El Desierto de Atacama: el lugar más árido del mundo

Literalmente, el contraste más extremo que uno puede encontrar en el planeta.

10 Nov 2017
El Desierto de Atacama: el lugar más árido del mundo

Carta a Victoria:

Te escribo desde el lugar más árido del mundo, el Desierto de Atacama.

Todos los días hemos cazado amaneceres y recorrido cientos de kilómetros, por eso no te había escrito antes. Ha pasado casi una semana desde que nos vimos en Santiago y por fin hoy llegué al Valle de la Luna. Me acordé del mito chileno que me contaste, que Pink Floyd algún día tocaría aquí.

Durante estos días pregunté a algunas personas en San Pedro de Atacama (es nuestro pueblo base, donde dormimos y tomamos las excursiones) si sabían algo de eso. Gente mayor de 40 años conoce del mito y escuchó especulaciones sobre ese concierto imaginario desde finales de los ochenta hasta más o menos el 95, cuando alguien inventó que vendrían a presentar The Division Bell, cosa que nunca pasó. De todos modos me quedé con esa idea cuando salimos en el mini autobús 4×4. A ti te encantaría, es cuadrado y tosco como tu jeep pero para 14 personas.

“¡Estamos en el culo del mundo!”, al chofer le encanta repetir esa expresión. Ha pasado semanas sin poder conseguir un simple catalizador. Mucha gente en Chile me ha dicho esa misma frase, y más que por estar lejos de todos, tal vez sea por la solitud que causan los Andes, la verdadera razón del aislamiento.

Si no fuera por esas montañas, la ciudad argentina de Jujuy quedaría, por una carretera más o menos recta, a 400 kilómetros, y Sucre, en Bolivia, a 500. Más o menos la distancia que el año pasado recorrimos del DF a Acapulco, y eso que estaríamos hablando de viajes internacionales.

En cambio, la propia Patagonia chilena, algo convencionalmente más cercano al concepto de “culo del mundo”, queda a más de 3 mil kilómetros y Santiago a la mitad de eso, como bien dijiste, ni para ustedes los chilenos es un destino a la mano. Así de raras son las distancias en este país con forma de chile guajillo.

La primera probada del vacío la tuvimos viniendo del aeropuerto de Calama a San Pedro de Atacama. Para mí, el cambio fue todavía más radical: venía de tu Santiago desquiciado (el taxista con el que me dejaste rompió todas las leyes de tránsito: municipales, estatales y federales), claxonazos y gente que se insultaba en un chileno ininteligible. Acá, apenas llevábamos diez minutos en el coche y, salvo el propio camino asfaltado y uno que otro altar católico al lado del camino, los rastros humanos empezaban a escasear, hasta que ya todo era piedra y la arena más seca del mundo, literalmente.

De San Pedro no tengo mucho que contarte. Aunque tiene vestigios de pueblo antiguo y hay ciertas partes que valen la pena históricamente, en la actualidad ya se lo comió el turismo. Los edificios de adobe son simpáticos pero no albergan más que proveedores de tours, restaurantes, hoteles y tienditas de souvenirs, casi todas de alpaca peruana o artesanías bolivianas, o sea, no mucho de aquí. Algo más auténtico son los bares que sirven pisco con Coca-cola y limón; sólo los extranjeros piden pisco sour.

Pero pierdo el hilo: lo importante es que estoy en el Valle de la Luna, y es verdad lo que todos dicen, no parece el planeta Tierra. Alguien en la NASA lo encontró semejante también con Marte, tanto así que incluso probaron un prototipo del Mars Rover acá, algunos años antes de la misión.

Casi nunca llueve —ya sé que si hablamos del desierto más seco del mundo suena a perogrullada, como dirías tú— pero, casualmente, hace algunas semanas ocurrió y eso genera un efecto increíble: la tierra roja se lava y deja a la vista la sal pegada a las piedras. Ante este panorama tan extraterrestre entendí por qué a alguien se le ocurriría algo como el mito de Pink Floyd, así que me dediqué a buscar el sitio donde tocarían, como si esa posibilidad estuviera en mis manos.

No se puede pasar por todos lados, porque ya sabrás que el valle es una reserva protegida. Aunque como seguramente has de suponer, por desgracia muchos no respetan y se pasan de los límites marcados por unas simples piedritas. Bueno, pero eso no quiere decir que podría hacer el concierto donde quisiera, hasta en mi imaginación pretendí respetar el ambiente.

