1. Río de Janeiro, Porto Maravilha
Mientras los turistas se machacaban a selfies, los habitantes de Río de Janeiro miraban extasiados, con el entrecejo fruncido de incredulidad. Era 5 de agosto de 2016 y se inauguraba el Boulevard Olímpico, un ancho paseo público y paralelo al mar que hasta la fecha había sido un oscuro pasillo jalonado por enormes pilastras que sostenían una autopista elevada. Una vez derrumbada aquella estructura, se abrió el cielo a la ciudadanía con una avenida sin coches que sería utilizada como lugar de encuentro en los juegos olímpicos y después quedaría como legado de la revitalización de la zona portuaria. Los cariocas no daban crédito, y sus razones tenían.
El puerto fue durante décadas el ejemplo más evidente de la decadencia que vivió Río desde que dejó de ser capital de Brasil, en 1960. En la ciudad de playas tropicales y naturaleza desbordante nadie le prestaba atención a un puerto que ya no funcionaba al ritmo de otras épocas, y fue abandonado a su suerte. Con la bonanza económica de principios de este siglo y la promesa de los megaeventos deportivos, la ciudad apostó por la recuperación de esa fachada marítima con un replanteamiento urbanístico de los tres barrios tradicionales que engloba la zona portuaria: Saúde, Gamboa, Santo Cristo. Hubo reparos por el modelo de concesión público-privada (bautizada como Porto Maravilha) que alentaba, en opinión de los críticos, la presión especuladora de las inmobiliarias, pero la crisis que atraviesa Brasil ha atenuado de momento el ímpetu de la construcción de viviendas. No ha parado, sin embargo, la revitalización de la zona, con la multiplicación de emprendimientos de cultura y ocio, hasta convertirla en el punto más emergente de la ciudad.
La zona portuaria está encajonada en el mapa central de Río, limitada al sur y el oeste por dos grandes avenidas y al norte y al este por la bahía de Guanabara. Allí, junto al mar, se ubica la Praça Mauá, el mejor punto para iniciar una visita. Hoy está atravesada por las vías del VLT, el moderno tranvía que cruza el barrio y que se ha convertido en ícono de la renovación urbana. A cada lado de la Praça Mauá surgen, poderosos, dos museos: el de Amanhã, firmado por el español Santiago Calatrava, un edificio de formas geométricas que se cierne sobre la plaza como un esqueleto de ballena; y, enfrente, el Museu de Arte do Rio (MAR), un proyecto arquitectónico que integró dos edificios abandonados y los ligó con una pasarela sobre sus terrazas. Allí mismo, en esa azotea, está Mauá, el restaurante del museo, con la mejor oferta culinaria del barrio: una carta contemporánea trufada de ingredientes locales, del nordeste brasileño y de la Amazonia, y una vista deliciosa. Se recomienda ir en el primer horario del almuerzo. Luego se llena, especialmente en la parte exterior, donde la brisa mece el espíritu del afortunado que consigue mesa.
Esta revalorización también ha conseguido que se abra una zona militar antes vedada al ciudadano, la Orla Conde, un paseo junto al mar que desemboca en el Boulevard Olímpico, la arteria peatonal que llega hasta el recién inaugurado acuario, con aires de museo a cielo abierto, con grafitis gigantes de artistas renombrados (el más imponente, el firmado por Kobra, de 170 metros de longitud) sobre los muros de antiguos almacenes portuarios, algunos recuperados y otros a la espera de ser ocupados por la floreciente industria creativa que ha ido tomando la región. Hoy el salitre se mezcla con el arte contemporáneo y las grúas con los espacios de coworking. Para fortalecer el sector, el año pasado se formó el Distrito Criativo do Porto, que engloba a 50 empresas, la mayoría de innovación, diseño y tecnología. La última en anunciar su desembarco en el barrio ha sido nada menos que YouTube. Las oficinas de jóvenes emprendedores crecen, curiosamente en el lugar con más historia de Río. Aquí está el monasterio de São Bento, del siglo xvii, encaramado a uno de los ocho morros del barrio (otro es el de Providencia, considerada la primera favela de la ciudad). Y aquí está también el cogollo de la negritud carioca. A esta zona se le llamaba Pequena África porque aquí llegaron por barco dos millones de esclavos a lo largo de cuatro siglos. Cuando se realizaron todas estas obras, y el Puerto mostró lo que había bajo el suelo, brotaron las vergüenzas tapadas durante cientos de años: se descubrió el muelle donde atracaban los barcos negreros —el Cais do Valongo, hoy preservado y candidato a ser declarado Patrimonio Universal de la unesco—, así como vestigios de mercados esclavistas y hasta una fosa para los africanos que llegaban moribundos a tierra firme: el Cemitério dos Pretos Novos. La cultura negra siempre ha estado presente: fue en este barrio donde nació el género musical más representativo de Brasil, la samba. Hoy brilla más que nunca. En la Pedra do Sal, un rincón mágico, se citan cientos de jóvenes cada lunes y viernes para disfrutar de una de las mejores rodas de samba de la ciudad en un antiguo enclave esclavista. Al salir de ese recodo se llega a la calle Sacadura Cabral, principal polo nocturno. Allá donde hace diez años sólo había moteles precarios y clubes de alterne de cortina raída, hoy relucen templos de la música popular brasileña, como Trapiche Gamboa; champañerías sofisticadas, como Jazz In; clubes de música electrónica y The Week, la mayor discoteca LGBT de Río. Y semana a semana se abren paso nuevos espacios multidisciplinares de diseño, artes plásticas y visuales y música.
