Aceptar que en Estados Unidos se pueda encontrar buena comida mexicana es como tener que admitir que nuestros vecinos del norte juegan buen futbol. Muchos no quieren hacerlo, pero las pruebas irrefutables están ahí: el gol de Landon Donovan que nos dejó fuera del Mundial de Corea-Japón en 2002 y los más de 80,000 restaurantes mexicanos que hoy existen en 85% del territorio estadounidense, según el Pew Research Center.
Sin embargo, hay quien aún prefiere negar lo evidente. Algunos por ciertas rémoras del ego, al menos en lo que al futbol se refiere. Por otra parte, muchos simplemente no consideran que las plastas de queso amarillo, las fajitas, las tortillotas de harina o, peor, los hard shell tacos, que en Estados Unidos publicitan como authentic Mexican en letreros de luces neón, en realidad sean cocina mexicana. Y tal vez tengan razón.
Más bien caen en esa indeseable categoría menor, conocida como Tex-Mex. Literalmente nombrada por la combinación entre Texas y México, esta tradición culinaria nació condenada a no ser texana ni mucho menos mexicana. Ni de aquí ni de allá. Una gastronomía a medias que, en el intento por ser dos cosas, no puede ser ninguna. Nada tienen que ver con los referentes acostumbrados de la mexicanidad. Con la cocina de las abuelas, de lo todo fresco y hecho a mano. De la gastronomía que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y razón de tanto orgullo nacional.
El Ministerio Secreto de los Tacos
No son pocos comensales los que se han dedicado a señalar las diferencias y ser muy vocales al respecto, como si de hacer patria se tratara. “Nosotros le llamamos el Ministerio Secreto de los Tacos”, me dice Alejandro Pérez de Alba, dueño de Los Bernardinos, la primera taquería de hard shell en Ciudad de México. “Es una institución no organizada de gente que piensa que México va a dejar de existir si no hacemos otro taco al pastor”.
Las reseñas acerca de Los Bernardinos suelen atacarlos de gentrificadores e imitadores. Alguien incluso grafiteó su cortina con la leyenda “P***s Gringos” y el consenso general en redes es que lo que hacen no son “tacos reales”. Pero, ¿cuáles son los criterios del Ministerio para definir qué es y qué no es un taco? ¿La rigidez de la tortilla, su tamaño, sus ingredientes? Estas pautas empiezan a ser problemáticas tan pronto como empezamos a desplazarnos dentro del propio territorio mexicano.
“Yo solía marcar la diferencia con la tortilla de maíz, que era lo mexicano, y la de harina, que para mí era gringa y sólo servía para hacer wraps. Hasta que pasé una temporada en Sonora y Nuevo León, y me comí las palabras de la vergüenza”, admite la chef mexicana Pati Jinich, quien lleva décadas viviendo en Estados Unidos e investigando el cruce entre ambas culturas con su labor gastronómica. “Si tenemos opiniones tan fuertes, quizá es porque no sabemos lo suficiente”, me asegura en una llamada por teléfono.
Es fácil señalar todo lo que hace diferente al Tex-Mex de lo “tradicionalmente mexicano”, aunque tal vez sea más difícil aceptar las similitudes con ciertos tipos de cocina regional. “El problema es si lo equiparamos a la comida oaxaqueña o la yucateca –apunta Pati–, pero compáralo con la gastronomía de Chihuahua y otras partes del norte y vas a ver que tienen muchas más cosas en común”. La presencia de tortillas de harina, variedades de chiles, frijoles o carne asada no son simples coincidencias. Al final son patrones que se repiten de manera natural en territorios separados administrativamente, pero que en términos geográficos y culturales forman una misma región.
“El Tex-Mex no sólo es la versión gringa de una taco –apunta Alejandro–, es una gastronomía con toda una historia detrás y muchísima influencia mexicana desde las raíces. Porque puede ser que haya nacido en Estados Unidos, pero no lo inventaron los gringos”.