Y de hecho, dentro del Valle de la Luna me resultó un poco inviable, porque aun cuando uno de los guías dice que tiene gran acústica (tal vez sea otro mito más), el suelo es uno de los máximos atractivos y quedaría totalmente destruido. La textura es como de masa para pizza, con colores café claro, rojizo y en partes mezclada con el blanco de la sal; se siente muy maleable y suave, frágil. En algunas partes hay arena más dura, pero no es rasposa ni hostil, por lo menos no en esta zona.

A lo mejor el concierto podría ser aquí mismo en la Cordillera de la Sal, pero en otro valle cercano, el de la Muerte —o de Marte—. La gente hace sandboard, aunque el guía dice que más bien todos terminan rodando en las partes más empinadas, donde se forma una especie de auditorio. Ésa fue la primera opción que vi más o menos realizable, pero como nuestra parada fue muy rápida (teníamos que apurarnos para llegar a otro lado a ver el atardecer) no te puedo decir con certeza que sea idónea.

Antes de salir del valle pasamos a ver Las Tres Marías —homónimo del lugar donde conociste el huitlacoche, saliendo del DF—, tres piedras que añaden extrañeza al paisaje. Puedes verlas sólo a cierta distancia, ahí el guía sí se puso estricto para que nadie se pasara de las marcas. Para estas alturas mejor me resigné a que no habría tal concierto. Me daba pena imaginar las consecuencias que generaría un sistema de sonido como el que Waters lleva a las giras, y ni pensar de lo que la gente podría hacerle. Yo no sé cómo en México se han atrevido a hacer eventos en ruinas que son igual de frágiles que estos sitios.

Mientras estábamos en Las Tres Marías el sol quedó detrás de la cordillera, y pensé que ésa había sido nuestra parada para ver el atardecer. Tomé unas fotos con los últimos rayos de esa luz bonita y me di por bien servido, subí al camioncito y me quedé dormido, esperando nuestro regreso a San Pedro.

Como a la media hora paramos a espaldas de la Cordillera de la Sal, en una escala que no existía en el itinerario. Era el dark side del Valle de la Luna, el sitio perfecto para el concierto imposible, lo supe de inmediato.

El cielo pasó del anaranjado al rosa y al morado, mientras el escenario esperaba vacío la llegada de los sonidos psicodélicos. Lo veía a lo lejos y fue entonces que me encontraste. Caminaste conmigo y nos sentamos en la arena.

El último morado del cielo estaba por convertirse en negro cuando las estrellas se lo impidieron. Sin una sola nube a la redonda, a kilómetros del único pueblito y a no sé cuántos miles de metros de altura, el cielo estaba más a nuestro alcance de lo que había estado en la vida. “Me siento flotando, de una forma muy peculiar.

Las estrellas se ven muy diferentes hoy”, cantabas, “aunque hemos viajado cien mil kilómetros, me siento tan estática; y antes de que nos demos cuenta, será tiempo de irnos”. Para cuando pusimos atención, Brain Damage sonaba, y, al fondo, en el volcán Licancabur, caían rayos que ondeaban como cuerdas de guitarra. Nos acostamos en el piso salado, nos probamos y sabíamos a sal, a Tierra y a Luna.

El día de las lagunas

Nuestra primera excursión fue a las Lagunas Altiplánicas; sin saber nada más que eso, me subí al camioncito, te confieso. No entendí bien para dónde estábamos yendo, sólo veía montañas y desierto. Ya luego me explicaron que todo el tiempo estuvimos en la Reserva Nacional Los Flamencos; tanto el Valle de la Luna como el resto de lo que te voy a contar están incluidos en ella, son en total siete sectores. El camino, como de dos horas desde San Pedro, fue de subida pronunciada, así que el guía recomendó que al bajar, cuando habríamos sobrepasado los 4 mil metros de altitud, no debíamos correr o hacer movimientos bruscos porque podríamos marearnos.

Cada vez hacía más frío, y al llegar alcanzamos más o menos los diez grados, a eso súmale un poquito de viento. Llegamos a la Laguna Miscanti, junto al cerro nevado del mismo nombre. Apenas habíamos salido del desierto y ya estábamos rodeados de arbustitos y junto a un hermoso lago azul en forma de corazón (por más que le busques, a pie está difícil encontrar la semejanza, pero en el mapa o desde una toma aérea sí parece, hasta con aorta y vena cava).