Pero para comprobar la fuerza de la escena artística alternativa conviene ir un poco más allá, a Santo Cristo, la parte más alejada en este barrio de barrios —diez minutos de taxi— y llamar a la puerta de la Fábrica Bhering. Antigua factoría de chocolate construida en 1930, hace unos años empezó a llenarse de pequeños ateliers de pintores, arquitectos, diseñadores de ropa, cerámica y muebles y hasta una librería, además de un bistró de autor. Al entrar en su imponente estructura forjada, de cinco pisos, hermosa y decadente, uno podría pensar que está en Berlín oriental si no fuera por la onda evidentemente tropical. Amenazados de desalojo en varias ocasiones, los artistas consiguieron dar visibilidad a su emprendimiento uniéndose en cooperativa y hoy abren sus ateliers al público el primer sábado de cada mes. El paseo por las exposiciones de arte y los showrooms de indumentaria debe terminar en la terraza de la fábrica, con una vista única. Desde las alturas no se divisan Copacabana ni Ipanema ni el Pão de Açúcar ni el Cristo Redentor. Lo que está allí abajo es el Río portuario, lleno de contrastes: el más inesperado.
2. Buenos Aires, Corredor del Bajo
Nadie debería perderse la vista de la ciudad de Buenos Aires desde los miradores naturales de la ribera del Río de la Plata. No muchos conocen esos paraísos discretos. Están a sólo 20 kilómetros del centro porteño, en dirección a la zona norte. Se puede llegar a cualquier hora del día. Pero lo ideal es esperar la noche y dejarse encantar por la ciudad iluminada a lo lejos. De la música se encargan los paradores dispersos sobre la costa, y el oleaje suave del río, las palmeras, los sauces llorones, la brisa fresca. En esas mismas riberas, el italiano Hugo Pratt ambientó su historieta Tango, inventándole a su personaje, el Corto Maltés, dos lunas menguantes sobre el río para que conversaran con él. La historia es un policial negro que transcurre en los años veinte, en un entorno de gente humilde y mafiosos al frente de negocios prohibidos. Hasta hace unos años, ése parecía el único destino posible para esas tierras bajas que se inundaban apenas soplaba el viento sudeste. Por entonces, lo que merecía ser visto estaba más allá, más arriba, en los alrededores de la avenida del Libertador, el camino más elegante para desplazarse hacia los barrios de Vicente López, Olivos, Martínez, San Isidro, un circuito clásico con casas históricas, arboledas centenarias, calles empedradas, restaurantes finísimos, la Residencia Presidencial de Olivos, la catedral de San Isidro, las quintas de próceres sobre las barrancas, la casa-villa de la escritora Victoria Ocampo.
Ahora, el paisaje ribereño es otro. Las obras hidráulicas que se hicieron para evitar inundaciones y la recuperación de una línea ferroviaria —el Tren de la Costa— desataron un furor inmobiliario que, con epicentro en el Bajo de San Isidro, triplicó el valor de las propiedades. Todo comenzó con las iniciativas comerciales de los vecinos. Y sigue creciendo alrededor de ese mismo concepto. En el Bajo no hay sucursales de grandes cadenas ni grandes marcas. Cada emprendedor busca distinguir a su negocio con una onda propia y en esa mixtura la ribera crea su estilo. Ecléctico, personalísimo. Lo propio y lo ajeno se ensamblan en un paisaje de belleza bucólica y el ritmo de vida manso heredado del río.
