La buena noticia es que nadie en el grupo sabía esquiar, digo buena porque durante los primeros dos días pasamos más tiempo intentando mantenernos en pie que realmente esquiando. Pero primero, lo primero: volar, aterrizar, instalarnos y dormir bien para recargar las energías. Park City se encuentra a una media hora de Salt Lake City, en Utah, y aunque mucha gente no lo sabe, éste es el resort de esquí más grande de Estados Unidos, sólo superado en todo Norteamérica por Whistler, en Canadá. Nosotros nos instalamos en Canyons Village, a siete kilómetros de la ciudad.
El recorrido se puede hacer en coche, toma diez minutos; o esquiando, claro, pero es algo que dejaremos para el final. La primera noche nos quedamos en Canyons Village y cenamos en The Farm, un local donde el foco está en productos de la región. Nos sentamos en una especie de terraza, que en realidad es como un yurt. Afuera no nieva, pero hace suficiente frío como para que, literalmente, “corra” de la entrada del hotel a la entrada del restaurante, aunque no deben ser más de 100 metros, pero, supongo, no estoy acostumbrada al frío.
Temprano, al día siguiente, nos encontramos en el buffet del desayuno, todos a medio vestir, entre ropa térmica y pantalones para esquiar, guantes y gorritos, y volvemos a meterle energía al cuerpo con cantidades industriales de tocino, algo que uno sólo puede hacer en este país, al que podrían ponerle de eslogan: “Capital universal del tocino”.
Salimos temprano porque hay que rentar el equipo y la misión no es sencilla. Efectivamente, nos toma hora y media encontrar botas, cascos y esquíes para todos, y serán casi dos horas hasta que logremos subirnos por primera vez al lift, pero, como todo en la vida: paciencia; nadie nació sabiendo caminar y, de alguna manera, es justo lo que estamos intentando hacer.
Digo que nadie sabe esquiar en nuestro grupo, pero miento. Sylvia y Johna, que son nuestras anfitrionas, lo saben hacer a la perfección, pero actúan como si no y aguantan con calma cada caída y cada ataque de frustración; aunque sin duda quien se lleva las palmas es Wally, nuestro instructor, cuya edad es irrelevante a estas alturas.
Antes del lunch, y después de haber practicado en la alfombra mágica junto a niños que posiblemente aprendieron al mismo tiempo a caminar y a esquiar, Wally decide que estamos listos para nuestro primer lift. Se llama, sin ironía alguna, First Lift. Y ahí vamos, todos hasta arriba —y después, no hay más que bajar—. Esa primera bajada quizá sea el resumen de lo que sentí el resto del tiempo que estuve en Park City: miedo, adrenalina, emoción, libertad, pánico y más adrenalina. En ese orden. Milagrosamente, llego hasta abajo sin matarme ni matar a nadie, feliz de haberlo conseguido y dispuesta a repetirlo. Pero éste es apenas el principio, y es hora del lunch. Subimos a Miners Camp y nos instalamos en una mesa larga.
La escena de esquiadores a medio vestir, que se tambalean con las botas entre estaciones de comida, es, a decir, lo menos particular. Me sorprende que haya una gran mayoría de latinos. Y no digo mexicanos, digo latinos: brasileños, colombianos, argentinos. La mezcla es divertida. También hay americanos, incluso europeos. Me gusta la combinación y también que justamente aquí todo el mundo parece preocuparse por sólo una cosa: recargar las energías con comida alarmantemente calórica y volver a salir a disfrutar de la nieve.
Pasamos la tarde dándole al First Lift, y no repetiré esa primera bajada, porque a partir de la segunda entiendo que el “chiste” no es dejarse ir hasta que el espíritu santo me salve de la muerte al llegar al final de la pista, sino controlarla. Cuando terminamos estamos todos como entre drogados de adrenalina y noqueados de cansancio, pero aún tenemos una cita.
Park City es un pueblito pequeño y encantador, su avenida principal está llena de tienditas y bares como salidos de una película del Viejo Oeste —y sí, también es hogar del famoso festival cinematográfico Sundance, que se celebra todos los años desde 1978—. Instalados en High West Distillery, que es una microfábrica de whiskies, nos ponemos a repasar las caídas y las anécdotas del primer día entre whisky y carcajada porque, visto con un poco de distancia, suena más a una película cómica que a una de aventura.
El segundo día, claro, todos nos levantamos con más confianza. Con la seguridad que da saber qué nos espera. Pero en Park City, un complejo de más de 300 pistas que se extiende en 7 300 acres, pensar que uno sabe exactamente qué le espera es ingenuo. Subimos con Wally el Orange Bubble Express, un camino entre el hermoso paisaje de nieve y pinos, cuyo silencio sólo se rompe ocasionalmente por un esquiador avanzado que baja por una de las inclinadas pistas azules y negras que pasan debajo de nosotros. Es tan hermoso el paisaje que me dan ganas de simplemente disfrutarlo, sin tener que preocuparme de bajar después.