El delicado ecosistema que se mantiene a esta altitud no es propicio para que la gente se meta al agua, aunque con el frío tampoco creas que se antojaba tanto. Vimos unas gaviotas y un aguilucho, y dicen que también llegan patos y flamencos.

Después de caminar un rato por el sendero y, efectivamente, acelerar mi corazón por la altitud —¿o la mala condición? — emprendimos el camino a la otra laguna, que está al lado del volcán Miñiques y tiene ese mismo nombre. Se cree que hace miles de años era una sola, hasta que el propio Miñiques las separó con un río de lava de por medio, dejando apartado este cachito que ahora mucha gente ocupa como escenario de un picnic panorámico. Y nuestro grupo no fue la excepción: lo primero que los guías ofrecieron fue agua caliente para hacer té de hoja de coca.

Regularmente, la reacción de los primerizos es de sorpresa porque lo confunden con la droga, así que casi por regla se debe aclarar: se necesita una cantidad enorme de un tipo específico de hoja de coca y además mezclarla con químicos para conseguir cocaína. Nada tiene que ver con este inofensivo tecito que ayuda con el mal de montaña, quita el mareo y oxigena la sangre. Me calmó además la panza, que traía medio revuelta por el camino de curvas.

Los vecinos del picnic eran unos brasileños mineiros (te habrían caído súper mal, traían un escándalo de música y gritos que retumbaban de una laguna a otra) que venían como en diez camionetas cruzando por Argentina y cuya próxima parada sería el Salar de Uyuni, en Bolivia. De aquí ya nada más es un saltito (como de 11 horas).

De camino a Chaxa, la tercera laguna del día, vivimos un breve safari: encontramos vicuñas (y también a sus primas cercanas, las llamas) corriendo en una postal tan verde y tan azul que casi parecía el wallpaper de Windows XP, cabras, un conejito amarillo llamado vizcacha escondido entre las piedras y uno que otro flamenco. El suelo de esta zona está tan lleno de minerales que en los pocos sitios donde cae agua la vida se destapa con toda la fuerza del mundo.

Llegamos al mediodía y nos advirtieron antes de bajar que nos pusiéramos bloqueador solar, pero el cielo nublado hizo que me confiara. Me costó cara la negligencia, cuando regrese a Santiago todavía verás pelándose mi cara y mi cuello. Aunque en el momento la sensación del calor pegando directo en la piel fue deliciosa, las nubes y humedad hacen que el ambiente sea totalmente distinto al del desierto donde pasábamos la mayor parte del tiempo.

El agua reflejaba brillante como un espejo los volcanes y los cientos de flamencos, de cuerpo blanco y alas entre rojas y rosas, que vienen a reproducirse y a comer pequeñísimos camarones. Sin razón aparente despegan y sobrevuelan haciendo una gran circunferencia sobre el salar, sólo para regresar a donde estaban. Unas iguanas pequeñas de amarillos y naranjas brillantes cruzaban los senderos.

Inevitablemente me puse contemplativo, no sé si me lo habrán contagiado, pero la gente del grupo dejó de bromear y hasta los que no paraban de tomarse selfies guardaron un rato el celular e intentaron entender los alrededores, nada sencillos si además agregas que hay una cordillera nevada o volcanes y cerros casi en cada dirección. Hay que poner a raya los pensamientos, que con tanto silencio y la fertilidad de la zona pueden cobrar vida e imponer su mandato en la cabeza.

El día del salar y el volcán

Nos habíamos despertado muy temprano a diario, pero para ir a los géiseres de El Tatio sí fue una exageración. Salimos antes a las 5:30 para ver el amanecer al llegar y aún así nos falló: las nubes estuvieron en nuestra contra (de todos modos yo a esas horas seguía lo suficientemente dormido como para haberlo procesado, y además, el volcán es impresionante por sí mismo).

Otra vez estábamos a más de cuatro mil metros de altitud así que, para empezar a caminar, nos dieron té de coca —del que ya compré varias cajas para llevar a casa—  y luego caminamos con cuidado entre el agua hirviendo y las fumarolas de vapor. Los senderos te mantienen a cierta distancia segura de ellos y algunos sí pueden verse muy de cerca: lanzan agua a unos 60 o 70 centímetros, en un vaivén constante.

