El hombre que vivía con canguros

Crónica de una turista descubriendo la parte oeste de Australia.

05 Jul 2019

Si Australia es un territorio poco explorado, su costa oeste es el rincón más desconocido. Hasta ahí llegó una viajera con ganas de entender un país y no le quedó De otra que ponerse a trabajar. Porque viajar no significa siempre ser un turista.

 

Quise pasar un verano en Australia. Buscar un trabajo que nada tuviese que ver con sentarse frente a una computadora. Viajar, durante tres meses, por uno de los países más ricos del mundo. Pero Australia es demasiado grande para conocer en un solo verano, y tuve que elegir si quería ir al norte (territorio de aborígenes y temperaturas que alcanzan los 50° centígrados); en el sur (y recorrer las principales ciudades como Sydney, Melbourne o Adelaide); ir a la costa este (y bucear en la Gran Barrera de Coral, como hace la mayor parte de los turistas), o volar hacia el oeste, donde ninguna de las personas a las que le pregunté había estado. Y allá fui. Hacia una región de 12000 kilómetros de playas blancas y arrecifes de coral escondidos en un mar turquesa que casi siempre está rabioso, hacia una zona con pueblos chicos, separados por grandes distancias deshabitadas (de los 22 millones de habitantes que hay en todo el país, sólo 10% vive en el oeste), hacia un sitio donde la naturaleza todavía es salvaje y se impone bajo un cielo que en verano nunca es gris.

 

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Llego a Perth, la capital de Western Australia, una semana antes de Navidad y sin reserva de hotel porque pienso que los mejores lugares para dormir no tienen página. Sé que Northbridge es el barrio bohemio, donde están los bares, restaurantes y hospedajes más económicos, pero no que Northbridge es pleno barrio chino. Paso el 25 de diciembre en el patio trasero de un hotel, con un grupo de jóvenes chinos y coreanos, cocinando salchichas de cerdo con salsa de barbacoa.

 

Perth tiene más eucaliptos que edificios altos. Y cada cierta cantidad de cuadras hay una plaza con espacios verdes bien mantenidos. Tiene un puerto con veleros sobre el río Swan, calles peatonales en las que artistas callejeros tocan el violín o el didgeridoo y un tren que usan pasajeros para ir y volver de los nuevos y prolijos suburbios prefabricados con tablarroca. En las calles de Perth no hay tráfico, no hay basura, no hay perros ni gatos sin dueños.

 

En esta pequeña ciudad de 1.8 millones de habitantes me quedo tres semanas. Un día voy a la playa Scarborough Beach, sobre el Océano Índico, y me siento frente a una mesa en uno de los tantos bares y restaurantes con terrazas que miran hacia la costa. El mar es turquesa, frío y está colmado de surfistas con trajes de neopreno que flotan con sus tablas mientras en el horizonte el cielo se pone cada vez más rojo. Otro día voy al mercado de Fremantle, uno de los barrios más turísticos de Perth. El mercado está dentro de un galpón de techos altos. Hay olor a limpiador de pisos y puestos ordenados. Los alimentos están al fondo. En un ambiente tranquilo y sin mucha gente, venden salsas teriyaki, helados de açaí —fruta de origen amazónico—, paella española, salchichas de pollo y embutidos de canguro, que pido probar. El canguro sabe a jamón serrano pero es de color marrón, como la carne disecada. Le pregunto al vendedor si vende mucho y me dice reacio que sí. Frente al puesto no hay nadie. En Fremantle hay una cárcel construida en 1852 por los propios convictos y desde 1991 es un museo, pero no entro. Camino al puerto y subo a un barco hacia Rottnest Island: una isla rodeada de agua trasparente, ideal para hacer snorkel. Como en la isla están prohibidos los autos, alquilo una bicicleta y durante tres horas pedaleo por un terreno árido y montañoso. Las playas son paradisiacas. Casi no hay construcciones, salvo algunas cabañas para alquilar y un centro comercial con dos bares y un supermercado. Pienso en pasar la noche allí pero hay pocos hospedajes y no quedan cuartos libres, así que me voy, antes del atardecer, en el último barco.

