El vasto territorio de Yukón puede hacer que cualquiera se sienta lejos. A mí esa sensación me golpeó con la primera comida del viaje: una boloñesa con carne de bisonte. Desde el primer bocado percibí un sabor atípicamente intenso, por completo ajeno a mi paladar. Me recordó esos quesos fuertes o chocolates amargos que, en lugar del confort de lo acostumbrado, te sorprenden con una sensación severa. La carne de bisonte me tomó desprevenido y evidenció la distancia que me separaba de casa.
Llegué a Yukón por su puerta de entrada habitual, Whitehorse, la capital y ciudad principal del territorio. Eran los primeros días de otoño, justo cuando el clima empezaría a mostrar señales de su feroz alcance. Sin embargo, a mí y a Ramiro, el fotógrafo con el que viajé, nos recibió con un sol brillante y temperaturas que rondaban los 30 °C. El clima casi tropical y la intensidad del calor fueron una sorpresa para mí. Pero no era el único. Los más confundidos eran los propios locales.
Intentaban explicar el extraño fenómeno atribuyéndoselo al cambio climático y asegurando que muy pronto regresarían las temperaturas acostumbradas, y aunque tenían razón, como yo mismo lo comprobaría pocos días después, sus palabras no podían esconder un evidente tono de duda y desconcierto. Algo que, me imagino, resulta natural si de pronto tienes que renunciar a certezas formadas durante toda una vida de otros otoños.
En lo que sus predicciones climáticas se materializaban, disfrutaban ese extraño verano tardío, un auténtico espectáculo para quienes tienen que tolerar la inclemencia de las temperaturas bajo cero durante la mayor parte del año. Pero yo había hecho el viaje hasta Yukón con otro tipo de espectáculo en mente. Mientras los demás disfrutaban el sol, yo aguardaba impaciente a que llegara la noche y con ella mi primera oportunidad de ver auroras boreales.
Yukón, una isla en tierra firme
Canadá es el segundo país más grande del mundo por extensión, sólo detrás de Rusia, y entre toda esa inmensidad muchos lugares quedan inevitablemente apartados, lejos de las grandes ciudades y las mayores concentraciones de población. En el norte esto es más cierto y evidente que en ninguna otra parte del país.
A pesar de que los Northern Territories, como se les denomina a las tres demarcaciones canadienses por encima del paralelo 60 norte, representan más de un tercio de la superficie total del país, ninguno llega a los 50,000 habitantes. En Yukón, el territorio noroeste de Canadá, colindante con Alaska y el océano Ártico, la población de cerca de 70,000 alces es mucho mayor que la de personas, de apenas 40,232 residentes, de los cuales 28,000 viven en Whitehorse. Ninguna otra población en el territorio tiene más de 1,600 residentes.
Aunque sobra decirlo, aquí es difícil encontrarse con alguien de imprevisto. La escasa densidad de población en Yukón, de apenas un residente por cada 13 kilómetros cuadrados, se traduce en largas horas de carretera sin una mínima señal humana. Los parajes solitarios que se encuentran en el camino en realidad son ciudades, poblados imposibles construidos en medio de la naturaleza más densa. Pequeñas islas de civilización en condiciones improbables.
Muchos locales atribuyen la poca popularidad de sus tierras a los largos e inclementes inviernos que tienen que soportar. Ningún otro lugar en todo el continente es tan frío como Yukón durante sus heladas extremas. Precisamente aquí se registró el récord de la temperatura más baja en Norteamérica, –63 °C en el poblado de Snag, en 1947. Durante enero, el mes más frío del año, la temperatura suele rondar los –40 °C y la altura de las nevadas está muy por encima del metro.
Las condiciones extremas determinan a esta población, de por sí pequeña, pero además itinerante. Tan pronto como la temperatura empieza a descender, también lo hace el número de residentes. Muy pocos se quedan para el invierno, ya que la mayoría emigra temporalmente hacia el sur, a otras provincias canadienses o incluso a Estados Unidos, en busca de climas más cálidos.
Sólo durante un breve lapso, a finales del siglo XIX, el flujo se invirtió. Grupos de aventureros empezaron a llegar en masa. Viajaban atraídos por la fiebre de oro del río Klondike. Tal como el más célebre caso californiano, se decía que la riqueza flotaba al alcance de cualquiera lo suficientemente fuerte como para hacer el viaje de más de un año por las montañas y soportar el crudo invierno. Se calcula que, entre 1897 y 1898, más de 100,000 personas peregrinaron a la aventura, pero sólo cerca de 40,000 afortunados llegaron con vida hasta el final. Aunque en la actualidad la minería es la principal actividad económica de la región, ya no es un oficio de aventureros, sino de máquinas bajo tierra.