Paradores sobre playas silvestres, bares, delis, parrillitas al borde de las vías bajo la sombra de las parras, prendas de diseño nuevas y usadas, ferias de antigüedades, artesanías, muebles de vanguardia, talleres de pintores, escultores y músicos, casas de meditación, reservas naturales de flora y fauna, un muelle de pescadores, una bicisenda, un río inmenso para practicar windsurf, kitesurf y kayak. En el Bajo se cruzan lo moderno y lo vintage de Palermo; lo bohemio y lo antiguo de San Telmo; la movida hippie-chic de algunos desertores de familias patricias; la histórica gente del barrio; los vecinos de los nuevos loft y casonas recicladas. Hasta aquí se puede llegar en chanclas o con tacones; en taxi por unos 25 dólares, o en tren por menos de dos.
Para tomar el tren hay que ir hasta la terminal de Retiro, en la ciudad de Buenos Aires, y abordar la línea Mitre, ramal Bartolomé Mitre. El viaje dura 25 minutos; al final del recorrido se hace conexión con el Tren de la Costa, desde Maipú hacia Tigre. La caminata para trasbordar de un tren a otro es a través de un gran pasaje repleto de antigüedades locales —que los anticuarios compran en estancias de los herederos de la vieja aristocracia— y de objetos raros que traen desde Oriente; les encanta mostrarlos y contar cómo fue que dieron con ellos. En El Ático se puede preguntar por su dueño y escuchar sus historias antes de emprender el viaje.
El Tren de la Costa parte de Maipú, pasa por Libertador y Borges y llega en diez minutos a Anchorena. Allí se puede descender y continuar el recorrido haciendo una caminata por el sendero pegado al río. Es la zona donde la gente se junta para hacer un picnic, practicar capoeira, murga y ensamble de tambores. Es ideal para sentarse a mirar los veleros y los deportistas haciendo destrezas sobre el agua. La parada que sigue es Barrancas (se puede llegar caminando desde Anchorena en 15 minutos). Sobre uno de los andenes hay una feria de antigüedades, más pequeña que la de Maipú; en el otro, un deli que conserva la fachada de la estación antigua, Bike and Coffee, y en donde se puede pedir un café con un lingote —delicia dulce— de limón, maracuyá, dulce de leche o chocolate. Y también alquilar una bicicleta.
Barrancas es el lugar al que conviene llegar si el viaje se hace en taxi. Basta con decirle al conductor: “Calle Perú y el río, Bajo de San Isidro”. En la esquina está la casa —una fortaleza— construida por el empresario Eduardo Costantini, fundador del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), y a 20 metros la entrada a Perú Beach, el parador más conocido y donde gente de cualquier edad y tribu, solos, en pareja o en familia, comparten el espacio. Se puede comer en terrazas o bajo sombrillas de paja, tomar clases de windsurf o kite, mirar partidos de jockey sobre patín, o tumbarse en una reposera a beber clericó y comer rabas mientras cae la tarde. Desde Barrancas y hasta los alrededores de la estación de San Isidro (la siguiente estación del tren), sobre las 15 cuadras que bordean las vías y tres de las calles que las cruzan perpendicularmente —Roque Sáenz Peña, Tiscornia y Primera Junta— se concentra la mayor cantidad de negocios y bares en las veredas. HornoBar es uno de los preferidos; los chefs preparan a la vista unos regios creps integrales que se cocinan en un gran horno de barro. El lugar es atendido por sus dueños que están en todos los detalles; hasta puede pasar que si, de pronto, se alarga un aguacero y hay clientes de a pie, ellos se ofrecen a llevarlos hasta sus casas o la estación de tren.
Se puede ir y venir de aquí para allá a lo largo de todo el día, en auto, en tren, en bicicleta, caminando, según las ganas y los gustos. Las vías del tren, paralelas al río, sirven de guía. Pero para después de la medianoche, el mejor lugar es Malloy’s, Bar de Costa, en Alvear y el río. Su dueño, Noah Malloy, es un surfer californiano que viajó 294 días desde San Diego y, al final del recorrido, estacionó para siempre su motorhome en estas tierras. No hay por qué tener prisa. Los camareros se encargan de llamar a una agencia de taxi para regresar a la ciudad aún bien entrada la madrugada. Si hay luna llena, la ciudad parece más cerca.