 

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Después de pasar 15 días en Perth, ya sé cómo es el recorrido que hacen los buses gratuitos con aire acondicionado que pasan por el centro y cuáles son los lugares con internet gratis. Asimilo que en este país el volante está del otro lado y dejo de asustarme cuando veo, dentro de los autos en movimiento, a niños sentados en el lugar donde debería estar el conductor. No saco más el mapa de la cartera y empiezo a volver a los lugares a los que ya fui: el local de Perth Central Station que ofrece pasteles de verdura a tres dólares, el bar que vende libros y cafés servidos con flores hechas de espuma de leche, la plaza que tiene una pantalla gigante en la que todas las noches se proyectan películas y donde veo por primera vez aborígenes, personas de piel oscura y rasgos maoríes que nunca encuentro en los comercios, en los bancos ni en los restaurantes. Los veo sólo de noche, caminando en grupo, con botellas cubiertas de papel de estraza y pidiendo cigarrillos por la calle.

 

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Cuando me doy cuenta de que gasto 200 dólares por día y que mi dinero se acabará pronto, empiezo a buscar un trabajo de pocas horas. A través de una agencia me contratan para limpiar casas. Voy a varias, entre ellas a la de Tim, un australiano de 40 años que, mientras le plancho las camisas, me cuenta que trabaja en la industria minera. Dice que es difícil, pero que gana más que en cualquier otro lugar: “Ahora allá hacen 50˚ de sensación térmica. Imagínate, te quema respirar, es insoportable”. Tim no es el único minero que conozco en el viaje. Quizá porque Australia es el segundo productor mundial de hierro y oro y las minas de oro están a 600 kilómetros de Perth.

 

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Por la ruta que va al sur el aire es más fresco y está Bunbury, al lado de un Parque Nacional de 17 hectáreas y frente a una bahía donde suelen nadar delfines que se acercan amigables hasta la orilla. Bunbury es una pequeña ciudad llena de cafeterías gourmet, rodeada por un mar tranquilo, ideal para el windsurf y el buceo, aunque muchos visitantes llegan para pescar y comer cangrejo gracias a los manglares que se pueden recorrer en paseos de kayak o cruceros.

 

Pero yo sigo, en bus, por cuatro horas más, hasta Margaret River: el destino más turístico de la costa oeste y, según los surfistas profesionales y amantes del buen vino, uno de los mejores lugares del mundo.

 

Me alojo en una casa a dos cuadras del centro, en un barrio de viviendas bajas, sin rejas y veredas anchas. No hay ventanas pero tengo una cama grande, ventilador y baño privado. La cocina y el living los comparto con una pareja de canadienses surfistas: Andrew y Marthina, que vienen de pasar dos meses en Indonesia y ahora planean quedarse un año en Australia. Con ellos voy cada miércoles a comer curry por cinco dólares a la casa del servicio social; los domingos compro fruta y verdura orgánica en el mercado y por la noche, antes de dormir, prendo el televisor y veo algún programa británico en cualquiera de los cuatro canales gratuitos.

 

“Esto hace 20 años era distinto”, dice Mark, el dueño de la casa donde alquilo el cuarto, una tarde en que toca el timbre para enseñarme a lavar los platos sin gastar mucha agua. No lo hace por ecológico, sino porque Australia es uno de los países más secos del mundo y el Estado controla y multa a aquellos que gastan más agua de la permitida.

 

“En Margaret éramos muy pocos y no había policía —dice mientras pone un tapón en la pileta y abre la canilla—. No existían las galerías de arte que hay ahora, ni los restaurantes de comida internacional ni los hospedajes de lujo.”

 

Margaret River era un pueblo donde los granjeros dedicados a la agricultura hacían sus compras. Un lugar que descubrieron los surfistas extranjeros en busca de buenas olas y plantaciones de mariguana. Hoy viven 13000 personas. Es el lugar elegido por las familias más adineradas de Perth para construir sus casas de veraneo y, cada año, 250000 turistas entran al centro de información para irse con una guía que recomienda hacer el tour de degustación por las más de 150 bodegas, visitar alguna de las cuevas subterráneas repletas de estalactitas, recorrer los 130 kilómetros de playas vírgenes y caminar por el bosque de Karris al borde del río. Se llevan una botella de Chardonnay o Semillon Blanc de recuerdo. Compran chocolate artesanal y aceites de oliva orgánicos.