Las pocas ciencias exactas del norte
La primera noche en Yukón la pasé con un ojo abierto y un pie fuera de la cama. Despertaba cada cierto tiempo para asomarme por la ventana, en busca de algún rastro de las auroras. Sin embargo, no estaban ahí y no aparecieron en toda la noche. Era un adelanto de lo que me esperaba para el resto del viaje. Ya me habían advertido que las “luces” eran temperamentales e impredecibles. Que ningún pronóstico sirve y ni siquiera con las condiciones ideales hay demasiadas certezas.
A pesar de que no existe una ciencia exacta para buscar auroras, hay que ir al norte para tener mejores posibilidades. Las luces brillan con mayor regularidad e intensidad cuando salen cerca de los polos de la tierra, y aunque Whitehorse no es precisamente un destino meridional, había que ayudarle a la suerte de cualquier forma. La mejor manera de hacerlo era ir más al norte, con destino a la ciudad de Dawson.
Antes, sin embargo, había que hacer un par de paradas obligadas, empezando con un café que sacudiera el cansancio de una infructuosa noche en vela. En Kind Café, una pequeña joya del centro de Whitehorse, encontramos un mocha de hongos, hecho con una mezcla especial de setas locales que dejaba un inesperado, pero increíble, sabor salado. Entre la pasta de bisonte y el café, empezaba a entender que la cultura culinaria aquí no era muy convencional. Sin embargo, lo cierto es que apenas eran mis primeros bocados en ese extraño mundo.
Después de la necesaria parada técnica, y antes de volar a Dawson, había que tomar la carretera rumbo a otro destino. Hay que saber que los trayectos en Yukón nunca son cortos, pero siempre recompensan al viajero rodeándolo de naturaleza y vida silvestre. Sus carreteras son auténticos portentos de la ingeniería que han sido necesarios para conectar las poblaciones de Yukón, entre ellas y con el resto del mundo. La Alaska Highway, que tomamos para ir de Whitehorse a Carcross, es un ejemplo notable.
Una espesa maleza nos acompañó todo el camino entre ambas ciudades y no se interrumpió en ninguna parte de los 72 kilómetros. Justo antes de llegar nos topamos con un oso negro que cruzaba sin preocupación la carretera frente a nosotros. No se inmutó, ni notó nuestra presencia, porque simplemente era otro de los encuentros casuales, y muy regulares, entre la vida silvestre y los conductores de Yukón. Cada viaje es una inmersión al hábitat de miles de animales. Una oportunidad de encontrarse con alces, zorros y hasta grizzlies.
Después de una hora en el camino llegamos a Carcross, un pequeño poblado construido en medio de un grupo de altas montañas que han servido como hogar histórico de los tagish, una de las 14 first nations o culturas nativas que habitan el territorio. Aunque hay first nations en todo Canadá, en Yukón tienen un papel especialmente importante, pues 11 de ellas gozan de autonomía dentro de los límites de sus tierras y todas tienen una influencia definitiva en las comunidades que las rodean.
De hecho, la presencia de los tagish en Carcross es una de las razones que han convertido el pueblo en un destino visitado desde varios rincones del mundo. Con la intención de preservar su tradición, han mantenido en perfectas condiciones los caminos que sus ancestros usaron para moverse entre las montañas de los alrededores, formando una red de senderos de clase mundial, que congrega todos los años a miles de aficionados al senderismo o al ciclismo de montaña.
El pueblo además está rodeado por otras maravillas naturales, como el Carcross Desert, que presume de ser “el desierto más pequeño del mundo”, o el Emerald Lake, que a su vez ostenta el título no oficial como “el lago más fotografiado de Yukón”. Este tipo de jerarquías se decretan con ligereza por todos lados. Algunas tienen más relevancia y validez histórica, como “la tienda más vieja de Yukón”, que está ahí mismo, en Carcross. Otras, como el vecino “hotel más embrujado de Yukón”, me parecieron cuestionables.
¿Qué tan al norte es más al norte?
El camino a Dawson es tan peculiar como su destino. Desde Whitehorse se puede llegar en auto, por una carretera que toma alrededor de siete horas recorrerla en verano, cuando los caminos están en buenas condiciones, pero que en invierno puede convertirse en un trayecto de hasta 10 horas. Nosotros optamos por volar, lo que tampoco es un viaje muy convencional.