3. Barcelona, Nou Barris
Venir a Nou Barris es ver pasar la vida, inalterada.
Comienza por el sur, en sus vías más concurridas —Fabra i Puig, Passeig Verdum, Passeig de Valldaura, un trozo de Via Júlia— y sus calles aledañas. Los bajos de los edificios residenciales palpitan con mercerías, zapaterías, corseterías, tiendas de ropa modestas, charcuterías en las que venden conservas, legumbres de denominación de origen y patas de jamón curado, negocios de artículos para mascotas y de “fauna viva”, joyerías, comercios de arreglos de celulares, una tienda de vinos de barril con las siglas de la Unión Soviética, alguna franquicia de ropa hecha en Bangladesh. En los bares, cafeterías y comederos, los camareros gritan las comandas a la cocina, los comensales suspenden el tiempo leyendo el periódico mientras terminan su desayuno de café con leche y pan con tomate, y se tratan por el nombre de pila con el dueño. Los jubilados hablan de dolores de huesos, sentados en los bancos al sol. El ruido de los motores es un trueno que se ausenta de repente, y deja escuchar las tórtolas, los gorriones, las cotorras argentinas. Los mercados municipales —La Mercé, La Guineueta— bullen tanto los sábados cerca de la hora del almuerzo —pescado seco, verduras frescas, carnes y embutidos crudos— como un viernes de lluvia a las 11 de la mañana —“cocina de mercado” en las vitrinas para llevar: legumbres, espinacas a la catalana, paella, caracoles en salsa, albóndigas, y un martini en El Racó de la Carme—. El trajinar auténtico de un barrio, un día cualquiera, todos los días.
Nou, traducido del catalán, significa nueve. Nou Barris —Nueve Barrios— se llama este distrito que es un barrio de barrios, uno seguido de otro, situado al norte extremo de Barcelona. Ahora son 13: el último en sumarse fue Can Peguera. El distrito se urbanizó en la primera mitad del siglo xx con obreros que llegaron desde otras regiones de España, en los cincuenta y los sesenta. Siguió creciendo durante la segunda mitad, con la mudanza de las personas que vivían en las barracas de Montjuic. 800 kilómetros cuadrados, 168 mil habitantes (más o menos el 10% de toda la ciudad), 25 nacionalidades diferentes. Se oye en las conversaciones de la calle, más en español que en catalán: los acentos de Andalucía, Aragón o Galicia se entremezclan con los de Ecuador o Pakistán.
Considerado una zona popular, mantiene una tradición asociativa que se hizo muy fuerte durante los años de la dictadura franquista. De allí que exista, por ejemplo, el Ateneu Popular 9 Barris, donde se practica la gestión ciudadana y todo el año se presenta el circo que se forma en su propia escuela.
Nou Barris es el sedimento no sólo de los orígenes diversos de sus pobladores, sino de la historia. En la calle de Pere d’Artés, la ermita del santuario de Santa Eulalia resguarda adentro su estructura prerrománica del año 991 —piedra pura— con la fachada neoclásica de más reciente data, del siglo xviii. Contiguos están un hostal medieval que ahora es una tienda de artículos de peluquería y la masía de Can Basté, de más de 300 años de antigüedad, convertida en centro cívico. Hay más masías medievales en todo el distrito, y también del siglo xix, el mismo siglo que dio los acueductos Dos Rius y el de Ciutat Meridiana. Quedan además los restos de un acueducto romano, el Rec Comtal, del siglo x. Los pasajes y callejones —La Esperanza, Grau— conservan las llamadas “casas baratas”, una sola planta, ventanas angostas, que albergaron a los emigrantes obreros. Y afuera, en las vías más grandes, los bloques de edificios. Aroma de pueblo, memorias del campo, urbanización de apenas décadas.
Nou Barris es, sobre todo, verde. El parque principal del distrito, el Parc Central, el segundo más grande de Barcelona, tiene casi 18 hectáreas, con 30 especies diferentes de árboles y 130 palmeras diversas. Y lagos, y el acueducto de Dos Rius, y un foro tecnológico, y dos masías, y el antiguo manicomio de la Santa Creu convertido en biblioteca, sede del consejo municipal, de una comisaría y del archivo del distrito.