 

A los pocos días de llegar empiezo a trabajar en un restaurante a 25 kilómetros del pueblo. Como no hay transporte público, camino hasta la única gasolinera y hago auto-stop. Es un viaje de 20 minutos, por una ruta arbolada, al lado de una persona distinta cada día. Una charla obligatoria que siempre termina con see you!, aunque no sepa si los volveré a ver. Así conozco a Gia, sueca, que es novia de un brasileño que trabaja de taxista frente al pub más popular; a Jason, piloto del helicóptero que todas las mañanas sobrevuela la costa para controlar el movimiento de los tiburones blancos; a una familia sudafricana de vacaciones; a un empresario gringo con casa en Bali, California y Margaret River; al neozelandés que llegó para hacer la cosecha de uvas; a una abuela holandesa con hijos australianos que llevan a su nieta a la colonia; a dos jóvenes venezolanos que dicen: “Estamos esperando la muerte de Chávez para volver”; a un hombre que dice dormir con canguros.

 

—¿Cómo? —le pregunto, sentada en el asiento del acompañante.

 

—Sí, la gente ya me conoce y cuando atropella un canguro en la ruta y ese animal tiene un bebé que sobrevivió al accidente, me llaman para que los busque. Saben que yo los cuido. En el jardín tengo más de 20, uno nunca quiso salir de mi casa y los más chiquitos duermen conmigo en la cama hasta que cumplen un año—dice, pero no le creo hasta que acepto ir a la casa y tengo uno en mis brazos. El jardín no tiene alambrado y no se pueden ver los límites que lo separan de un gran bosque con arboles altos. Me quedo afuera y veo, tras un gran ventanal, el living de la casa con dos sillones modernos y un canguro parado bajo el aire acondicionado.

 

El hombre busca a los más chiquitos en su dormitorio y me da uno. Pienso que tiene las patas traseras demasiado largas en comparación con las delanteras, que son finas y cortas. La cola es parecida a la de las ratas, pero en dimensiones exageradas, y no sé cómo agarrarlo. Cerca hay varios, más altos que yo, y se acercan saltando. Le pregunto al hombre si sabe por qué sólo existen marsupiales en Australia, pero él no sabe la respuesta.

 

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No me quiero ir. Me gusta nadar en el río todas las mañanas con la cara cubierta de arcilla. Me gusta ir a la playa a ver el atardecer con una copa de vino blanco en la mano, y charlar con otros latinoamericanos que viven acá. Me gusta atender a las familias australianas que van al restaurante y observar cómo comen fish and chips con un millón de moscas alrededor y —acostumbradas a convivir con ellas— espantarlas con naturalidad. Me gusta subirme al auto de cualquier persona y no tener miedo. Pero me voy.

 

Sigo viaje hacia el sur, hacia la bodega más grande del estado, Ferngrove Valley, donde vive Marco, un enólogo chileno con el que me puse en contacto por medio de una amiga en común y que después de unos cuantos e-mails me ofreció un trabajo en la empresa. No me especificó cuál sería mi labor pero dijo que llevara ropa cómoda y alimentos suficientes para una semana, porque no había ningún supermercado cerca.

