Si algún día visitan República Dominicana, hay dos consejos iniciales que puedo darles. El primero (de corte práctico) es que deben tener a la mano diez dólares para pagar el impuesto de entrada. El segundo (de corte romántico) es que éste es un destino en el que no aplican los itinerarios estrictos. A esta isla se viene a disfrutar del momento y a olvidarse del tiempo.
Aterrizamos en el aeropuerto de Santo Domingo muy de mañana —casi madrugada—, pero esto no impidió que nos recibiera un calor intenso que hace que te acomodes la blusa, te recojas el pelo y esperes a que alguien suelte la frase: “Si está bueno el cambio de temperatura”. Afortunadamente, nuestro trayecto hacia la península de Samaná incluía una camioneta muy cómoda con aire acondicionado y un conductor bastante simpático que nos presumió la efectividad de las carreteras de la isla, asegurando que podríamos recorrerla completa en menos de siete horas. Tal vez algún día me anime a comprobar su teoría.
Después de casi tres horas llegamos a Sublime Samaná, un resort que forma parte de Small Luxury Hotels of the World, escondido entre las colinas cubiertas de selva tropical y las playas de arena blanca que caracterizan a la provincia. Dejamos nuestras cosas en una de las villas privadas y desayunamos con Bruno, el manager del hotel, quien presume a la península con el mismo amor de cualquier local (él es argentino y lleva ahí un par de años). Bruno hace énfasis en las riquezas naturales de Samaná, desde los arroyos hasta las aves de colores que habitan el Parque Nacional Los Haitises. Una vez que recargamos energías, reubicamos la convivencia al club de playa, que no necesita más que un par de camastros mirando hacia el mar para convertirse en un paraíso. Ya con trajes de baño y cerveza en mano, nos dimos cuenta de que parecíamos protagonistas de un momento publicitario que promociona una escapada al Caribe. Ésta fue la primera vez que perdí la noción del tiempo. La segunda fue un par de horas después, con un masaje a cuatro manos. El combo playa-spa es infalible.
El menú de la primera cena marcó la pauta para todo el viaje: mariscos frescos y cocteles refrescantes. Estos últimos nos motivaron a organizar un espontáneo girls night out en el Pueblo de los Pescadores, una población de coloridos locales que esconden los mejores restaurantes y bares para disfrutar de un buen mojito y mucho baile al ritmo de merengue en vivo.
Al día siguiente, nos despedimos de la península de Samaná y partimos a Puerto Plata, no sin antes hacer un par de escalas, primero en Playa Grande, una de las más hermosas del país y la más larga de la costa norte. Esta playa es muy popular entre los amantes del surf, pero hay que tenerle respeto porque la marea llega a ponerse rebelde en algunas épocas del año, así que preferimos no nadar y enfocamos nuestra atención en el almuerzo tradicional, que consistió en pescado frito, langosta, arroz, patacones y un ceviche de caracol del que todas repetimos. La segunda parada fue la laguna Gri Gri en el municipio de San Juan, donde hicimos un recorrido en lancha que primero atraviesa un canal natural de manglares para llegar a Playa Caletón y la famosa cueva de las golondrinas, que cada año recibe a distintas especies de aves migratorias que llegan a poner sus huevos. El atractivo de la naturaleza es indiscutible, sin embargo, mi parte favorita fue ver a un grupo de niños que se habían adueñado de un árbol al costado de la laguna, transformándolo en su trampolín privado. Sus dedos arrugados eran señal de que llevaban horas en el concurso de clavados. Aquí los locales también pierden la noción del tiempo.
Llegamos a Puerto Plata por la tarde, y nos instalamos en las habitaciones de Casa Colonial justo a tiempo para ver la puesta de sol desde el balcón. Como su nombre lo indica, este hotel es una propiedad colonial restaurada que mezcla la cantidad exacta de lujo y comodidad con espacios muy abiertos decorados con objetos de diseñadores locales. Basilia, la gerente del hotel, nos acompañó en una cena donde los protagonistas fueron los mariscos preparados en distintos formatos: ceviche, carpaccio, rissotto y sopa. Entre un plato y otro, Basilia también nos explicó que en República Dominicana la palabra “ahorita” se refiere a algo que va a suceder después o una acción que no tiene inmediatez. Otra prueba de que parte del encanto de la isla se basa en hacer del tiempo algo muy relativo.
Tal vez fueron las copas de vino blanco o las deliciosas camas de Casa Colonial, pero despertarnos al día siguiente fue un reto. Desayuno y a la camioneta. El itinerario marcaba “excursión a 27 Charcos” y esto no nos decía mucho, sólo teníamos la instrucción de llevar ropa cómoda y estábamos dispuestas a cualquier sorpresa. Los 27 Charcos de Damajagua se ubican en las montañas verdes de la cordillera central y forman parte del sistema de áreas protegidas del país. El término “charcos” puede resultar confuso, así que debo aclarar que más bien se trata de una serie de pozos y cascadas de distintas alturas y profundidades que van aumentando el grado de dificultad conforme avanza el recorrido. El asunto puede sonar muy retador, pero los guías se encargan de preguntarle al grupo la cantidad de “charcos” que están dispuestos a explorar dependiendo del tiempo, las ganas y la condición. En nuestro caso fueron 12 (por cuestiones meramente de tiempo y no por falta de valentía), y sin duda fue una experiencia única. Nadar en estas aguas color turquesa me recordó que Dominicana no sólo atrae a los que buscan descanso, sino también a los amantes de la aventura y el ecoturismo.