También hay pozas calientes cubiertas por una bruma muy clara; estábamos a cinco grados centígrados y sí que provocaba meterte a una de ellas. Desayunamos un plato de quinoa (según me cuenta el chofer no es que lo coman tanto acá, pero sí es uno de los platillos favoritos de los extranjeros) y de aquí arrancamos a Tara.

¿Te acuerdas de la foto que te mandé ese día? Fue a la mitad del Salar de Tara, y no estaba serio o enojado cuando lo hice, lo que pasó fue que al sonreír casi instantáneamente se me secaban los dientes con el viento y venía una sensación extraña, no duele pero sí incomoda. Quien no ha estado acá difícilmente puede decir que ha sentido algo similar.

Por mucho, ésta fue la excursión más extrema, el camioncito que ocupamos fue el más rudo de todos, y vaya que hizo falta, porque a donde fuimos ya no había caminos, sólo arena. Imagínate que nada más para entrar a la zona del salar, se activa un especie de código con el conductor, que debe avisar cada determinado tiempo su ubicación y si todo está bien, porque si deja de hacerlo una brigada se lanza al rescate. Afortunadamente todo eso te lo cuentan ya que vas de regreso para que nadie se ponga innecesariamente nervioso.

Ahora, para que puedas hacer una imagen en tu cabeza de cómo es el Salar de Tara, toma todo lo que te he contado en las líneas de arriba, mézclalo y exponéncialo un par de veces y ahí verás el resultado. Sí, cañones como el Valle de la Luna, lagunas y flamencos como en Chaxa, piedras esculpidas como en Las Tres Marías.

Claro que semejante belleza no podía estar así tan a la mano y por ello está absolutamente vacío. Imposible encontrarse por acá a los brasileños en sus camionetas, ya que antes de llegar los detendrían, no por escandalosos, sino porque sólo pueden manejar aquí los conductores autorizados. Aunque tengas todo el equipo necesitas además conocer los caminos y brechas, que se van modificando constantemente con las ventiscas. A nosotros nos tocó dar varias vueltas en U al topar con piedras o caminos por donde no podíamos pasar.

Son kilómetros de sólo ver arena y dunas; ir derrapando, saltando, pasando por subidas en las que ni siquiera puedes frenar porque quedaría enterrado el coche.

Hay zonas donde no ha caído una sola gota de lluvia desde hace 400 años, y en otras se calcula que desde épocas prehistóricas, Absolutamente nada puede vivir ni ha vivido aquí en siglos, y tal vez nunca nada viva aquí; no hay territorio más hostil en el planeta. Y ante esto tanta precaución; cuentan leyendas de gente perdida y de héroes que han caminado 30 kilómetros en el desierto para salvar a turistas.

Apenas unos kilómetros después aparece un cañón del que no se ve el final, y frente a él la laguna verdísima. Las montañas al fondo tenían tonos lilas y azules, las fotos parecen como alteradas, pero el paisaje es así, exageradamente contrastante y brillante.

Frente al que tal vez sea el oasis más impresionante del mundo una vizcachita tomaba el sol medio camuflada en un cerrito, con los ojos cerrados pero las orejas atentas (o al menos eso espero). Ni aquí está segura de depredadores como zorros y pumas. Otras que andaban como perdidas por ahí eran dos vicuñas que corrían con muy poca agilidad.

En todo el tiempo que estuvimos acá nuestro grupo estuvo solitario. En la caseta de vigilancia (sin luz ni agua corriente, claro está), vive la señora que cuida la laguna y me cuenta que hay días en que no llega un solo visitante. Ella y su hija, que se han unido a la comida con nosotros, están por terminar sus labores y en unas semanas más se irán a casa a descansar, ya que durante el invierno se cierra el acceso totalmente por el peligro que representa el camino.

Cualquier cantidad de metáforas se me ocurren acerca de un sitio así de extraño, pero todas ellas terminan teniendo el significado literal. Es literalmente vida en medio de la nada. Es literalmente un milagro de la naturaleza. Es literalmente el contraste más extremo que uno puede encontrar en el planeta. ¿Viste? No hay figura que me sirva. Y qué bueno. En vez de querer describir o comparar tenemos que planear el viaje para venir juntos, ahora sí. Mañana mismo podemos empezar, en el cafecito de por tu casa. Mi vuelo llega en la tarde a Santiago, llévame por una cerveza y una piscola, como auténticos chilenos.

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