 

Desde Margaret River viajo tres horas por una ruta de tierra, viñedos, olivos y plantaciones de árboles para producir papel que se exporta a China. Cuando llego, me recibe Jim. Debe tener unos 75 años y está vestido con un mameluco azul a rayas naranjas. Me dice que él será mi jefe y me lleva a la casa donde viviré junto con otras personas. En la puerta de entrada, un cartel con un dibujo de víboras, arañas y un mensaje de bienvenida: “Mantener siempre cerrado, a ellos les encanta estar acá”. En la cocina hay dos refrigeradores, una mesa de plástico azul, un teléfono público que funciona con monedas, un televisor de plasma con señal satelital y un bote de protector solar para los empleados. Recuerdo un artículo que leí años atrás donde decía que Australia tiene una de las tasas más altas de cáncer de piel. Para ir a las habitaciones hay que salir de la cocina y caminar por una galería donde están los baños de mujeres y hombres y un lavadero. Dentro de cada cuarto hay dos camas pequeñas y un clóset de madera. Jim me dice que por ahora dormiré sola y que empezaré a trabajar al otro día. Antes de irse me regala una botella de vino tinto. Su acento es difícil de entender pero es simpático y le gusta hablar.

 

Por la noche conozco a Gema. Tiene 18 años y me cuenta que éste es su primer trabajo. Llegó hace un mes para hacer la temporada y cuando termine el verano se mudará a Perth para empezar la universidad. Ella es de Albany, un pueblo construido en 1826: el primer lugar que pisaron los británicos en Australia occidental, 56 años después de colonizar la costa este y el sur del país. Tras una carrera imperialista contra los franceses y holandeses, y después de perder las colonias americanas en 1776, los ingleses decidieron que esta tierra alejada era la mejor opción para solucionar el problema de sobrepoblación penal que tenían en la metrópolis. Así empezaron a llegar barcos con presidiaros europeos obligados a construir sus propias celdas y por más de 80 años Australia fue conocida como “la gran cárcel del mundo”.

 

Hoy Albany es un pueblo turístico, 408 kilómetros al sudeste de Perth, con playas de arenas blancas, acantilados desde donde suelen saltar paracaidistas y paseos en barco para hacer avistamiento de ballenas. El centro comercial es uno de los más antiguos del estado.

 

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Después de una semana en el campo me entrego a la naturaleza, la mugre y la meditación. Son 10 ramilletes de uva por parra. Cuento y corto, con una pinza en la mano, por eternos caminos del fruto de la vid, y cuando llego al final de alguna fila me meto en la siguiente y vuelvo a contar. Son ocho horas por día. Al rato mi cuerpo responde solo y mi mente se queda en blanco. A veces escucho música y otras me quedo en silencio, sobre todo al amanecer, cuando mi cabeza descansa y pienso: estoy de vacaciones.

 

Me cubro del sol, parezco árabe: sombrero, pantalón, camisa con mangas largas, anteojos y guantes. Me levanto a las seis y me voy a dormir a las nueve. Al final del día huelo a insecticida, tengo el pelo sucio y la cara manchada de tierra y transpiración, pero ya no me importa. Será porque sé que sólo me quedaré un mes, o quizá por el paisaje: el sol de la mañana que entibia, los pájaros azules que vuelan a mi alrededor mientras corto uvas, los canguros que saltan en el horizonte cuando camino al atardecer entre las plantas. No sé, pero estoy contenta.

 

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Tengo un compañero que es afgano, de una aldea a 180 kilómetros de Kabul. Llegó a Australia en 1999, en bote, después de escapar de un cuarto oscuro donde estuvo preso ocho meses en manos de los talibanes. Asis, así se llama, me cuenta que cuando llegó a Australia tuvo que vivir cinco meses en un campamento para refugiados hasta que le dieron la ciudadanía. Dice que tiene dos hijos y una ex mujer en Perth, pero que prefiere no verlos porque cuando se despide se angustia y no puede dormir. Él no quiere volver a Afganistán, tiene miedo. Prefiere quedarse en el campo, trabajar 10 meses, juntar plata y viajar. Todos los años pasa un mes en Bali y elige un país distinto para conocer: Tailandia, China, Brasil. Con él voy una vez por semana a hacer las compras al pueblo más cercano que queda a una hora. En esos días, Asis se sube al Peugeot negro, con fundas de playboy en los asientos, y se viste con jeans ajustados, zapatos en punta y gorra. Mientras maneja toma speed y fuma. “El olor a tabaco en el auto me gusta, me hace acordar a mi país”, dice.