Siguiendo por Fabra i Puig, calle arriba, desde la plaza la Virreina i Amat, dejados atrás los comercios y la ermita, aparecen una cuesta curva y de fondo la montaña con el Tibidabo a la altura de los ojos. A los costados de la acera se abren las escaleras mecánicas que terminan en calles más altas, una marca de la orografía barcelonesa. Entonces aparece la entrada del Turó de la Peira, parque y colina que asciende en espiral. Escalinatas, pendientes, palomas reposando en los montículos, algún perro suelto paseando con su dueño. El viento suele columpiar los pinos, que suenan como el oleaje. En la cumbre, un mirador desde el que se ve una franja del Mediterráneo rompiendo en la orilla y un trozo del skyline de la ciudad: la Torre Agbar, el hotel W.
Todavía se puede ir más arriba en las alturas de Nou Barris, a una parte de la sierra de Collserola. Llegar a la Carretera Alta de las Roquetes es un reto aeróbico si se usa el transporte público, pero un automóvil facilita las cosas; hay estacionamiento. El mirador de Torre Baró es ideal para descubrir una ciudad desnuda, ignorada por las guías de turismo: una Barcelona que ha crecido en el siglo xx, expandida hacia la periferia y las pendientes, una alfombra de techos de terracota, bloques de edificios de vivienda popular de colores mustios, los recuerdos de su época industrial. En el horizonte del mar ancho se desdibujan los buques cargueros. Nada de íconos a la vista, excepto la Sagrada Familia con sus grúas. Y abajo, a metros, la comprobación de por qué Nou Barris es un distrito popular: el barrio de Roquetes, carreteras angostas, viviendas superpuestas, largos nudos de escaleras.
El Ayuntamiento de Barcelona diseñó en 2015 un programa turístico para Nou Barris, con el propósito de descongestionar el casco central de una ciudad portuaria cuyos visitantes duplican cada año su población. Idearon un mapa con cuatro rutas y 22 puntos de interés (entre ellos, además de los sitios mencionados, están también la Torre Llobeta, del siglo xv, la Font Màgica de Manuel de Falla, el refugio antiaéreo de Can Peguera), con el propósito de captar a los turistas que quieren viajar fuera de los circuitos o a aquellos que ya han venido a la capital catalana muchas veces. Es un buen plan obviar los tópicos de Barcelona. Nou Barris es la expresión vivaz de la urbe menos glamurosa: más verdadera.
4. Medellín, Buenos Aires
A las seis de la tarde de un viernes, Buenos Aires entra en el letargo de los obreros, de los oficinistas, de los estudiantes que vuelven a sus casas y entran en alguna tienda, en algún bar a tomarse una cerveza o el primer tinto —un café muy claro— de la noche. Poco después, a las nueve de la noche, entra en la fiesta repleta de jóvenes preparados para sumergirse en la madrugada. Buenos Aires es un barrio en el que los adultos van a eucaristía en la parroquia Nuestra Señora del Sagrado Corazón; donde junto a una tienda de abarrotes hay un restaurante de asados y más allá una discoteca con luces de neón. Es uno de esos barrios que empieza a transformarse y aún no se entera, como los adolescentes que llegan a la mayoría de edad y, de pronto, ya crecieron. Está en el oriente de Medellín y con sus barrios vecinos —Boston, el Centro— forma un gran circuito urbano que puede dar una idea cabal de la ciudad. Es lo que esta noche de viernes busca un grupo de estadounidenses que caminan por la calle por donde baja y sube el tranvía, hartos de dar vueltas por sitios obligados como la Milla de Oro, el parque Lleras, el cerro Nutibara. Buscan algo de lo que oyeron hablar tanto: la chunchurria, que no es más que entraña de res condimentada. En cada puesto callejero hay una fórmula diferente, muy secreta. La de este barrio es quizá la más famosa del país.
