicana. Y aunque hubiera contado más de las que fueran, la mitad de ésas ya habrían sido muchas. No era difícil. Las turistas guapas tenían su capítulo de Las mil y una noches, y además, con Prince.
Prince, que había nacido en una de esas cuevas, se había ido con su familia al pueblo y después se había hecho adulto y regresado. Lo explicó con que la libertad lo es todo. Era un hombre de mundo. ¿Vendiendo aquello? Sí. No había ido a la escuela, pero hablaba cinco idiomas, entre ellos ruso. “Es que vi turistas antes que a mi madre”, se excusó Amad, y ya no me quedó duda. También había conocido más de 10 países. Su hermano vivía en Chicago, por supuesto que ha ido a visitarlo, y junto con otros chicos de Petra tenían internet en una cueva. Cargaban una laptop en el pueblo y luego lo traían con un módem USB. “Mi primo —me dijo después— en su cueva hace CouchSurfing.” Había tenido incluso un camello, un caballo, un jeep. Los ganaba y los perdía apostando. Al irme, al cabo de media hora, quise ayudar a su cosmopolitismo y le pedí que me vendiera una de las monedas encontradas. Con su brazo trazó una línea imaginaria en el puesto. “Estas de aquí son falsas, las de allá son de verdad.”
El valle desde la cima
Estaba cansado, pero no tenía ninguna prisa por salir de Petra. Me había propuesto seguir uno de los senderos que permiten ver el Tesoro desde arriba. Y uno de ellos es el que rodea por detrás las Tumbas de los Reyes. Es un camino pintoresco, más cuidado y solitario que el del Monasterio, y discurre a la sombra de la montaña por otra gran grieta. El sol comenzaba a saturar el paisaje con el color del atardecer. Casi no quedaban turistas. Poco antes de empezar a subir, una anciana desdentada y sonriente que estaba sentada en una piedra me invitó un café. Hablaba en árabe, así que los dos guardamos silencio. Un silencio absoluto con sorbos de café turco. A cambio le acepté una piedra, le di un dinar y sonrió.
Pronto sentí que estaba muy alto. Veía las montañas de Petra brillantes bajo el cielo azul. Era un paisaje de caricaturas. Frente a mí había una casa ovalada, más bien una roca que alguien hubiera dibujado allá, ahuecada como la de los Picapiedra. Afuera, en silencio, Fawaz vestía una túnica larga y cepillaba con cariño a su burra. Abed tocaba el ud en calcetines, cruzado de piernas frente a la casa, sobre un patio de alfombras. Esta vez fue un té. Me contaron que tenían siete años allí, que bajaban cada par de días a aprovisionarse en la aldea, y que no hacía falta más. Leche de camello y cordero. Y un celular por el que un amigo les llamaba cuando tenía trabajo de guía o para escalar con algún grupo de visitantes extranjeros.
una anciana desdentada y sonriente que estaba sentada en una piedra me invitó un café.
Algunos jordanos me habían dicho que aún viven siete familias en Petra. Otros me habían negado de manera tajante que allí quedara nadie, que todos vivían en el poblado beduino. Pero beduino significa nómada, y eso difícilmente tiene sentido. Amad, sin dudarlo, había dicho que las familias de Petra siguen siendo 25. Casi todos se apellidan Albidur. Son los genuinos habitantes y, quizá por ello, nadie insiste demasiado seriamente en que salgan de allí. Se hacen respetar y algunas historias que escucho contribuyen a ello. Un anciano, me contaron varias fuentes, tiene 125 años. Es pastor, y con su dieta mágica sigue subiendo con las cabras a buscar briznas al monte.
Pensé que es gente solitaria la que vive allí. Fawaz estaba separado, tenía un hijo, y Abed nunca se había casado. “Es una decisión y no es fácil tomarla —dijo Abed—, pero se supone que somos maduros.” Descalzos, nos subimos encima de la casa. A veces, menos es más. La música del ud, un forastero de vez en cuando y un té al atardecer.
El Tesoro, allá abajo, parecía de juguete. Había caminado otros 10 minutos y debía encontrarme a unos 200 metros sobre él, pero la fachada seguía rodeada de paredes interminables que la guardaban en la sombra. Sentí que podría estar por siglos disfrutando de esa nueva vista y entendí el furor que por sí solo hace el Tesoro. Por suerte, regresé por el mismo camino y acepté los gritos de unos niños beduinos desde las alturas, en las Tumbas de los Reyes, cerca de donde había encontrado antes a Amad. Miraban todos al valle. Aquello era un rito muy gregario y fue inevitable imaginar que me había unido a una manada de, cómo decirlo, de cualquier especie, que pertenecía tanto a aquel lugar como el lugar a ellos. Entonces, los rayos revelaron una roca que tiene la forma perfecta de un camello. Eso era todo. Sólo querían que contemplara con ellos los colores del valle al atardecer.
Regresé por el mismo camino y acepté los gritos de unos niños beduinos desde las alturas, en las Tumbas de los Reyes
Decidí que saldría por el Siq. Allí no se veía a nadie y estaba casi en penumbra. Un beduino desmontaba su tenderete y me dijo que era el último turista del día. Miré arriba, muy arriba, y recordé que acababa de estar allí. Y que allí mismo, en la punta de la roca, me había encontrado a dos hombres. No eran beduinos, sino dos técnicos que estaban instalando una cámara unida a un brazo metálico atornillado a la roca más saliente. La cámara, como todo, también apuntaba al Tesoro. Les pregunté para qué lo hacían. Paradójicamente, su inglés era mucho más raquítico que el de cualquier beduino. “Internet, Petra live!”. En un mes, el mundo entero podría buscar Petra y, con un clic, tendría una nueva misma vista.
“Deshaciendo Petra”, de Pablo Zulaica, se publicó en el Número 122 de Travesías, en agosto de 2012. Este texto es parte de nuestra selección de “19 años, 19 viajes” para celebrar nuestro aniversario 19.
Pablo Zulaica es cronista de viajes y escritor.