Regresamos a Casa Colonial con mucha hambre (que le atribuimos, por supuesto, a la actividad física), y fuimos recompensadas con una comida en la alberca, uno de los espacios más representativos del hotel. En esta ocasión la estrella fue el mofongo, un platillo tradicional que se prepara con plátanos fritos machacados, ajo, sal y chicharrón. Estos ingredientes se combinan formando una especie de bola que se sirve en un mortero y se puede acompañar con camarón, pollo o chivo. La tarde fue de relajación absoluta, entre la playa, el spa y alguna terraza. Más consentidas, imposible. Más tarde nos dirigimos a la bahía de Cabarete, que durante el día es una playa muy popular entre los entusiastas de los deportes acuáticos (principalmente kitesurf) y por la noche se convierte en la parada obligada de los que buscan fiesta en Puerto Plata. En ningún otro lugar había encontrado gente de tantas nacionalidades —franceses, brasileños, estadounidenses y hasta rusos— haciendo su mejor esfuerzo por bailar bachata.
La mañana siguiente fue agridulce. Por una parte, nos habíamos encariñado mucho de Casa Colonial; pero por otro, había llegado el momento de partir hacia Santo Domingo, la ciudad colonial que todas moríamos por conocer. Antes de tomar la carretera, paramos en una de las fábricas de Ron Barceló, uno de los principales productores de esta bebida en Dominicana (25 millones de litros al año, nada más) para un tour exprés. Con la advertencia de que ya no íbamos a encontrar (buen) ron tan barato en el viaje, aprovechamos para hacer unas compras. Entre el “es que es para mi papá” y el “éste añejo es buenísimo”, salimos con varias botellas que tuvimos que acomodar con precisión de tetris para evitar tragedias en el camino.
El tráfico retrasó nuestra llegada a Santo Domingo, pero el hotel Casas del xvi se encargó de hacer del tiempo algo prescindible. Al igual que Casa Colonial, este proyecto retoma la idea de rescatar espacios de la época colonial para convertirlos en una propuesta de hotel boutique muy linda. Aunque en este caso se trata de pequeñas casitas ubicadas a unos pasos del centro que han mantenido su esencia histórica con un toque moderno en la decoración (que reúne piezas de diseño y arte de todo el mundo). A mí me tocó instalarme en la Casa del Árbol, nombrada así por el enorme árbol de mango que le da sombra al patio interior.
Al día siguiente, desayunamos muy temprano para aprovechar al máximo nuestra última oportunidad de explorar la ciudad antes de volver a casa. Me reuní con las demás chicas del grupo en la Casa de los Mapas —que le hace honor a su nombre con una impresionante colección de mapas que adornan la sala y el comedor—, y luego seguimos el recorrido por el corazón de la zona colonial. Comenzamos con un paseo en el “Chu Chu Colonial” (a.k.a trenecito turístico), que nos dio una buena idea de la zona para poder caminarla más tarde. Pasamos por la plaza de España, el monumento a Colón y varias escuelas en donde los niños corren hacia la ventana para saludar cuando escuchan el tren, provocando así el enojo de la maestra y la risa de los pasajeros. La mezcla en la arquitectura de las casas coloniales y los comercios restaurados hace evidente la influencia española y francesa. El guía nos dijo que es una consecuencia directa de ser la “isla de las invasiones”. También nos platicó de la calle Hostos, en donde los domingos organizan un concierto, y la catedral Primada de América, la más antigua del continente y el lugar donde nos bajamos del tren.
En la catedral nos encontramos con Kin Sánchez, mi personaje favorito del viaje. Él es historiador, activista, maestro y promotor de la riqueza cultural de Dominicana. Básicamente, el mejor guía que pudimos haber pedido en nuestro último día. Con él aprendimos de arquitectura, altares y capillas, cada dato con una precisión milimétrica. Después de la catedral, Kin nos acompañó a comprar algunos souvenirs en forma de aretes, puros, bolsas y hasta dulces de coco. Si comparten mi gusto particular por el postrecito, recomiendo La Casa de los Dulces, un local lleno de antojos tradicionales de todo tipo. Mientras caminábamos por las calles de Santo Domingo con Kin, no pudimos ignorar la gran cantidad de gente que lo saludaba y aprovechaba para compartir alguna broma o historia curiosa con él. La zona colonial y la calidez de su gente son increíbles, tanto así que ni siquiera me molesté en ver el reloj en todo el paseo. Porque, efectivamente, ésta es la isla donde el mar siempre está cerca y las montañas nunca están lejos. Donde el momento importa más y los horarios menos. Un lugar en donde el tiempo no existe.