A Buenos Aires se llega por la calle Ayacucho, que recibe su nombre por la gran batalla independentista que acabó con el virreinato de Perú el 9 de diciembre de 1824. En 1870 ya tenía ese nombre, y al final de ella estaba la finca de un magnate que trajo desde Inglaterra una gran puerta de hierro que marcó los límites entre la zona urbana y la rural. Hoy de eso no queda nada, sólo casas que han trepado la montaña, y Ayacucho es un boulevard donde la ciudad combina su versión más auténtica con los vendedores ambulantes, los lustrabotas y algunas piezas de arquitectura de finales del siglo xix como la plazuela San Ignacio y el Paraninfo de la Universidad de Antioquia. En esta parte puede entenderse, mejor que en cualquier otra, lo que decía el poeta nadaísta Gonzalo Arango sobre Medellín: “Avara con tu majestuosa belleza”.
Pasar por la calle Ayacucho es pasar por el origen. Aquí nacieron la academia, la industria, y el sitio se convirtió en la salida hacia Rionegro, el segundo municipio más importante, donde en décadas anteriores se firmó la Constitución. De todo eso queda algo en el aire y los movimientos culturales lo han explotado: aquí están el Pequeño Teatro, ubicado en una casa antigua de estilo republicano que es Patrimonio Arquitectónico y Cultural; el teatro Matacandelas, dirigido por Cristóbal Peláez, un patafísico considerado como uno de los mejores teatreros del país; y los teatros Exfanfarria, Caja Negra y El Trueque. Ayacucho es, además, una gran calle de comidas entre las carreras 35 y 30. Están los restaurantes Pollos al Carbón y Pollos Mario, de tradición, donde se prueba el mejor pollo asado y cuya receta ha sido fervorosamente comentada por chefs viajeros. En Artesano —gran salón que mezcla muebles rústicos, una galería de fotos antiguas del barrio y una parrilla abierta— la comida tradicional es exquisita: bandeja paisa, chicharrón con arepa, sancocho, mondongo, tilapia frita, mazamorra. En Lasagna y Pizza, la mejor opción es pedir una pizza hawaiana —la muy adolescente mezcla de mozzarella, piña y jamón— y acompañarla con un jugo de mezcla de frutas tropicales. Cerca está Asados San Rancho, donde hay que probar los tamales: envueltos de maíz con carne de cerdo, papas, zanahoria y un guiso típico. En el mismo tramo está la discoteca Cosmopolitan, donde suena música electrónica y reggaeton; la taberna Pa Dios Bendito, versión citadina de una gran fonda de pueblo donde la música es más tropical, y los bares a los que llegan señores que han pasado todo el día estirando la pereza en un sofá, o señoras cansadas de cuidar casas que los hijos ya no recuerdan. Muchos de ellos se sientan en la Casa Cultural Homero Manzi, donde Carlos Gardel —quien murió en estas tierras después de una gira exitosa en 1935— tiene su propio muro de idolatría. Javier Ocampo es el dueño, y sirve aguardientes a los fieles, algunos de ellos muy jóvenes. Lo mismo sucede con el Bar Sol de Oriente, un sitio para escuchar salsa con un buen ron local, porque en Medellín la salsa es casi un ejercicio contemplativo. Retirada de la calle Ayacucho, hay una casona colonial de más de cien años que se llama La Pascasia. Es galería de arte, café, bar y patio donde bandas locales hacen grabaciones en vivo. Está abierta de miércoles a sábado. Frente a ella se encuentra Taller Siete, un laboratorio artístico donde hay exposiciones y charlas de artistas. En el corazón de Buenos Aires, en la estación del tranvía que lleva el mismo nombre, el barrio se confunde más: hay almacenes donde venden ropa diseñadores locales que empiezan a abrirse paso, como Cornalina Accesorios, y allí todo es pura cotidianidad, un sitio donde los vecinos se sientan a escuchar salsa y a pasar el día con una cerveza mientras ven pasar el tranvía y, ahora también, a esos extraños turistas nuevos que acuden a Buenos Aires buscando la ciudad real.
5. Bogotá, Chapinero
La suma de todos los años se encuentra arrumada en esas viejas casonas de ladrillo ante jardín con verja, en el que sembraban brevos y papayuelos, árboles frutales que están en la memoria de la infancia de casi cualquier bogotano. En tiempos de cosecha, brevas y papayuelas se convertían en dulces para ser acompañados con cuajada fresca o para ser disfrutados al final de unas onces santafereñas. Por esos mismos tiempos, en agosto, la época de cucarrones era material de juego para cualquier niño, para coleccionarlos en frascos, oír los zumbidos y después liberar el botín ante algún caminante desprevenido. Estas casas de estilo inglés, muchas de ellas convertidas actualmente en oficinas, notarías o restaurantes, crean la memoria de Chapinero Alto, barrio que en el inconsciente colectivo va desde la calle 65 hasta la 45, y desde la carrera 7 hasta la circunvalar, aunque el verdadero límite de la localidad sea muchísimo más amplio. Casas que se resisten a la vorágine de la construcción y otras cuantas protegidas por ser patrimonio arquitectónico de la ciudad. Es decir, intocables.