 

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Los fines de semana voy a Denmark, uno de los últimos pueblos al sur de la costa oeste, con una pareja de franceses que trabaja en la bodega. Hace un año que están recorriendo Australia y con lo que ahorren en la cosecha quieren viajar por el sudeste asiático y tomar el transiberiano desde Beijing hacia Moscú.

 

Denmark es lo que era Margaret River cuando lo descubrieron los surfistas. Eso dicen, pero en el pueblo no veo gente joven. Veo personas de más de 60 años leyendo el diario, una librería, una farmacia llena de productos naturales y una verdulería orgánica. Parece un centro de jubilados. Hay pocos hospedajes y el lugar de encuentro es una panadería artesanal que está abarrotada. A una hora de Denmark hay un bosque famoso, de eucaliptos antiguos y pasarelas que cuelgan a 40 metros de altura. Se llama Valley of the Giants y es un destino obligado para los viajeros.

 

Los pobladores me cuentan que en primavera este pequeña aldea de 5000 habitantes se llena de flores silvestres y que desde los acantilados se pueden ver a las ballenas pasar. Que hay paseos en cruceros y que en las sierras hay magníficos senderos escondidos que conducen a paisajes gloriosos. Pero yo elijo pasar los días donde se juntan el Océano Índico con el río color turquesa de Denmark y por la noche acampar sobre la arena de Green’s Pool: un Parque Nacional con playas vírgenes y piedras enormes que sobresalen del agua. Me despierto al amanecer y nado, sola, en esas piletas naturales.

 

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La uva ya tiene el nivel de azúcar que necesita para ser cosechada, eso significa que no me necesitan más en el viñedo y que mi viaje por Australia termina.

 

Las últimas semanas de trabajo fueron duras. La temperatura subió a 45˚ y las ganas de irme ocupaban todos mis pensamientos mientras levantaba los riegos del piso, ponía redes para proteger el fruto de los pájaros o cortaba ramilletes inmaduros. Hubo días en los que trabajé sola y otros con Sandra, de Filipinas, casada con un granjero australiano que conoció por internet, 20 años mayor que ella; o con Coleen, un irlandés que vive en Perth pero se mudó al interior porque, si trabaja cuatro meses en el campo, el gobierno le renueva la visa por un año más.

 

Empiezo a despedirme cuando ya no le tengo miedo a las arañas ni a las víboras. Cuando los canguros pasaron a ser lo que son para la mayoría de los australianos: animales idiotas que se cruzan en las rutas, una amenaza constante que el seguro no siempre cubre. Antes de irme, Asis me cuenta que su madre está enferma y que necesita mandarle más dinero para operarla en la India porque en Afganistán los hospitales son muy caros. Dice que si su madre muere, él se va a morir también.

 

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Son las 10 de la mañana y estoy sola, debajo del techo de una gasolinera cerrada, esperando el bus que me lleve a Perth. Tengo bastantes dólares en el bolsillo, y podría gastarlos en ir al norte y recorrer el Parque Nacional en Kalbarri, nadar con los delfines en Monkey Mia o bucear en Coral Bay, pero decido ir a Bali, en Indonesia, a sólo tres horas de avión.

 

Dejo en el campo la ropa con olor a insecticida y me llevo dos botellas de vino Sauvignon Semillon Blanc (hecho con una uva seleccionada por mí), metidas en la valija. Ya no quiero seguir imaginando cómo sería mi vida para siempre en Australia. Quiero ir a un sitio donde pueda terminar de sacarme la tierra de las uñas, recostarme sobre un camastro frente al mar, comer en los puestos callejeros y perderme entre el caos de una isla desprolija y sobrepoblada. Ser turista.

 

Dejo en el campo la ropa con olor a insecticida y me llevo dos botellas de vino Sauvignon Semillon Blanc (hecho con una uva seleccionada por mí), metidas en la valija. Ya no quiero seguir imaginando cómo sería mi vida para siempre en Australia. Quiero ir a un sitio donde pueda terminar de sacarme la tierra de las uñas, recostarme sobre un camastro frente al mar, comer en los puestos callejeros y perderme entre el caos de una isla desprolija y sobrepoblada. Ser turista.

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