Un western culinario
Como casi todo en Estados Unidos, la del Tex-Mex es una historia de migración. Aunque en realidad se remonta a la época en que ni Estados Unidos ni México existían como territorios o siquiera como concepto. Las primeras misiones españolas, en el siglo XVI, empezaron a definir la alacena y la tradición culinaria de esa región que hoy conforman el norte de nuestro país y el sur estadounidense, y que hasta hace menos de 200 años no estaba dividida por criterios tan arbitrarios como los de la geopolítica.
Algunas aportaciones europeas, como el comino, el tomate y la ganadería, se mezclaron con las costumbres de las comunidades nativas. Pero el factor que siempre ha determinado el rumbo culinario de estos lares es la supervivencia. Si incluso hoy la región es conocida por sus kilómetros de desierto árido y sus temperaturas inclementes, en ese tiempo, alejada de cualquier forma de civilización, las condiciones eran aún más limitantes, como el desolado escenario de un western.
Desde entonces, la dieta se apegaba a unos cuantos básicos: mucha carne, especias y chiles secos, frijoles y cualquier ingrediente no perecedero. Con eso, sin embargo, se las han arreglado para formar un legado gastronómico tan amplio como el tamaño del territorio al que nos referimos. “La gastronomía se basa en lo que tienes disponible en tu región”, me dice David Luna, chef corporativo de Ninfa’s, uno de los establecimientos fundacionales del Tex-Mex y con mayor tradición en la ciudad de Houston. “Nosotros no tomamos prestada la tortilla o los frijoles, en realidad siempre han estado aquí”.
Aunque a mediados del siglo XIX las fronteras quedaron marcadas, se siguió cocinando bajo los mismos términos a ambos lados del río Bravo. La cultura de la barbacoa, por ejemplo, no distinguió divisiones y aún hoy la carne se pone al asador con la misma solemnidad en Nuevo León que en Texas. Con el tiempo también fueron surgiendo esas variaciones regionales que precisamente vuelven al Tex-Mex irreconocible para muchos. Nuevos ingredientes fueron penetrando desde el interior de Estados Unidos, como los quesos amarillos del Midwest, el colby, el cheddar o el velveeta, los cuales tuvieron una aceptación arrolladora por su capacidad de conservación sin necesidad de refrigerarse y que, de pronto, predominaban en cualquier receta.
Con las primeras generaciones de migrantes que se hicieron camino hasta la región desde partes más al sur de México, también llegaron nuevas tradiciones culinarias. Sin embargo, a falta de ingredientes, hubo que improvisar con lo que había disponible y pronto se acabó creando algo completamente nuevo. En el Mitla Café de San Bernardino, California, por ejemplo, una familia de migrantes de Jalisco intentó hacer un clásico taco dorado y el resultado fue nada más y nada menos que el primer hard shell de la historia. Sobra decirlo, el éxito fue instantáneo entre una comunidad que añoraba los sabores de un hogar que les quedaba lejos.
“Detrás del Tex-Mex hay una historia de varias generaciones de mexicanos que tuvieron que emigrar –me dice Alejandro, de Los Bernardinos–. Quizá el sabor sea muy distinto a lo tradicional, pero no podemos ignorar esas historias”.
Así se cocina en la frontera
“La gastronomía mexicana no sólo está dentro de México y al sur de la frontera”, me dice Pati Jinich, quien sólo puede afirmar algo así después de décadas de estudio sobre el tema. “El Tex-Mex es otra cocina regional, pero bajo sus propios términos”.
¿Qué se podía esperar de un territorio en el que han ondeado seis diferentes banderas a lo largo de la historia? No sólo la mexicana y la estadounidense, también la española, la flor de lis francesa, la confederada e incluso aquella con sus propios colores independientes. Todos contribuyeron para crear un hervidero cultural incalculable e impredecible del que a menudo brotan revoltijos como el Tex-Mex.
