Este país es una película, un sueño de la infancia, una banda sonora y una avioneta. Es bellísimo. Lo tiene todo y mucho, incluido un turismo en el que, en ocasiones, se ha apostado por la cantidad sobre la calidad. Como Tanzania, Kenia es inevitable: demasiado completa y hermosa para perdérsela. ¿Por dónde empezar?
Nairobi es una gran ciudad llena de contrastes, con sus slum, donde viven hacinadas miles de personas en extrema pobreza, y barrios de clase media y alta con cierto encanto. Al sur se va al Parque Nacional Amboseli, a la ladera del Kilimanjaro, frontera con Tanzania. Se ve la montaña y sus manadas de elefantes y felinos cazando. Maravilloso. Para pasear, lo mejor es esperar a la tarde, que es cuando hay menos gente.
Más al sur, están Tsavo East y West. Allí descubrirán animales de color rojo, a causa de la tierra arcillosa que se les pega a la piel. Vayan. Seguimos. Luego se llega a Mombasa y a su costa de arena blanca y aguas azules. Muy turísticas y otra vez muy bellas: Diani, Malindi y la histórica Lamu.
De Nairobi al norte y oeste, el país mantiene el pulso, incluso mejora, al menos al ofrecer un mundo no tan contaminado por el turismo. El Masai Mara, ¿qué decir? Un ícono maravilloso donde se ven felinos, algo muy complicado en otros parques, hasta aburrirse. Precioso, genial, pero en determinadas temporadas con demasiados coches. La gran migración, cruzando el río Mara, es como en el Serengueti: un show, un regalo de ñus, cebras y cocodrilos en una danza macabra de muerte.
Para los amantes de Memorias de África, se puede ver la famosa granja en la que comienza la película y en la que habitaba Karen Blixen. Y para los viajeros más curiosos está la tumba de Dennis Finch Hatton, personaje interpretado por Robert Redford en el filme, perdida en medio de una ladera y llena de magia. Es propiedad privada y hay que llamar a un teléfono que aparece en la valla para que abran. Dicen que es verdad que en tiempos pasados bajaban allí los leones.
Luego están las reservas de Samburu y Buffalo Springs: pequeñas, privadas y en las que es más fácil ver fieras. Y justo allí empieza otro planeta. Tuve la suerte de cruzar en coche de norte a sur todo el continente: el norte de Kenia y el sur de Etiopía son otro mundo, extraterrestre.
El lago Turkana, donde viven los propios turkana, es un desierto de piedras y polvo donde no debería haber vida humana, donde los camellos buscan sombra y donde sus gentes habitan en iglús de piel y madera, como supongo que se vivía hace cinco mil años.
El paisaje rojizo y el azul del lago son una poesía desgarradora de azufre y roca. Es zona también de la famosa Moyale Road, ruta mítica de los overlanders de todo el planeta, de los samburu y sus pieles rojizas y plumas. El mundo es allí un capricho maravilloso que termina en un total olvido: Marsabit. Es una caldera de un volcán, como el Ngorongoro, pero, a diferencia del mito tanzano, aquí no hay nadie, tampoco animales. Se pasea solo.
El único hotel se abre para las visitas desacostumbradas, y el mundo, en aquella noche en silencio, parece tan hermoso y alejado bajo el canto de millones de cigarras.
Imprescindibles: Amboseli, Tsavo, Masai Mara y Lamu.
Fuera de ruta: lago Turkana y Marsabit.
Dónde dormir: Kandili Camp, en el Masai Mara, que te permite pasear entre las bestias, y el Tawi Lodge, de lujo y con vistas al Kilimajaro, en Amboseli.