La aerolínea regional Air North opera esta ruta una vez por día, todos los días. El abordaje es sencillo: sin filtros de seguridad, con una mínima revisión de documentos y sin asignación de asientos. Por fortuna, una vez a bordo del pequeño ATR 42-320 de hélices pude asegurar uno de los privilegiados lugares con ventana, que sólo por el placer de las vistas áreas de Yukón podría ser algo comparable a volar en primera clase.
La atención a bordo tampoco era distinta. Tuvimos dos servicios de comida dignos de mencionar, a pesar de que el vuelo no duró ni un par de horas y que varios pasajeros ya viajaban con sus propias provisiones. Aquellos que van aún más al norte, a los poblados de Old Crow e Inuvik, donde la ruta continúa después de pasar por Dawson, a menudo aprovechan su paso por Whitehorse, el único lugar del territorio con cadenas de comida rápida, para llevarse su dosis de KFC o McDonald’s. Aterrizamos en el aeropuerto más pequeño en el que había estado. De nuevo el proceso de desembarque fue inmemorable. La tripulación simplemente anunció la bajada de los pasajeros que se quedarían en Dawson y recordó las dos paradas restantes. Esperamos a que llegaran nuestras maletas en una sala diminuta. No pude encontrar una banda o algo parecido donde recibirlas, sino que, cuando llegó el momento, un grupo de empleados sólo empezó a aventarlas dentro del cuarto por una ventana abierta.
Sé que es un cliché muy gastado y aburrido, pero no exagero cuando digo que Dawson es un lugar que parece sacado de una película. Sus calles son dignas de cualquier western. Parecería como si un buen invierno hubiera congelado la ciudad en el tiempo y, aunque también podría ser otro cliché, no es del todo incorrecto. Sus viejos edificios de madera, con puertas batientes y unos amplios porches, delatan un anacronismo que sólo puede explicarse con una historia tan fantástica como la de la fiebre del oro.
Dawson, donde convergen los ríos Yukón y Klondike, fue la capital de los aventureros que buscaban riqueza. A finales del siglo XIX llegó a tener hasta 35,000 habitantes, con bancos, bares, restaurantes, hoteles y casinos para todas sus necesidades. Sin embargo, tan pronto como se acabó el oro fácil, todos se fueron y hoy esa población se ha reducido a sólo unos 1,577, quienes viven y se pasean en lo que alguna vez fue una de las ciudades más prósperas del mundo.
No quisimos desperdiciar ni una noche en Dawson, donde supuestamente tendríamos más posibilidades de ver auroras boreales. Bernie, nuestro guía, nos recogió tan pronto como se puso el sol. Era alemán, pero llevaba más de 20 años viviendo en diferentes lugares de Yukón. Conocía bien el territorio y sabía más que nadie sobre las auroras. Antes de salir, el cielo estaba un poco nublado, lo cual no era una buena señal, pero a Bernie se le notaba confiado.
Subimos hasta The Dome, la cima de una de las colinas que rodeaban Dawson, desde donde tendríamos una vista panorámica de la ciudad y una posición privilegiada para ver las luces, sin importar desde qué dirección salieran. Nos sentamos a esperar, mientras la impaciencia y las dudas sobre el éxito de nuestra misión crecían con el paso del tiempo. Bernie intentaba ocupar el enorme espacio que tendrían que haber llenado las auroras hablándonos un poco del efecto natural que las provoca. Una muy enredada explicación que se repetiría durante todo el viaje, pero que aún no acabo de entender.
Esperamos en la cima de la montaña hasta las tres de la mañana, cuando el mismo Bernie empezó a notarse desesperanzado y decidió terminar la expedición, asegurándonos que la siguiente noche tendríamos más suerte. Ramiro y yo nos manteníamos optimistas, pero no podíamos ignorar la nube que empezaba a hacerse más densa encima de nosotros.
Por la tierra fría y los aires agitados
Si de carreteras icónicas se trata, la Dempster Highway debería contarse en su propia categoría. Una franja de 740 kilómetros que recorre ininterrumpidamente la distancia entre Dawson y el océano Ártico. Sus paisajes son imponentes, incluso para los estándares de Yukón. A diferencia de otras en el territorio, no está rodeada de altos árboles y densos bosques, sino, más bien, de extensos horizontes de arbustos y musgo, que recuerdan a las profundidades del océano más que a las faldas de una montaña.
Las condiciones naturales en la región se acercan a algunas de las más crudas del mundo, lo que complica la supervivencia de cualquier tipo de vegetación. Aun durante el verano es difícil que algo crezca, debido a que el subsuelo permanece congelado sin importar la época del año. Por esta razón tampoco es posible pavimentar los caminos. El constante reacomodo del suelo vuelve imposible mantenerlos en buenas condiciones, por lo que toda la carretera es de grava.