“Es una cocina propia de la frontera”, coincide el chef Luna, de Ninfa’s, en una llamada desde Houston, quien me explica que, mientras que otras cocinas regionales se definen por lo que crece en su tierra, en este caso se ha ido nutriendo de las migraciones y el tránsito de otras culturas por el territorio.
La frontera entre Estados Unidos y México se extiende por más de 3,000 kilómetros e incluso algo que parecería tan simple como el Tex-Mex tiene decenas de variaciones, dependiendo de dónde se busque. “No es lo mismo la comida del valle del río Grande que la de San Antonio, ni que la de Laredo y Brownsville –me explica Pati sobre lo que ha recogido en sus viajes por Estados Unidos–. Incluso fuera de Texas hay micrococinas regionales: el Cal-Mex, el Massachussets-Mex, la de las comunidades de Puebla en Nueva York o los yucatecos de la zona de San Francisco”.
Podríamos definir el Tex-Mex por sus ingredientes y técnicas comunes: los baños de queso americano, las chips, el guac, el comino en grandes cantidades, los sweet beans, todo a la parrilla o servido en ardientes sizzling platters. Sin embargo, Pati piensa que lo único que realmente no puede variar es una filosofía sin remordimientos, unapologetic, que sólo le rinde cuentas al sabor y “puede agregar cualquier cosa con tal de que sepa rico”.
De ahí, ciertamente, también se ha ganado su mala reputación. No hay ninguna regla que no se pueda romper y ninguna licencia que no se pueda tomar en nombre del antojo. “A mucha gente purista le apanica que esto exista, pero yo más bien pienso que es una delicia –agrega Pati–, además, no significa que ya no vas a poder comer lo que siempre has comido”.
Mex-Tex
Las fajitas se inventaron en las rancherías texanas como un corte barato que tenía el doble propósito de aprovechar la vaca entera y ser una opción accesible para las clases trabajadoras en el campo. De la palabra en español faja, que hacía referencia a la falda (la parte de la res de donde se obtenía), nunca fueron pensadas como una delicadeza culinaria, ni mucho menos. Sin embargo, hoy es un platillo que recorre el mundo.
“Hay partes del mundo donde sólo llega esto –me dice Alejandro–. El Tex-Mex también ha globalizado la cocina mexicana de alguna forma. Piensa que el emoji de taco en WhatsApp es un hard shell”.
El chef Luna, texano de toda la vida, recuerda cómo, cuando era niño, las fajitas se podían conseguir en la carnicería local por centavos de dólar. Pero ahora que gozan de popularidad global han elevado su precio hasta las nubes. Es uno de los muchos síntomas de la fiebre del Tex-Mex que existe en Estados Unidos.
Las aperturas de nuevos restaurantes ocurren por centenas en todo el país, en muchos casos con proyectos serios, más allá de la cultura del fast food que tan mala reputación le ha dado. Es el caso de Bar Amá, en Los Ángeles, donde el multipremiado chef Josef Centeno aborda el Tex-Mex como una profunda herencia cultural que se encuentra en sus propias raíces como cocinero.
Los sabores mexicanos, más picantes y especiados, también han ido penetrando en todo Estados Unidos. Pati me cuenta que ya no hay barbecue que no ponga en la parrilla algunos chiles para asar. “Lo Tex-Mex se está invirtiendo en Mex-Tex –me dice el chef Luna–. La cultura del barbecue texana está agregando todos estos sabores y cortes mexicanos a recetas que antes eran intocables”.
A pesar de los tiempos agitados en la región, por decir lo menos, el Tex-Mex sigue ahí como un puente cultural necesario. “Todos se pueden sentar alrededor de un plato de chili, sin importar sus prejuicios”, me dice David. En medio del crisol cultural de la frontera, que de pronto empieza a incomodar a algunos, el Tex-Mex no se puede negar.