En esta zona, en el siglo xix había quintas, grandes casas campestres que pertenecían a los más acaudalados de Bogotá. Lo que pocos desconocen es el origen del nombre Chapinero. Este surgió porque en la zona había una fábrica de chapines o suecos, una especie de zapatos hechos de madera con correas atadas a los pies, cuyo dueño era el señor Antón Hero Cepeda de Cádiz.
Hoy, en sus calles, aún se oye el don Wilmar, el don Ernesto o Lucecita para llamar al dueño de la miscelánea y de la tienda de barrio, de ésas que se intercalan cada dos cuadras y en donde el mesero, el estudiante, el vecino o el obrero de la obra de turno se comen su roscón con coca-cola o piden fiado un cigarillo. El don como una forma de respeto y el diminutivo como forma de cariño, dos expresiones intrínsecas a los cachacos (los nacidos en Bogotá).
Chapinero ha sido refugio de estudiantes, de artistas, de bohemia, de jóvenes trabajadores y de familias tradicionales. Unos dirán que es guarida actual de hipsters o de hippies, pero lo cierto es que a pesar del crecimiento vertical de la ciudad, sigue existiendo la poco común vida de barrio, donde la gente camina, se saluda por las mañanas, va a la misma droguería, a la tiendita de la esquina para desvararse por la falta de azúcar o para conseguir una bolsa de hielo en medio de una fiesta nocturna. Los chapinerunos —un gentilicio seguramente inventado— se sienten orgullosos de su barrio que mira por un lado a los cerros y a la ciudad por el otro, de ese aire bogotano acogedor donde encuentran todo tipo de locales, desde el mercado orgánico, estudios de artistas hasta una tienda de diseñador, y donde la comunidad gay se ha asentado, siendo la localidad con la mayor densidad de habitantes homosexuales. Ese factor antropológico le ha dado aires de libertad y de liberalidad al mismo tiempo. El viajero debería visitar este barrio para captar el ritmo citadino de un lugar que mezcla una gran zona residencial, pequeños parques, arquitectura, comercio y una oferta de restaurantes interesante.
En efecto, en los últimos tiempos se ha vuelto un centro gastronómico impulsado por emprendimientos de jóvenes. Quizá sin esas inversiones millonarias de otras zonas, con un servicio más desparpajado y espacios más pequeños. Hoy en día pareciera que hubiera más restaurantes que gente, pues se encuentran cervecerías artesanales como Statua Rota o el Mono Bandido, y panaderías no industriales como la del Árbol del Pan, Krost Bakery o Mistral que tiene pastelería francesa. Un café como Doméstica con un lindo patio trasero es ideal para ir con el computador, con la mascota y pasar toda una tarde de sol. Mini-mal, un restaurante que le ha apostado a la cocina colombiana con énfasis en los ingredientes y preparaciones del Amazonas y del Pacífico, fue uno de los pioneros en este barrio, pues ya tiene 15 años de operación en la misma casa de rejas blancas donde han visto pasar la vida y la transformación de este sector. El apetito también da para unas arepas venezolanas llamadas La Reina, o elevar el nivel con un menú degustación en Villanos en Bermudas, los nuevos chicos rebeldes del barrio que están dando de qué hablar con una propuesta creativa y arriesgada. El edificio Trujillo, Patrimonio Arquitectónico y llamado así porque el artista Sergio Trujillo Magnenat vivió allí con su familia, tiene en su planta baja a Rin Rin, una barra para el día o para la noche con buenos cocteles, tapas y platos para compartir, y a Indio que ofrece pizzas hechas en horno de leña. Chapinero también es escenario para la comida de autor del chef Iván Cadena y su más reciente apertura, Mesa Franca, o las cenas clandestinas de Castro Cocina en una de las casonas mejor conservadas de la localidad. Chapi high, Chapi gay o simplemente Chapinero es uno de los barrios que mejor capta el pulso de Bogotá.