Seguimos hasta Meadow Way y nos instalamos en High Meadow, una zona de pistas verdes que resulta ideal para los que, como nosotros, están intentando darle control a sus bajadas. Wally es paciente y observador. Sabe exactamente qué está haciendo mal cada uno, e intenta, con más o menos éxito, hacernos entender. Pasamos la mañana completa subiendo y bajando, y hacemos una pausa para comer. En la tarde seguimos maravillados por el talento recién adquirido que, parece, por fin empezamos a entender.
Cuando terminamos tenemos aún algunos pendientes: recorrer el parque olímpico y experimentar el bobsleigh. Una chica de no más de 20 años nos da el recorrido, que básicamente consiste en explicarnos cada uno de los deportes de nieve que se practican en el complejo y en hacernos notar su nivel de riesgo. El más peligroso, el luge; el menos, el skeleton.
Mientras recorremos el complejo, helado, se escuchan a lo lejos los altavoces que anuncian las prácticas de bobsleigh y luge. Y cuando terminamos la visita, y llega nuestro turno, de pronto me doy cuenta de que tal vez esto no es un paseo en bote por Chapultepec. Nos suben a un camión: tres pasajeros, conductor y bobsleigh, y nos llevan hasta lo alto de la montaña. Ahí, dos chicos bajan el trineo y lo colocan en la boca del tobogán, vamos subiendo dos, tres y cuatro, los pasajeros, y el conductor sube al último.
Nos acomodamos y recibimos las últimas indicaciones mientras mi corazón empieza a salírseme del pecho, pues sabe que estoy a punto de lanzarme al vacío. No puede ser peor que aquella vez en la montaña rusa, pienso para tranquilizarme. Y sí, sí podía y sí fue. La fuerza, la velocidad de la bajada y mi cerebro, que me hizo gritar la bajada entera, me dejaron como un trapo. Dicen que estos trineos alcanzan fuerzas que superan los cuatro o cinco G.
En la noche vamos al pueblo de nuevo y, mientras unos hacen compras, yo me instalo en un bar a tomar cerveza y soltar el cuerpo. Me gusta el espíritu relajado y desenfadado, me gusta que no tenga pretensiones, y me encanta que el mayor lujo en un lugar como éste sea comprarse una chamarra de invierno de 800 dólares. Pienso que no hay mejor manera de invertir el dinero.
Dicen que la tercera es la vencida. Confiados, nos disponemos a cruzar la montaña completa, desde Canyons hasta Park City. La gran mayoría del trayecto puede hacerse con lifts, aunque la idea es alternar lifts con pistas, haciendo una escala en Red Pine Lodge para el lunch y siguiendo hasta Base Area, donde está justamente First Lift. Tomamos Orange Bubble Express de nuevo y seguimos hasta High Meadow, la zona donde estuvimos ayer.
Pero el reto comienza cuando seguimos por Chicane, una pista azul que me hace enfrentarme con todos mis demonios. Es un ejercicio de paciencia, pero también de determinación y de fuerza. Hay que sobreponerse a los miedos, cosa nada sencilla de hacer cuando delante de uno se extiende un descenso pronunciado. Para cuando llegamos a Chicane Overpass, la peor parte ha quedado atrás.
Seguimos por Iron Mountain Express y la recién estrenada Quicksilver Gondola hasta llegar a Claim Jumper. La escala a la hora del lunch sabe mejor que nunca porque por primera vez siento que realmente lo merezco. Cada momento en la bajada, cada esfuerzo para ganarle a los esquíes, cada vez que sentí que la velocidad sobrepasaba al equilibrio hacen que, ahora, sentarme a comer sea un verdadero premio.
Hay que cerrar la tarde con broche de oro, y Homerun es ideal, es la pista verde más larga del complejo. Nos toma unos 40 minutos terminarla
—los paisajes, los espacios y las vistas del valle, debajo de nosotros, son insuperables—.
No me cuesta imaginar por qué hay tanta gente que encuentra en unas vacaciones aquí su paraíso. El camino no es fácil, y el cuerpo empieza a pedir esquina y las piernas están agotadas. Cuando llegamos al final, y estamos de nuevo en First Lift, decido que debo parar porque mi cuerpo está cansado y estoy todavía en una pieza, no quiero exagerar.
Mientras algunos del grupo deciden continuar un rato, yo me refugio en un café y me instalo junto a la chimenea. Nada supera el placer de sacarse las botas de encima. El complejo está vivo, por todas partes hay gente que viene y va, unos que llegan y otros que terminan el día.
Vuelvo a pensar que lo que más me gusta de este lugar es que se trata, sobre todo, de una cosa: de la nieve, de la nieve que parece casi azúcar impalpable, como dirían los argentinos. Qué placer cuando el mayor lujo no es ni la cama del hotel, ni la ropa que traes puesta, ni el menú de 150 dólares, sino ese paisaje por el que, milagrosamente y en silencio, puedes deslizarte sobre un par de esquíes.