El viaje es algo agitado, por ponerlo en términos simples. Recorrimos un tramo de unos 120 kilómetros para llegar al Parque Territorial Tombstone, que recibe su nombre de Tombstone Mountain, una cumbre con la peculiar forma de una tumba, el principal atractivo del lugar. A pesar de que podíamos distinguir su silueta desde la carretera, llegar hasta ella no era precisamente cosa sencilla. Tendríamos que haber emprendido una caminata de algo así como una semana, a buen paso. Sin embargo, había otra forma de llegar.
El aeropuerto de Dawson apenas duró un día en lo alto de mi lista personal de aeropuertos más pequeños. El de Tombstone, que no era más que una pista de grava trazada en medio de la nada, lo desplazó con facilidad. Ahí bajamos y sólo nos dijeron que habría que esperar. Pero, ¿qué podíamos estar esperando en esa soledad absoluta? Donde no pasaba nada, donde ni siquiera los árboles crecían. El ruido de un motor rompió el silencio y mis dudas. De entre las nubes salió una pequeña avioneta que hizo una entrada triunfal, muy ad hoc con el escenario montañoso.
De ella bajó Ukjese, quien, a manera de saludo y sin decir mucho más, nos invitó a subir. Mi reiterada fortuna me llevó de nuevo al mejor asiento, que en esa pequeña avioneta de cuatro plazas correspondía al del copiloto. Desde ahí tenía la mejor vista del inmenso sistema montañoso bajo nosotros, una imagen que podría hacer sentir diminuto a cualquiera. Los colores de la tierra se volvían más oscuros conforme nos íbamos adentrando en él y entre los picos nevados se formaban lagos de un azul profundo.
Durante todo el vuelo me sorprendí clavando mi mirada en puntos fijos y preguntándome si alguien, alguna vez, habría puesto pie en ese lugar en específico. Si aún quedan lugares sin recorrer en el mundo, probablemente se vean así. Sólo las breves intervenciones de nuestro piloto pudieron sacarme de ese profundo trance. Teníamos que comunicarnos con micrófonos y así Ukjese nos habló de su cultura, tr’ondek hwech’in, y cómo él fue el segundo piloto en la historia de las first nations, sólo por detrás de su propio instructor.
Por los audífonos también escuchábamos la comunicación que mantenía con nuestro destino, el aeropuerto de Dawson, desde donde le advertían sobre una tormenta que se había formado en la ciudad. En nuestras soleadas alturas no había rastro del mal clima, pero Ukjese me explicó que en Yukón eso era algo normal. Las condiciones podían cambiar en cuestión de escasos minutos y kilómetros. De hecho, el pronóstico se materializó frente a nosotros justo antes de llegar, lo que provocó un aterrizaje un poco más turbulento de lo que hubiera sido necesario, pero que, sobre todo, significaba un duro golpe para nuestras pretensiones de encontrar auroras.
Las noches son más oscuras en Dawson
Bernie nos confirmó lo que nosotros ya intuíamos. Afuera se caía el cielo y no había forma de que pudiéramos ver auroras boreales. Era nuestra última noche en Dawson y el viaje llegaba a su fin. Regresaríamos al sur, donde todo era aún más incierto y no podía evitar pensar que tal vez nos iríamos sin verlas.
La buena noticia fue que Dawson vivía por las noches, tal vez incluso con mayor intensidad que durante el día. Contrario a lo que hubiera imaginado de una ciudad de menos de 2,000 habitantes, sus calles se llenaron de gente joven que saltaba de un bar a otro, tomando whiskey o cerveza de alguna de las cinco cervecerías locales que hay en Yukón. Nada muy pretencioso o elaborado, con la notable excepción del sourtoe cocktail que sirven en el Sourdough Saloon, un trago que consiste en tres onzas de tu destilado de preferencia y una garnitura de… un dedo humano flotante. Una de las tradiciones más antiguas y, ciertamente, únicas de Dawson. Su origen se remonta hasta los tiempos de la prohibición, cuando un traficante perdió un dedo del pie por congelamiento y, para conservarlo, lo guardo en una botella de whiskey. Muchos años después, en 1973, uno de los asiduos al Sourdough encontró la botella y la llevó con él al bar para retar a sus amigos a beber de ella. Varios accedieron y se convirtieron en los primeros miembros del exclusivo Sourtoe Cocktail Club, donde se admite a todos los que prueben el trago, siempre y cuando sus labios toquen el dedo, y que hoy tiene más de 100,000 socios, entre los que me cuento con orgullo. Es una tradición tan importante para los locales que muchos donan sus dedos al bar cuando mueren.
Buscando una cerveza para pasar el mal trago, acabamos en nada más y nada menos que “el bar más viejo de Yukón”, que también parecía el más animado de Dawson, sin embargo, justo cuando cruzamos el umbral, se fue la luz y la música se detuvo. No era la forma de darnos la bienvenida, sino que se trataba de uno de los apagones regulares en toda la ciudad. Uno de muchos retos cotidianos que hay que enfrentar cuando vives en medio de la nada. A veces pasan semanas sin internet, tampoco hay dentistas en muchos kilómetros a la redonda e incluso la parte de la ciudad que se encuentra al otro lado del río Yukón queda incomunicada por más de un mes al principio y al final del invierno, cuando el agua está lo bastante congelada para cruzarla a pie o, al contrario, para hacerlo en un barco.
Buscar a tientas
Conforme nos acercábamos a Haines Junction, el lugar donde pasaríamos nuestras últimas noches en Yukón, entendí mejor que nunca los repentinos cambios de clima a los que Ukjese se refería. Aunque el frío aún no llegaba a los niveles más extremos que conoce este lugar, fue increíble que en menos de una semana la temperatura hubiera bajado de 28 °C hasta rondar los cinco grados.
En Haines Junction nos hospedamos en Mount Logan Lodge, un grupo de cabañas en medio del bosque y con vistas inmejorables de las montañas del Parque Nacional Kluane. Ahí nos recibieron con una increíble cena de salchichas asadas de bisonte y alce, además de algunas buenas noticias. Roxanne, la dueña del hotel, nos aseguró que cualquier noche era buena para ver auroras boreales desde ahí. Sin embargo, a nuestra llegada tampoco tuvimos suerte.
No dejé de levantarme cada media hora, esperando de pronto ver un flashazo de luz verde en mi ventana. Pero, en la madrugada, también me di cuenta de que ni siquiera sabía dónde buscar. Porque, ¿cómo encuentras algo que nunca has visto? Sobre todo algo que me resultaba tan ajeno, tan lejano como las auroras.
Como en el resto del viaje, el fracaso nocturno se sacudió con la aventura del siguiente día. En las primeras horas de la mañana nos adentramos a las profundidades del Parque Nacional Kluane, el mismo donde se encuentra el monte Logan, la segunda montaña más alta de Norteamérica. No llegamos hasta allá, pues es un viaje que puede tomar incluso semanas a pie, pero caminamos lo suficiente para entrar de lleno en la vida silvestre del parque.
Teníamos que estar alertas ante cualquier señal de un alce o un grizzly. Nuestro guía incluso nos equipó con un repelente para osos y nos instruyó minuciosamente sobre qué hacer en caso de emergencia. Pero el único animal con el que nos topamos en las más de cinco horas que caminamos fue un ganso, cuyo vuelo se reconoce como una de las primeras señales de que el invierno se aproxima.
De regreso a la cabaña, el cansancio del largo camino y una mezcla de resignación me empezaban a convencer de que quizá sería mejor tirar la toalla y entregarme a mi primera noche de sueño completo en toda la semana. No obstante, aunque las horas en vela empezaban a pasar factura, no podía irme a dormir sabiendo que afuera quizá habrían salido las auroras. Ramiro y yo acordamos poner la alarma cada hora para revisar el cielo y despertar al otro ante el más mínimo rastro de color. Estábamos determinados a verlas.
A eso de las dos de la mañana, un fuerte portazo en la cabaña me despertó. Entendí la señal a medio dormir y salí corriendo de mi habitación sin pensarlo demasiado. Ahí estaban. Por fin, en nuestra penúltima noche, habían decidido aparecerse y brillaban con toda su intensidad encima de nosotros. La espera valió la pena.
Aunque lo intentaré, honestamente creo que no hay descripción que les haga justicia. Envidio a Ramiro, quien por lo menos pudo capturar la potencia de ese tono verde que, si no se encuentra en otro lugar de la naturaleza, mucho menos en las palabras. Pero creo que ni siquiera la fotografía sirve para retratar la sensación de ver una aurora boreal mientras toma forma frente a tus ojos. Una ligera línea de color, una pequeña mancha que se podría confundir con una nube, termina explotando en el cielo con tonos inexplicables. Es como si el viento se pintara de verde, y después de morado. Como si siguiera su acostumbrado curso suave, para que algunos afortunados lo notaran, y después, así como apareció de imprevisto, volvió a esconderse sin avisar.
Algunos les encuentran parecido con una flama. Yo creo que un fenómeno tan extraño, tan ajeno, no cabe en analogías tan simples.